César y los piratas/ Pedro J. Ramírez, director de El Mundo
EL MUNDO, 22/11/09;
En el siglo I antes de Cristo las escarpadas costas de Cilicia en el Asia Menor se convirtieron en vivero, nido y refugio de piratas por razones similares a las que han reproducido el fenómeno 2.100 años después en las más aplanadas de Somalia. El ocaso tanto del poder de Macedonia como de los imperios impulsados desde Egipto y Babilonia por dos de los más destacados generales de Alejandro -Ptolomeo y Seleuco- había generado un vacío en la región que sólo llenaban los señores de la guerra que a su vez protegían, organizaban y financiaban a los clanes, cofradías y hermandades de piratas. Teniendo en cuenta la velocidad a la que se navegaba, Roma estaba aún más «lejos» de aquellos parajes de lo que Madrid o París están hoy del Océano Índico.
Entonces como ahora, la rentabilidad de la captura del cargamento de un barco mercante o, sobre todo, de la toma de rehenes entre sus pasajeros podía ser enorme, dentro de una región tan económicamente deprimida como aquélla. De ahí que los piratas con base en la isla de Farmagusa -unas pocas millas al sur de Mileto- que un día del año 74 a. C. capturaron una galera romana que se dirigía a Rodas creyeron estar tan de enhorabuena. Sobre todo cuando contemplaron con asombro la reacción del joven patricio romano que formaba parte del pasaje, en apariencia tan arrogante y contraria a sus propios intereses como la que mostró la célula de crisis del Gobierno español durante la atolondrada noche del pasado 3 de octubre.
Si el joven romano salió diciendo que no sabían a quién tenían por rehén, que él valía bastante más que esos 20 talentos que pedían sus captores, el Gobierno español detuvo a dos piratas que eran parte del operativo del secuestro y al traerlos a la Península los convirtió en el caballo de Troya que -mediante la presión a través de las familias de los marineros del Alakrana- permitiría transformar la liberación de los tripulantes en una imperiosa necesidad política para un ejecutivo altamente cuestionado por su ineptitud. En uno y otro caso era la víctima la que de forma tan unilateral como aparentemente innecesaria subía el precio del rescate. Con pardillos así da gusto ser pirata.
Pero los corsarios de Farmagusa no sabían dónde se habían metido. El joven patricio romano se llamaba Cayo Julio César y a sus 25 años iba a proporcionar a la posteridad lo que Adrian Goldsworthy describe en su monumental biografía editada por La Esfera de los Libros como la primera «exhibición de su audacia, determinación, rapidez de acción e implacable habilidad». Tras acordar un rescate de 50 talentos -¿por qué no decir que unos cuatro millones de dólares de ahora?-, César envió a sus acompañantes a recolectar el dinero entre las colonias romanas de las inmediaciones y permaneció con los piratas en un entorno de barcos anclados junto a la costa, hogueras nocturnas en la playa y minúsculas agrupaciones urbanas muy similar al de las inmediaciones de la actual Haradhere.
Con su vida garantizada por tan altas expectativas de lucro, el joven romano dejó pasar el tiempo, dedicándose relajadamente a escribir y confraternizar con los piratas. No llegó a lanzarles soflamas sobre la Alianza de Civilizaciones, pero sí declamaba ante ellos piezas oratorias y poemas. Plutarco cuenta que en ese clima de confianza les llamaba «bárbaros analfabetos» y que llegó a decirles, entre risas y chanzas, que cuando terminara todo aquello «les ahorcaría». Ellos se lo tomaban a broma y le iban cogiendo afecto. Era algo así como si el embajador Martín Cinto hubiera transmitido a través del Gobierno de Somalia que Abdu Willy y su colega se pudrirían durante 40 años en la cárcel y que de Haradhere no quedaría piedra sobre piedra. Con bromistas tan simpáticos da gusto ser pirata.
