30 oct 2016

Proceso. Mi casa intelectual/JAVIER SICILIA

Mi casa intelectual/JAVIER SICILIA
Revista Proceso 2087, 30 de octubre de 2016...
Espero nunca irme de ella. Espero, por el contrario, que cuando me toque salir de este mundo, Proceso siga allí luchando contra la podredumbre del poder.
No es posible hablar de una revista en la que desde hace 20 años colaboro y de la cual celebramos sus 40 años de existencia sin hablar de mi intimidad con ella. La conocí, como el país entero, el 6 de noviembre de 1976, fecha en la que apareció su primera edición. Años atrás, cuando don Julio Scherer García, su director y fundador, dirigía Excélsior, el amor por ella, que allí estaba en germen, me habitaba ya. La razón es profunda: un periódico, una revista, incluso una editorial de libros, no son sólo sitios que llevan un nombre y que, como una casa, reúnen en su interior a un conjunto de personas. Son sobre todo el espíritu de quienes las habitan y de quienes, semejantes a una orden religiosa o a un buen hogar, les imprimen su carisma y su dirección.

El poder, que en ese entonces detentaba Luis Echeverría, no soportó esa libertad y, utilizando a ese tipo de periodistas que viven de la corrupción y la mentira, intentó destruir su alma. Logró así sacar de la casa de Excélsior a Scherer y a su familia, pero no destruirlos. Reagrupados en torno a la investigación periodística, que fue el sello de aquel Excélsior; a su capacidad para expresar, a través de las voces que lo habían conformado, lo que la gente sentía ante la arbitrariedad y el peso del poder; a su compromiso con la verdad en un entorno periodístico cuyo sello era la corrupción y la mordaza, y apoyado por miles de ciudadanos que nos negábamos a ver silenciada esa conquista de la libertad, construyeron una mejor casa: Proceso.
Cuando apareció su primer número yo tenía 20 años. Había seguido con indignación el golpe a Excélsior y al periodismo –en el que me reconocía– y, con asombro y orgullo, la resistencia de don Julio, de Miguel Ángel Granados Chapa, de Vicente Leñero, del padre Enrique Maza, de Rafael Rodríguez Castañeda, del mejor Carlos Marín y de otros colaboradores, para defender la palabra y lograr lo imposible: fundar un semanario político con el mismo corazón y la misma alma que tenían cuando habitaron en Excélsior. Desde entonces, desde el 6 de noviembre de 1976, y como lo hice cada día con el Excélsior que dirigió Scherer, cada fin de semana iba al puesto de periódico a comprar Proceso, y cada mes la revista Vuelta, fundada el mismo año del nacimiento de Proceso y dirigida por Octavio Paz. Vuelta, que se publicaba en el Excélsior de Scherer García con el nombre de Plural, era el otro rostro que el echeverrismo intentó también destruir con el golpe al diario: el de los intelectuales libres.
 Si Proceso era la expresión del periodismo de investigación y de la opinión política, Vuelta era la expresión reflexiva y literaria de los grandes debates nacionales e internacionales. Ambas también eran el triunfo de la libertad de la palabra contra la unilateralidad del poder y de las ideologías totalitarias. Lo que en ellas se decía me asombraba, me hacía reflexionar y me formaba. También, en el aprendiz de escritor que entonces era, producían sueños: escribir en ellas, sueños sin posibilidades de realizarse, porque “los sueños –como decía Calderón de la Barca– sueños son”. Con ellos, sin embargo –yo, que bajo el espíritu tutelar de Albert Camus creía, como lo sigo creyendo, en el escritor engagé–, no dejaba de imitar lo que en el Excélsior de Scherer y en el Plural de Paz se hacía. Así, en los años de preparatoria, antes del golpe a Excélsior, fundé, al lado de los poetas Tomás Calvillo y Fabio Morábito, y de los videastas Eduardo Herrera y Javier Ortiz Tirado, una revista con ese espíritu, Opción, que publicábamos en un mimeógrafo y que nos valió duras reprimendas del entonces director del Instituto de Humanidades y Ciencias (Inhumyc), quien nos hizo cerrarla después de su segundo número.
 Hice con otros y bajo la misma técnica tres revistas más: Liberación, Paradoja y Tabú. Esta última la redactábamos Morábito y yo con diversos pseudónimos. Ya en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en la Facultad de Letras, cuando habían nacido Proceso y Vuelta, durante la gran explosión que mi generación hizo de revistas literarias, fundé, al lado de varios poetas y bajo los consejos Jesús Arellano –quien perteneció a la generación de Rosario Castellanos y que entonces dirigía la imprenta universitaria–, una hoja tamaño oficio doblada en cuatro partes llamada El Telar. En ella publicábamos nuestros poemas y cuentos.
 No volví a hacer otra revista. Sumido en mi trabajo como corrector de estilo y editor en la Dirección de Difusión Cultural de la UNAM y más tarde como jefe de redacción en la de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, escribiendo poemas y ensayos que más tarde publicaría, continuaba leyendo Proceso y Vuelta con admiración y ensueño.
