18 may 2014

Sobre ¿Cuánto vale una madre?


Sobre ¿Cuánto vale una madre?
Revista Proceso # 1959, a 17 de mayo de 2014
 PALABRA DE LECTOR
De Juan Guillermo Figueroa Perea
 Señor director:
 Permítame publicar las siguientes líneas, dirigidas a Sabina Berman, en referencia a su artículo ¿Cuánto vale una madre?, aparecido en Proceso 1958.
 Estimada Sabina: 
En un punto de su texto, escribió: “5. Si usted ha seguido leyendo hasta este número 5 de esta entrega, es muy probable que sea una madre. O una mujer que se imagina en un futuro como madre. Y es muy probable que si es hombre no haya leído hasta acá. Porque la cultura lo protege a usted de obligaciones concretas hacia las madres con un velo de olvido. Usted presiente la amenaza de un torrente de nuevas obligaciones si usted recuerda lo que tras ese olvido existe. ¿Es usted hombre y ha seguido leyendo? Es usted una excepción admirable…”.

Yo le confieso que nunca interrumpí mi lectura ni me pregunté si debiera hacerlo. Me pregunto, en cambio, por qué la necesidad de estereotipar a las mujeres como madres y a algunos hombres como posibles lectores. No pretendo generar una discusión innecesaria, sino invitarla a cuestionarse: ¿En realidad se imagina que los varones no nos preguntamos sobre estas experiencias reproductivas de las mujeres? ¿Será que las mujeres se preguntan sobre aquello que –según se enseña socialmente– los hombres deben cumplir al ser progenitores? ¿Qué tal si nos contamos constructivamente lo que vemos y vivimos?
 Por lo mismo, no creo que como uno de sus lectores sea “una excepción admirable”. Mejor evitemos clasificaciones que pueden caer en esencialismos, y conversemos sobre algunas tensiones y contradicciones en las experiencias de ser madre y de ser padre, sin necesidad de asumir un solo tipo de arreglos de convivencia.
 Coincido con su conclusión de que “ningún regalo mejor para las madres que quitar el velo de amnesia social que cubre su trabajo”, pero me gustaría evaluar los aportes de ambas partes, documentando casos críticos derivados de no cuestionar estereotipos y de no negociar intercambios más equitativos.
 Me parece necesario problematizar el supuesto de que “el afecto (de las madres) es de vida o muerte”, ya que eso reproduce lecturas biologicistas que acaban justificando expectativas excluyentes de género. De ser así, ¿qué aportan los progenitores en este proceso de construcción de nuestras respectivas identidades? ¿Es meramente secundaria su influencia?
 Uno de los migrantes hondureños que quiso reunirse con Peña Nieto para hablar de las riesgosas condiciones en las que se mueven en el territorio mexicano comentaba que se quedó dormido en el tren llamado La Bestia y por ello perdió una pierna. En tales condiciones no quería ver a su familia pues sentía que “los había defraudado”. Otro hombre reconoció en un estudio que cuando estaba desempleado no jugaba con sus hijos. ¿La razón? No se sentía con derecho a ello si no aportaba nada económicamente.
 No sugiero calcular “cuánto vale un padre”, ni “cuánto le debe el país a sus hombres”, como lo dice usted en relación con las mujeres, pero sí me parece indispensable construir interpretaciones relacionales, evitando victimizaciones y satanizaciones, con el fin de hacer más lúdica y equitativa la convivencia.
 Le mando saludos y le comento que la leo regularmente.
Atentamente
Juan Guillermo Figueroa Perea
*
Respuesta de Sabina Berman
Señor director:
La siguiente misiva tiene como destinatario al remitente de la carta que antecede.
Estimado Juan Guillermo Figueroa Perea: Le agradezco su amable carta. Creo con sinceridad que los desacuerdos que usted señala dependen de que usted y yo hablamos de la maternidad desde dos lugares distintos. Usted habla desde lo que desearía ver: madres mejor valuadas, padres más activos en su paternidad, hombres y mujeres no atrapados en los viejos estereotipos del patriarcado, una sociedad más igualitaria.