Puesto que la city y los bufetes de Mileto funcionaban entonces con más eficacia que los de Londres ahora y no había ningún CNI de por medio que se complicara la vida lanzando el dinero en paracaídas, bastaron 38 días, en vez de 47, para que la negociación culminara con éxito, los 50 talentos fueran recolectados y entregados y César quedara en libertad. No es demasiado aventurado presumir que se despidió con grandes abrazos de sus captores, cual si de un precursor del síndrome de Estocolmo se tratase. Pero tan pronto como volvió a ser dueño de sus actos, la máscara de la amabilidad se desprendió de su rostro y dio paso al más severo de los rictus, cejas incluidas.
Apenas puso pie en tierra firme, César organizó una escuadra improvisada y volvió con ella a Farmagusa, en cuyas playas los piratas aprovechaban su dinero fresco para entregarse al alcohol, los estupefacientes y las mujeres en una bacanal similar a la que estos días ha tenido lugar en Haradhere y que sólo grandes reporteros como Raúl del Pozo o David Gistau hubieran podido describir en toda su desenfrenada exuberancia. Desprevenidos como estaban, los piratas fueron presa fácil de César, quien en un primer momento los encerró en la cárcel de Mileto y, al detectar que el gobernador romano de Asia Menor, un tal Marco Junco, se doblaba con la misma ambigüedad que el mando de la operación Atalanta, ordenó crucificarlos por su cuenta y riesgo. Fue algo parecido a lo que en abril del año pasado hicieron los franceses con los secuestradores del velero Ponant: primero pagaron el rescate y, cuando los rehenes estuvieron a salvo, seis helicópteros asaltaron el reducto de los piratas, matando a tres corsarios, apresando a media docena y recuperando gran parte del dinero.
César tuvo, eso sí, un buen detalle con quienes habían sido sus compañeros de juegos y tertulia durante casi mes y medio al ordenar estrangularles antes de exhibirlos en la cruz, ahorrándoles así una lenta y dolorosa agonía. Ese gesto le valió el relato aprobatorio de Suetonio en el que se cimentó el mito de su magnanimidad y clemencia. Glosando tal opinión, el propio Montaigne, profundo admirador de César, subrayaría que era «benévolo en sus venganzas», pues «se limitaba a matar a quienes le habían producido ofensa». «Jamás hombre alguno mostró más moderación en la victoria, ni más resolución en la fortuna adversa», escribiría en otro capítulo de su Libro Segundo el autor de los Ensayos.
La traición de César a los términos más o menos explícitos de su pacto con los piratas y sobre todo la doblez de su conducta no debió desmerecer para nada esa buena opinión de Montaigne pues, hablando de otra cosa, cita un conocido pasaje de La Eneida de Virgilio -«Valor o engaño, si es con el enemigo todo es uno»- e invoca el retrato que Plutarco hace del comandante espartano Lisandro para alegar que «allí donde la piel del león no basta, se ha de coser un retazo de la del zorro». Y en otro momento ensalza al también espartano rey Cleómenes, que «habiendo pactado una tregua de siete días con los habitantes de Argia, a la tercera noche cargó contra ellos cuando estaban dormidos y los derrotó, alegando que en la tregua no se había hablado para nada de las noches».
Nadie vertería por lo tanto el menor de los reproches ni contra el Gobierno, ni contra la Fiscalía, ni contra la Audiencia si, por arte de birlibirloque, la calificación penal de los dos piratas que han de ser juzgados en España pasara a incluir la asociación ilícita, de forma que sus condenas alcanzaran los tropecientos años y un súbito ataque de amnesia borrara cualquier promesa de indulto o cumplimiento de la pena en Somalia. Los compromisos contraídos bajo el estado de necesidad -y la semana pasada vine a convenir que en esa situación extrema estábamos- dejan de obligar a quien los asume en el momento en que desaparece el cañón de la pistola que le apunta.
