4 sept 2016

México aflojó el cuerpo y aprendió a jotear con Juan Gabriel.

Querida en el corazón de México/Antonio Bertrán, periodista y autor del libro Chulos y coquetones. Conversaciones con protagonistas del mundo gay (Ediciones B, 2015).
Reforma, suplemen to, 4 de septiembre de 2017..
ANÁLISIS. La muerte de Juan Gabriel postró a todo el país frente a su legado en un momento paradójico: la embestida conservadora contra una iniciativa que busca ampliar los derechos de la comunidad LGBTI
México aflojó el cuerpo y aprendió a jotear con Juan Gabriel.
 Chaqueta cuajada de canutillos, el prendedor al cuello que, atrevido, suplanta la fálica corbata; de pasito quebrado y melena que se mueve loca; una voz que cimbra el Palacio de Bellas Artes y cualquier palenque, pero, al mismo tiempo, tiene un timbre afectado, el artista no necesitaba frasear más su ser rarito porque "lo que se ve no se pregunta".
 Además, en el reino del mariachi, el "divo" es eufemismo de ser gay.
 Están de más las fotografías que lo exhiben gozador, en los brazos de efebos que ilustran Juan Gabriel y yo, publicado en 1985 por quien se dijo su amigo, confidente y "secretario", Joaquín Muñoz Muñoz, alias Yaki. Un librito mal impreso en los talleres de Praxis y peor escrito por su autor, que con la muerte del ídolo se convertirá en una joyita de la más barata bisutería de la chismografía del corazón. Tan prescindible como este párrafo.