Yo quisiera ver lo mismo, pero en el artículo ¿Cuánto vale una madre? elegí hablar no desde el deseo, sino de lo que observo en el mundo tal y como es. Le pongo un ejemplo. Estima usted que estoy estereotipando a los hombres cuando digo que la mayoría de los padres aporta menos tiempo que las madres a sus hijos y al trabajo del hogar. Le respondo: ojalá no fuera así, pero lo dicen los datos duros de las encuestas del Inegi. Según éstos, hoy en el país la mitad de los trabajadores son mujeres y la mitad hombres, sin embargo el tiempo que los hombres en promedio dedican al hogar y a sus hijos es de 12 horas semanales, mientras las mujeres dedican en promedio a estos asuntos la friolera de 37 horas semanales. Es decir, aunque igual cantidad de mujeres y hombres trabajan fuera de sus casas, hoy mismo las mujeres siguen haciendo tres veces más trabajo con los hijos y en el espacio doméstico que los hombres. Ni más ni menos, trabajan en dos trabajos de tiempo completo: uno pagado, el otro no pagado.
Otro ejemplo, particularmente sensible. Usted considera que me equivoco cuando supongo que escribir de un tema de inequidad entre mujeres y hombres me hará perder a la mayoría de los posibles lectores varones, porque, según afirmo, la mayoría de los varones prefieren mantener sus privilegios sin la incomodidad de saberlos cuestionados. Le respondo: Caray amigo, ojalá me equivocara yo y usted estuviera en lo cierto, pero le cuento las evidencias en contra. Cada que he escrito en alguna revista o periódico sobre un tema de desigualdad entre los géneros, mis editores, que han sido hasta hoy siempre varones, han relegado el artículo al final de la publicación: ahí donde están los temas menos relevantes para la sociedad, al borde de la sección de deportes. Y para un dato no periférico, sino directo de cómo los varones suelen invisibilizar la desigualdad, a veces de forma consciente, las más veces de forma inconsciente, le cuento que cada que he tocado esos temas en mi programa de televisión, para el minuto tres he perdido ya a la mitad de los espectadores masculinos. Son datos duros de las empresas que miden el rating.
Los beneficiarios de la injusticia nunca quieren enterarse de lo que padecen sus damnificados. Salvo cuando son personas especiales, tocadas por el amor a la justicia. Por eso acepte mi admiración: es usted un hombre excepcional por interesarse en las desventajas de ser mujer.
Pero cuando por otro lado usted me pide que “problematice” la afirmación de que el afecto de una madre al feto o al bebé recién nacido es un asunto “de vida o muerte”, me deja usted perpleja. Si hasta acá usted igualaba a hombres y mujeres concediéndoles a los hombres virtudes que la mayoría todavía no tienen, ahora los iguala depreciando a las mujeres. Es un hecho biológico: En el vientre el feto vive del alimento que el cuerpo de la madre le da, y su amor o desamor trasmina a ese alimento; y el bebé vive de la leche de su madre y también, según han mostrado experimentos objetivos, de sus caricias. Concedo que las caricias pueda darlas un varón, y también la leche, en un biberón, pero todavía no se conoce el caso o el método de que un varón alimente a un organismo vivo en el espacio intrauterino.
Duele, arde, enerva, embronca hablar de ello, pero el sexismo es una práctica sistémica en nuestro país, que a diario abre la herida de la desigualdad. Y visibilizar el sexismo no es “victimizar” a las mujeres ni “satanizar” a los hombres. Al contrario, a las mujeres, lejos de debilitarnos, observar sus mecanismos nos prepara para enfrentarlos, o esquivarlos, según mejor nos convenga en cada caso. Y a los hombres que aman la justicia, les permite salvarse de ser, por ceguera, injustos.
De nuevo mi admiración a usted.
Atentamente
Sabina Berman

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