Siempre nos estaríamos quedando en todo caso muy lejos de lo que hubiera sido deseable, justo y necesario: que en el mismo momento en que concluyó el secuestro nuestros helicópteros hubieran actuado tan a tiempo y con tanta capacidad resolutiva como lo hicieron los franceses para dejar las cosas en su sitio. ¿Se imaginan lo diferente que sería hoy la reputación del joven César si el relato de su peripecia hubiera concluido con el fracaso de su acción de castigo por llegar «dos minutos tarde» al lugar en el que estaban los piratas -como alegan los mandos militares españoles que ha ocurrido ahora- o porque la falta de puntería de sus soldados o la ambigüedad de sus propias órdenes hubiera permitido a todos los corsarios huir inermes? Y desde luego nadie le ensalzaría si su única reacción al quedar en libertad hubiera sido proponer que Roma contribuyera a formar un cuerpo de policía en Cilicia para evitar futuros secuestros.
Si el historiador Velleius Paterculus, que glosó en tiempos de Augusto y de Tiberio el contraste entre la resolución de César y la debilidad de Marco Junco, viviera hoy, seguro que establecería la misma comparación entre la muy distinta respuesta de los gobiernos de Sarkozy y Zapatero frente a unos hechos casi idénticos.
Respecto a la razzia ordenada por el primero, basta el diagnóstico de Goldsworthy sobre el golpe de mano de César: «No tenía autoridad legal para hacerlo -excepto el eterno derecho de persecución en caliente-, aunque era poco probable que alguien cuestionara la ejecución de un grupo de salteadores». Y respecto a las restricciones impuestas desde Madrid -con los protocolos de la operación Atalanta como coartada- para que se disparara contra el esquife sin causar el menor rasguño a sus tripulantes, sólo puede añadirse que unos cuantos difuntos seguirían vivos si se hubiera tratado con el mismo miramiento a cuantos se han saltado alguna vez un control de carreteras de la Guardia Civil. Pero es que a los piratas sólo se les puede disparar en legítima defensa y al parecer eso no incluye impedir que huyan con un botín obtenido a punta de metralleta. Insisto: con pardillos así, da verdadero gusto ser pirata.
La admiración por el comportamiento de César durante ese primer episodio que salió a su encuentro para poner a prueba su resolución y capacidad de liderazgo se ha transmitido de generación en generación desde aquel siglo primero en el que otro historiador, Valerio Máximo, lo presentaba como ejemplo de que los hechos del pasado podían servir para educar en la virtud a los jóvenes romanos, hasta la época actual. Al margen de los elogios de un Goldsworthy o un Christian Meier -el autor alemán se asombra ante la «energía» y la «audaz eficacia» que a una edad tan temprana despliega su biografiado-, merece la pena rastrear a través de la obra de Maria Wyke Caesar, a life in western culture la forma en que el lance queda reflejado en las novelas policiacas que Steven Saylor sitúa en la antigua Roma, en series televisivas como Xena, la princesa guerrera e incluso en juegos de ordenador como el lanzado en 1998 por Microsoft dentro de su serie Age of Empires.
Puesto que en definitiva nadie ha cuestionado la veracidad de un relato que en algunos de sus pasajes no pudo tener como fuente sino al propio César -en eso consiste la credibilidad: cuentas cómo pasó y todo el mundo da por hecho que fue así; o sea, lo contrario de lo que les pasó el miércoles a la ministra y al Jemad, considerados falaces por el 89% de nuestros internautas-, la gran ventaja de los juegos de ordenador es que siempre incluyen desenlaces alternativos. Por su actualidad política no me resisto a reproducir el texto que aparece en éste de Microsoft -The Rise of Rome- cuando el jugador al que le toca desempeñar el papel de César no consigue estar a la altura del original:
«Los piratas se han burlado de tu jactancia de que volverías para erradicarlos. Roma está disgustada pero, puesto que pagaste personalmente la expedición, no habrá recriminaciones. El encargo de eliminar a los piratas se le ha dado a un hombre de verdad, Pompeyo. Dedícate a sacarle brillo a su armadura».
Aquí y ahora sí debe haber «recriminaciones» puesto que nuestras fragatas navegan con cargo al presupuesto; y, a falta de otro Pompeyo, el gran reto de Rajoy es explicarnos cómo habría actuado él en una circunstancia así para merecer esa consideración -no necesariamente masculina- de «hombre de verdad». Si consigue convencernos, que Zapatero vaya sacando la bayeta.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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