6 oct 2013

El papa Francisco en Asís


Francisco en Asís
El papa llegó a Asís en helicóptero; el helicóptero parte del helipuerto vaticano, cercano a la estatua de la Virgen de Guadalup
La pequeña ciudad medioeval de Asís, está situada a 190 kilómetros de Roma
En campo deportivo del Instituto Seráfico de Asís el santo padre encontró a niños incapacitados y a enfermos. Después fue la visita privada a la capilla de San Damián, lugar donde san Francisco de Asís rezando al crucifijo escucho la voz que le decía: “Ve Francisco y repara mí casa”.
 A las 11 de la mañana celebró la Santa Misa en la Plaza de San Francisco.
 La homilía del papa: '¿Qué nos dice san Francisco, no con las palabras, sino con su vida?
Al concluir su visita al obispado, el santo padre fue caminando hasta la iglesia de Santa María la Mayor. Desde allí, en coche, se ha desplazado hasta la Basílica Superior de San Francisco donde le esperaban representantes del gobierno y del clero. Tras los saludos, Francisco ha visitado la cripta para venerar la tumba de San Francisco y ha rezado unos minutos.

En la explanada o plaza delante de la basílica inferior de San Francisco, ante una inmensa multitud y miles de personas que seguían el evento a través de las pantallas giantes puestas en la ciudad de Asís, el papa celebró la santa misa. Concelebraron muchos obispos de la región y algunos cardenales. 
Después de la misa el papa bendijo el aceite de la lámpara de la paz.
TEXTO DE LA HOMILÍA (con las improvisaciones)
«Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25).
Paz y bien a todos. Con este saludo franciscano os agradezco el haber venido aquí, a esta plaza llena de historia y de fe, para rezar juntos.
Como tantos peregrinos, también yo he venido para dar gracias al Padre por todo lo que ha querido revelar a uno de estos «pequeños» de los que habla el evangelio: Francisco, hijo de un rico comerciante de Asís. El encuentro con Jesús lo llevó a despojarse de una vida cómoda y superficial, para abrazar «la señora pobreza» y vivir como verdadero hijo del Padre que está en los cielos. Esta elección de san Francisco representaba un modo radical de imitar a Cristo, de revestirse de Aquel que siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2Co 8,9). El amor a los pobres y la imitación de Cristo pobre son dos elementos unidos de modo inseparable en la vida de Francisco, las dos caras de una misma moneda.
¿Cuál es el testimonio que nos da hoy Francisco? ¿Qué nos dice, no con las palabras –esto es fácil- sino con la vida?
1. La primera cosa que nos dice, la realidad fundamental que nos atestigua es ésta: ser cristianos es una relación viva con la Persona de Jesús, es revestirse de él, es asimilarse a él.
¿Dónde inicia el camino de Francisco hacia Cristo? Comienza con la mirada de Jesús en la cruz. Dejarse mirar por él en el momento en el que da la vida por nosotros y nos atrae a sí. Francisco lo experimentó de modo particular en la iglesita de San Damián, rezando delante del crucifijo, que hoy también yo veneraré. En aquel crucifijo Jesús no aparece muerto, sino vivo. La sangre desciende de las heridas de las manos, los pies y el costado, pero esa sangre expresa vida. Jesús no tiene los ojos cerrados, sino abiertos, de par en par: una mirada que habla al corazón. Y el Crucifijo no nos habla de derrota, de fracaso; paradójicamente nos habla de una muerte que es vida, que genera vida, porque nos habla de amor, porque él es el Amor de Dios encarnado, y el Amor no muere, más aún, vence el mal y la muerte. El que se deja mirar por Jesús crucificado es re-creado, llega a ser una «nueva criatura». De aquí comienza todo: es la experiencia de la Gracia que transforma, el ser amados sin méritos, aun siendo pecadores. Por eso Francisco puede decir, como san Pablo: «En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Ga 6,14).
Nos dirigimos a ti, Francisco, y te pedimos: enséñanos a permanecer ante el Crucificado, a dejarnos mirar por él, a dejarnos perdonar, recrear por su amor.
2. En el evangelio hemos escuchado estas palabras: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,28-29).
Ésta es la segunda cosa que Francisco nos atestigua: quien sigue a Cristo, recibe la verdadera paz, aquella que sólo él, y no el mundo, nos puede dar. Muchos asocian a san Francisco con la paz, pero pocos profundizan. ¿Cuál es la paz que Francisco acogió y vivió y nos transmite? La de Cristo, que pasa a través del amor más grande, el de la Cruz. Es la paz que Jesús resucitado dio a los discípulos cuando se apareció en medio de ellos (cf. Jn 20,19.20).
