2 feb 2014

El instrumento principal/SAMUEL MÁYNEZ CHAMPION


El instrumento principal/SAMUEL MÁYNEZ CHAMPION
Revista Proceso # 1944, 1 de febrero de 2014.
“Contra el caos que somos…”
A la imperecedera memoria de José Emilio Pacheco.

Desde su origen careció de pabellón y estuvo formado por un cuerpo doble; el tubo más largo podía llegar a tener una longitud tres veces superior con respecto al inferior. Éste tenía orificios para la digitación, mientras que el segundo carecía de ellos. Se clasifica, en breve, como un aerófono de tubo cilíndrico y lengüeta sencilla. En cuanto a su genealogía hay varias teorías que lo emparentan con el oboe, y en diversas partituras del barroco se le asigna un papel equiparable al de la trompeta o al del clarín, de ahí la etimología de su nombre: clarinete. En cuanto a la fecha de su innovación se habla de principios del siglo XVIII por obra del constructor de Nüremberg Johann Christoph Denner (1655-1707).
 Como dato probatorio es de anotar que el primer documento donde aparece el término es una factura del taller de Denner para el ayuntamiento de Nüremberg de 1710. En ella se estipula que el precio pagado por dos clarinetes fue de 15 florines. Tocante a la evolución de su repertorio son de citar las aportaciones de Telemann, Vivaldi y Rameau, junto a las que se produjeron para la famosa orquesta de Manheim a cargo de los Stamitz, no obstante, quien descubrió y revolucionó su verdadero caudal artístico fue Wolfgang Amadeus Mozart y a ello hemos de atenernos.
La tonalidad

Es difícil hallar consenso sobre las equivalencias visuales de las tonalidades musicales, empero, es un hecho incontrovertible que, como su nombre lo dice, cada una de ellas emite un color específico que se aprehende con los oídos, de acuerdo a la frecuencia vibratoria. Así, para muchos, la tonalidad de “La” mayor vibra dentro de la gama de los violetas y el púrpura y por los afectos que suscita puede adscribírsele a los sentimientos que se desprenden de la plenitud amorosa. Tampoco es de excluir que los tres sostenidos que conforman su armadura estén relacionados con la honda simbología que reviste el número tres para la masonería y para los dos músicos implicados.
El responsable indirecto
Hacia diciembre de 1784 el virtuoso del clarinete Anton Stadler (1753-1815) ingresa en la logia francmasónica Zur Wohltätigkeit (La beneficencia) de Viena, donde traba amistad con Mozart, quien se incorpora en la misma fecha. Ambos hubieron de someterse a las exigencias del rito logrando su ascenso de forma paralela. Una vez admitidos como aprendices superaron los Tres viajes de la iniciación en pos del descubrimiento de la Luz. A los dos les fueron concedidos los Tres grados de la Orden –aprendiz, compañero y maestro– acatando sus preceptos básicos, es decir, escalar los Tres peldaños en dirección hacia el Oriente, los cuales representan la Fuerza, la Belleza y la Sabiduría como requisito irrenunciable para el perfeccionamiento espiritual. En cuanto músicos de la Orden, entrambos creyeron a pie juntillas que su deber era crear obras que «inocularan sentimientos de humanidad, sabiduría, paciencia, virtud, honestidad, lealtad y libertad.” En esos años donde se forja la amistad y compañerismo recíprocos, a Stadler se le ocurre añadirle una prolongación al instrumento –el clarineto di basseto– para que expanda su registro grave. Para este tipo de instrumento y para este destacado intérprete, Mozart compone en septiembre de 1789 el quinteto para clarinete y cuerdas y en octubre de 1791 el concierto en “La” mayor para clarinete y orquesta Kv. 622.
La obra maestra y su genitor
Como era su costumbre, Mozart se sentó a escribir en un lapso sorprendentemente breve –no le llevó más de cuatro días– la partitura del quinteto para que su cófrade y camarada Stadler pusiera en muestra sus dotes. Es de resaltar que, también como era la norma, en la partitura mozartiana no hay errores ni enmendaduras; toda fue concebida de un tirón y con cada una de sus notas determinadas con perfecta antelación en la mente del compositor. Por la belleza de su estro melódico y por la fascinación, casi sensual, de las sonoridades obtenidas nadie duda que se erija como una de las cúspides de las obras cameristicas de todos los tiempos. El clima inmaterial del discurso sonoro y la abstracción de la forma hace pensar en el estilo operístico tardío del genio de Salzburgo, particularmente obvias en el Cosí fan tutte (Así hacen todas…) de enero de 1790. Cierto, las notables posibilidades dinámicas y expresivas del clarinete, así como su agilidad en el fraseo, fueron decisivas para estimular la más fervorosa inventiva mozartiana. Y a las pruebas y a las glosas hay que remitirse.
La glosa poética
En el poemario Los trabajos del mar publicado por Editorial Era en 1983, José Emilio Pacheco dejó una de las tantas constancias de su amor por la música y, en específico, por la obra de Mozart. El título es sucinto y en su contenido se condensa la inconmensurable sensibilidad melódica del poeta, no en balde su corpus literario refulge por la tensión musical de sus palabras:
Mozart: Quinteto para clarinete y cuerdas en “La” mayor Kv. 581.
La música llena de tiempo brota y ocupa
el tiempo.
Toma su forma de aire, vence el vacío
con su materialidad invisible. Crece
entre el instrumento y el don
de tocar realmente su cuerpo de agua,
fluidez que huye del tacto, manantial que
ninguno
puede asir,
porque inmovilizada sería silencio la
música.
La corriente de Mozart tiene
La plenitud del mar y como él justifica el
mundo.
Contra el naufragio y contra el caos que
somos
se abre paso en ondas concéntricas
el placer de la perfección, el goce absoluto
de la belleza incomparable
que no requiere idiomas ni espacios.
Su delicada fuerza habla de todo a todos.
Entra en el mundo y lo hace luz resonante.
A través de Mozart y en Mozart habla la música:
nuestra única manera de escuchar
el caudal y el rumor del tiempo.

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