 Durante más de cuatro décadas, Alberto Aguilera Valadez empeñó su talento y encanto para tocar almas al poner sentimientos universales en palabras sencillas y letras pegajosas, sí, pero sobre todo para materializar en sus conciertos por el vasto territorio del supermachismo la máxima fantasía del homosexual: seducir, precisamente, al macho más recalcitrante.
 Cuando alcanzaba la apoteosis de algún show, con esa misma cadencia ascendente de sus canciones, el intérprete que ya había transformado en veneración el morbo con el que lo escrutaban sus iguales soltaba, como un desafío, uno más allá del sombrero de charro en versión floripondio: "¿Quién se quiere casar conmigo?".
 Y los eufóricos "yo" masculinos opacaban los de novias, esposas, amantes y hasta madres que asumían como lógico ver a sus hombres rendidos ante esos pequeños pies calzados con botines de taconcito afeminado. Juanga era, sobre todo, el ídolo de las joteras.
 Hasta el macho por antonomasia, el charro Vicente Fernández, que alguna vez había declarado que el cantautor no le "caía bien" -y que era correspondido-, finalmente sucumbió tras su muerte para decir, al menos de cara al pajarito de las redes sociales: "Cuánto me pesa la partida de Juan Gabriel, un gran artista y un excelente ser humano".
 En las reuniones de ese baluarte para México que nos acabamos de enterar es la familia "natural", después de los tres tequilas del chiste que diferencian al heterosexual del maricón, ¿qué semental herido no ha bajado la guardia del estereotipo viril para cantarle a su "Querida, ven a mí que estoy sufriendo con toda mi alma".
 También es muy probable que en uno de sus faustos cumpleaños, cambiado el cáliz por el vaso jaibolero y el vino de consagrar transubstanciado en el mejor whisky, hasta el homófobo de Onésimo Cepeda haya aflojado el cuerpo para lograr empatía con el verdadero sentir de su grey y cantar: "¿Para qué, para qué, para qué, para qué llorar?... Si solamente una vez se vive".
 Marginal en el centro de los más grandes escenarios del mundo, Juanga se permitió con soltura ese descaro juguetón, muy a lo Salvador Novo, que asombró a otro de su estirpe, el mismísimo Carlos Monsiváis, cuando, durante un concierto en el Auditorio Nacional, cayó una luz de la tramoya y, con la mano en el pecho, soltó: "¡Ay, no me hagan esto que se me espanta la leche!".
 Maestro del timming y del sentimiento más esencial que es capaz de romper la artificial frontera de los géneros, Juan Gabriel también dominó el perreo, esa esgrima verbal de nosotros los jotos que, víctimas de acoso escolar, policiaco y religioso, hemos tenido que desplegar para defendernos con inteligencia y gracia.
 Así, el grito de "¡puto!" que algún "valiente" soltaba amparado por la masa de un concierto, era cogido con donaire por el hombre de labios pulposos y ojos delineados para transformarlo de insulto en el quiu de "Te pareces tanto a mí".
 El mismo agresor no podía dejar de festejar el revire y, tres canciones después, sordo a las más eruditas advertencias de la sexología arzobispal, descubrir que había sido penetrado hasta el fondo, igual que todos los demás, con tal arte y sutileza que no le quedaba más que moverse y gozar al rito de "Vamos al Noa Noa, Noa Noa, Noa vamos a bailar".
 Hombres y mujeres de diversas generaciones, sin importar su preferencia sexual, han terminado bailando en ese mítico, casi utópico "lugar de ambiente, donde todo es diferente". Una alusión al mundo de los lilos porque, en el argot maricón de los 80, se preguntaba: "¿es de ambiente?" para enterarse si alguien era también "del otro bando".
 Los imitadores del Divo de Linares señorean no sólo en los shows travesti de los antros gays, sino incluso en los festejos de grupos de la tercera edad y los pináculos del machismo: los table dance.
 ¿Juan Gabriel como activista sin necesidad de haber ido a una marcha o hacer declaraciones cual líder de opinión a favor de la diversidad sexual?
 El antropólogo Xabier Lizarraga, uno de los iniciadores del movimiento de liberación LGBT en México, matiza en su Facebook: "Hay que distinguir 'movimiento' de 'activismo' y de 'militancia'; Juanga más que activismo fortaleció el movimiento de visibilidad, con repercusiones más sociales, pero menos políticas, a nosotros corresponde hacerlo sexopolítico".
 En esa visibilidad de gran penetración mediática que lo llevó a ser trending topic mundial en los últimos días, se puede considerar como una de sus grandes aportaciones haber puesto sentimentalmente a multitudes en los zapatos de un chico "soñador" que, a los 16 años, empieza a ver a sus amigos "muy sonrientes y felices" porque todos van encontrando el amor. Pero él no y el saberse diferente le provoca una soledad cada vez más "triste y oscura" porque no puede decir y hallar lo que ama. Entonces, esa voz dulce que canta estalla en un desgarrador "¡Yo no nací para amar, nadie nació para mí!".
 Se trata del arquetípico joven homosexual atormentado por la culpa juedeocristiana, que lo lacera y le hace creer que es un ser contra natura, una desviación abominable, despojado del derecho a casarse, formar una familia diversa y, en última instancia, a la felicidad. Cualquier parecido con la realidad actual es mero atentado al Estado laico.
 En el otro extremo de su cancionero, en la más pura expresión del ser gay que en su original acepción inglesa es "alegre", está Debo hacerlo, un verdadero himno a la liberación, el hasta aquí "mi absurda soledad", "porque es que más no puedo, no es bueno, no debo, ¡ay!, no quiero".
 Y, sobre todo, "tengo el derecho de vivir" para lo cual "necesito de un buen amor urgentemente" porque la soledad "deja toda el alma enferma".
 Un clamor fundamentado en un principio irrefutable, esgrimido con rítmica llaneza: "Si en el mundo hay tanta gente diferente, una de esa gente me amará". Y una sola condición ética -no moral- del compositor popular que parafrasea a San Agustín, uno de los padres de la misma iglesia que margina: "Debo hacerlo todo con amor".
 Girando en un pie, la mano izquierda en jarras mientras manotea y hace soleares con la izquierda -¿cacha granizo?-, al centro del escenario el divo grita, pide al público un gritito y otro, está feliz a pesar de ese ser solitario que, dicen, fue desde niño.
 Ha invitado con este himno al público que lo arropa como nunca a "cantar, bailar y vivir". Y, durante 11 minutos y 39 segundos, todo el teatro de Bellas Artes, incluida la Primera Dama Cecilia Occelli, se contonea a imagen y semejanza del artista y su ritmo de "fiesta mexicana".
 Esa gala ya mítica no sólo marcó la entrada de la canción popular al máximo palacio de la cultura, sino también, en la hoy ciudad gay friendly y con "la misma gente" de la élite que es la más discriminadora, de la alta jotería.
 Al abrirse otra vez las puertas del palacio de mármol para Juan Gabriel, no habría necesidad de colocarle una bandera arcoíris, como lo hizo el flautista Horacio Franco con Carlos Monsiváis. Equivaldría a no haberlo visto y tener que preguntar.
 Si hemos de aceptar el lugar común de ilusorio consuelo ante la pérdida, por el que la estrella vive, querida, en el corazón de los mexicanos, que sea para que ese idolatrado jotito que murió por causas cardiacas siga moviendo los sentimiento y nuestra sociedad sea, finalmente, más incluyente y respetuosa con las personas, sin etiquetas, como él mismo decidió presentarse públicamente sin dejar de ser honesto.
 En lugar de repetir ese otro macabro lugar común de que los "grandes" no se van solos, mejor digamos que no deben irse en vano: que su vida y legado sigan siendo un faro para la reflexión del presente y el progreso social.
 Ante el volcán conservador que despertaron las iniciativas del presidente Peña Nieto en favor del matrimonio civil igualitario y la adopción homoparental -que paradójicamente están congeladas por su partido en la Cámara de Diputados-, pensemos que Juan Gabriel fue el padre de cuatro hijos (uno por inseminación artificial y tres adoptados).
 Como miles de familias mexicanas, la suya de origen y la que formó están muy lejos de ser la "natural" contra la que las iglesias y sus huestes dicen que tales iniciativas "atentan", sin explicar cómo. Cuando el verdadero atentado al no conceder la opción de formalizar su amor a todo ciudadano sin discriminarlo, es hacia el derecho a la felicidad de los individuos que por principio debe garantizar un Estado laico.
 Juanga, el icono, el que plasmó como nadie el alma nacional, lo argumenta mejor: "Pero qué necesidad, para qué tanto problema, no hay como la libertad de ser, de estar, de ir, de amar, de hacer, de hablar, de andar así sin penas".

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