La paz franciscana no es un sentimiento almibarado. Por favor: ¡ese san Francisco no existe! Y ni siquiera es una especie de armonía panteísta con las energías del cosmos… Tampoco esto es franciscano, tampoco esto es franciscano, sino una idea que algunos han construido. La paz de san Francisco es la de Cristo, y la encuentra el que «carga» con su «yugo», es decir su mandamiento: Amaos los unos a los otros como yo os he amado (cf. Jn 13,34; 15,12). Y este yugo no se puede llevar con arrogancia, con presunción, con soberbia, sino sólo se puede llevar con mansedumbre y humildad de corazón.
Nos dirigimos a ti, Francisco, y te pedimos: enséñanos a ser «instrumentos de la paz», de la paz que tiene su fuente en Dios, la paz que nos ha traído el Señor Jesús.
3. Francisco inicia el Cántico así: «Altísimo, omnipotente y buen Señor… Alabado seas… con todas las criaturas» (FF, 1820). El amor por toda la creación, por su armonía. El Santo de Asís da testimonio del respeto hacia todo lo que Dios ha creado y como Él lo ha creado, sin experimentar con la creación para destruirla; ayudarla a crecer, a ser más hermosa y más parecida a lo que Dios ha creado. Y sobre todo san Francisco es testigo del respeto por todo, de que el hombre está llamado a custodiar al hombre, de que el hombre está en el centro de la creación, en el puesto en el que Dios – el Creador – lo ha querido, sin ser instrumento de los ídolos que nos creamos. ¡La armonía y la paz! Francisco fue hombre de armonía, un hombre de paz. Desde esta Ciudad de la paz, repito con la fuerza y mansedumbre del amor: respetemos la creación, no seamos instrumentos de destrucción. Respetemos todo ser humano: que cesen los conflictos armados que ensangrientan la tierra, que callen las armas y en todas partes el odio ceda el puesto al amor, la ofensa al perdón y la discordia a la unión. Escuchemos el grito de los que lloran, sufren y mueren por la violencia, el terrorismo o la guerra, en Tierra Santa, tan amada por san Francisco, en Siria, en todo el Oriente Medio, en todo el mundo.
Nos dirigimos a ti, Francisco, y te pedimos: Alcánzanos de Dios para nuestro mundo el don de la armonía, la paz y el respeto por la creación.
No puedo olvidar, en fin, que Italia celebra hoy a san Francisco como su Patrón. Y felicito a todos los italianos, en la persona del Jefe del Gobierno, aquí presente. Lo expresa también el tradicional gesto de la ofrenda del aceite para la lámpara votiva, que este año corresponde precisamente a la Región de Umbría. Recemos por la Nación italiana, para que cada uno trabaje siempre para el bien común, mirando más lo que une que lo que divide.
Hago mía la oración de san Francisco por Asís, por Italia, por el mundo: «Te ruego, pues, Señor mío Jesucristo, Padre de toda misericordia, que no te acuerdes de nuestras ingratitudes, sino ten presente la inagotable clemencia que has manifestado en [esta ciudad], para que sea siempre lugar y morada de los que de veras te conocen y glorifican tu nombre, bendito y gloriosísimo, por los siglos de los siglos. Amén»
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San Francisco de Asís, Fundador de los franciscanos. 
Madrid, 04 de octubre de 2013 (Zenit.org) Isabel Orellana Vilches | 802 hitos
Hoy esta sección de ZENIT honra junto a toda la Iglesia, a esta figura gigantesca, cuya trayectoria espiritual tiene un influjo de incuestionable riqueza en la historia, la ciencia, la música, la poesía, la naturaleza y el arte, entre otras disciplinas. Además de fundador, este dechado de virtudes fue peregrino en distintos países, apóstol en el Oriente, un hombre de paz. El patrimonio que ha legado San Francisco de Asís a la Iglesia es inmenso. Su irrupción en la misma y en la sociedad fue un regalo del cielo en una época socio-política y eclesial compleja, la de la Edad Media en la que le tocó vivir. El prestigioso franciscanista P. Enrique Rivera ha explicado el alcance de la respuesta del Poverello al secularismo actual a través de tres grandes vertientes: sociología, historia y pensamiento. A la ausencia de Dios respondió con el testimonio de su íntimo diálogo con Jesús, cuya cumbre alcanza ante el Cristo de san Damián y en el monte Alverna.
Nació en Asís, en 1182. Era hijo del rico comerciante de tejidos Pietro di Bernardone y de la noble Pica. Le bautizaron con el nombre de Juan. Se formó con los canónigos de la parroquia y fue asiduo al hospital de San Jorge. Aunque procedía de una familia pudiente, a los 14 años ayudaba a su padre en la tienda. Después se fue desvinculando del compromiso laboral y de sus estudios, que no casaban con sus proyectos de vida desenfadada a la que se entregó de lleno. Era un líder nato un tanto inconformista; un idealista en extremo, aunque todavía no sabía cómo encauzar sus sueños. Exhibía por la ciudad sus dotes poéticas y musicales, siguiendo la estela trovadoresca con la que emulaba a los caballeros. Por un lado, disipaba el dinero, y por otro, daba limosna a los pobres.
En 1198 se desató un grave conflicto entre la burguesía y los nobles de Asís, solventado con la instauración del régimen comunal. Se implicó en el litigio, luchó contra Perusa y fue apresado. Durante unos meses soportó el rigor de la prisión, y tras su liberación, en 1204 cayó enfermo. Fueron instantes de reflexión preparatorios para dar un vuelco decisivo a su vida. En 1205 se propuso luchar en Puglia según vio en un sueño, pero en Espoleto una fuerza interior le instó a regresar. Se dijo: «Señor, ¿qué quieres que haga?», aunque de momento siguió con sus costumbres. Pero Dios se hizo notar en su corazón ese mismo año invadiéndole con gran dulzura. La prodigalidad con los pobres y su compasión hacia ellos comenzaron a adueñarse de él. Su oración vivificaba un amor que iba in crescendo. Rogó a Dios su ayuda, y Él le exigió la total donación de sí; debía elegir lo que más le costase. Una vez se vio frente a un leproso, y superó su repugnancia besándolo; lo tomó como un don del cielo. A continuación, experimentó un intenso aborrecimiento de su vida pasada y se dispuso a iniciar un camino sin retorno. Se puso al servicio de estos enfermos y compartió con ellos su vida.
 Un fuego interior le consumía. La necesidad de oración y soledad eran cada vez más intensas, y se redoblaban las pruebas. Luchó contra sí mismo y obtuvo el don de la fidelidad. El Cristo del crucifijo de San Damián le pidió que reparara su Iglesia. Entendió que se refería a la ruinosa capilla, y en Foligno vendió su caballo y mercancía del establecimiento paterno obteniendo los recursos para restaurarla. Se afincó en San Damián sin contar con la venia de su progenitor, que montó en cólera. Puesto en la tesitura de elegir, se abrazó a la pobreza, desprendiéndose de sus vestiduras ante el prelado de Asís. Previamente, su frustrado padre lo había mantenido recluido y golpeado, sin vencer su voluntad.
 En 1208 escuchó en misa el texto evangélico de (Mt 10, 5-15), y se lo aplicó. Vio que el desprendimiento absoluto y la penitencia eran su destino; en ello se encerraba la idea de restauración. Se vistió con una humilde túnica ceñida con un cordón y se hizo pobre con los pobres en medio del desprecio y mofas de sus conocidos, con la alegría de verse convertido en un mendigo. En la Porciúncula se congregaron numerosos jóvenes que querían seguir esa vida de penitencia. Con ellos fundó la Orden de Frailes Menores, aprobada por Inocencio III. Su saludo era: «La paz del Señor sea contigo». Amaba tanto a la Virgen que puso su obra bajo su protección, y como recuerda su biógrafo Celano: «cobijó bajo sus alas a los hijos que debía abandonar para que Ella los favoreciese y auxiliase».
 Encarnaba fielmente el Evangelio. Se acusaba de sus faltas y se castigaba públicamente. Inundado de gozo multiplicaba por todas las vías los dones que iba recibiendo. «¿Qué son los siervos de Dios –decía a sus frailes– sino juglares suyos que deben levantar los corazones de la gente y entusiasmarlos con su alegría espiritual?». En 1212 santa Clara se unió a su carisma dando lugar a la fundación de las clarisas. En 1224, hallándose en el monte Alverna, recibió los estigmas de la Pasión, y antes el don de milagros y de profecía. Devotísimo de la Eucaristía, fue agraciado con numerosas revelaciones. Lidió con graves problemas dentro de su Orden, y sufrió extremadamente con los estigmas y la grave lesión ocular padecida en los últimos años de su vida.
 Casi ciego en 1224 compuso el bellísimo Cántico de las criaturas. Era una consecuencia inmediata del amor que sentía por Dios; las criaturas son reflejo de la perfección divina. Y ante este espectáculo de la creación entera elevó su cántico a Dios Padre. Así es como vivió la presencia de la paternidad de Dios en todas las criaturas, a las que trataba como hermanas. Sin embargo, esta peculiar ternura del Poverello hacia los seres irracionales en los que percibía alguna semejanza con Dios no ha sido bien comprendida. Pero ahí están magníficos estudios, rigurosos como los del mencionado Rivera de Ventosa, que permiten constatar cuán lejos estaba el santo de concepciones panteístas, hinduistas o románticas, como a veces se ha afirmado. 
Murió en el suelo el 3 de octubre de 1226. Gregorio IX lo canonizó el 16 de julio de 1228.
(04 de octubre de 2013) © Innovative Media Inc.

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