Un día de mediados de los ochenta, poco antes de mi partida a Cuernavaca, Fabienne Bradu me invitó de parte de Paz a colaborar en Vuelta. Una porción de los sueños del muchacho que fui se hacía por fin realidad. Pero la rechacé. Si bien escribir en ella había sido uno de mis sueños, si bien admiraba y no dejo de admirar al poeta y ensayista Octavio Paz, su personalidad, que tendía al caciquismo, al control, a la arbitrariedad y a la mezquindad literaria, me repugnaba. Además, lo había atacado duramente en un ensayo en el que revivía una vieja polémica en la cual Emma­nuel Carballo demostró que Octavio Paz le había plagiado su tesis sobre el Complejo de la Malinche a Rubén Salazar Mallén, mi amigo y uno de mis maestros más queridos. No pensaba retractarme ni traicionar a don Rubén.
 Con esos sueños inconclusos me fui con mi familia a vivir a Cuernavaca. Allí, mientras trabajaba como editor en el Instituto Mexicano de Tecnología del Agua (IMTA), fundé al lado de otros compañeros la revista Ixtus, influida por la revista Esprit de Emmanuel Mounier y las reflexiones que nos suscitaba el pensamiento de Lanza del Vasto y el de Iván Illich, una revista que duró muchos años y que publicó 62 números, una revista espejo de Vuelta, pero en otro orden de reflexión, y de escaso tiraje. En ese entonces Ignacio Solares me invitó a colaborar en las páginas del suplemento de la revista Siempre!, México en la Cultura, y Huberto Bátis en el del Unomásuno, Sábado.
 Si Ixtus era mi lugar natural y la realización de los sueños que me suscitó Vuelta –más tarde, cuando cerró Ixtus, haría otra, Conspiratio, que duró 15 números–, esos suplementos me permitían acercar mi reflexión a un público mayor. Sin embargo, ellos, de naturaleza literaria, no me permitían expresar mis argumentos políticos como yo deseaba y como lo había hecho Albert Camus en Combat. Ese lugar continuaba llamándose para mí Proceso y seguía estando muy lejos de mí, en el lugar de los sueños que no habían encontrado su realidad.
 A mediados de los noventa, en el periodo en el que don Julio, Vicente Leñero y Enrique Maza dejaron equivocadamente la dirección de Proceso en manos de un triunvirato: Rafael Rodríguez Castañeda, Carlos Marín y Froylán López Narváez, este último me llamó por teléfono. Siguiendo el ejemplo de los fundadores, buscaban abrir las páginas de Proceso a los jóvenes y decidieron invitarnos a mí y al finado Carlos Montemayor a las páginas de análisis. Me emocioné. Esa propuesta no la rechazaría nunca. Froylán me citó junto con Montemayor y Carlos Castillo Peraza, que ya entonces colaboraba en Proceso, a cenar a La Casserole, donde se formalizó la invitación. Semanas después, don Julio, quien sabía de mí por Leñero, Carlos Castillo Peraza y Froylán, me invitó a cenar en el mismo sitio. Quería dar su visto bueno. La emoción creció en mí: conocería a uno de los hombres cuyo ejemplo, cuya fidelidad a la libertad de expresión y cuya capacidad de resistencia habían hecho parte de mi formación. No sólo nos simpatizamos, nos hicimos amigos. Había encontrado por fin, al lado de Ixtus y de lo que fue Conspiratio, mi casa intelectual. Los sueños que habitaron al muchacho de 20 años se habían encarnado por completo.
 Desde entonces, a lo largo de 20 años –la mitad de la vida de Proceso– no he dejado de escribir en sus páginas, de pensar desde ellas la vida del país, de sentir a cada uno de sus miembros como mis hermanos y, cuando aún vivían don Julio, Leñero y Maza, como mis padres. Junto a ellos he vivido y superado muchas crisis: las del poder, que desde la fundación de Proceso ha buscado siempre someterlo o destruirlo; la de la competencia de los medios libres, que habrían sido impensables sin la resistencia de Proceso; la de la revolución de los medios electrónicos, y, la más dura de todas, la que a finales de los noventa sufrió con el nombramiento de Rodríguez Castañeda como su director.
 El triunvirato, que en 1996 substituyó la dirección de don Julio y de sus colaboradores fundamentales, fracasó: los celos, las diferencias y los roces connaturales a un triunvirato habían sumido a la revista en una ausencia de dirección y en una crisis económica. En 1999 se optó por la mejor decisión: nombrar a Rodríguez Castañeda como único director. La ruptura se consumó. Marín y López Narváez se separaron y exigieron su indemnización. Sin embargo, y por desgracia, también un espíritu de venganza los poseyó. Recuerdo que Froylán y Marín nos citaron a muchos de los nuevos colaboradores en un restaurante de Insurgentes. Allí nos hablaron de una manipulación en la elección de Rodríguez Castañeda, de un complot contra Marín quien, según ellos, debía ocupar la dirección, y nos pedían que renunciáramos en solidaridad con ellos. Me molestó profundamente. “Ustedes –les dije– quieren destruir Proceso y no voy a colaborar en esa venganza. Me quedo en la revista”. Froylán se enfadó: “Recuerda que yo te contraté”, me dijo. “Te equivocas, Froi –le respondí–, me contrató Proceso. Tú confundes la amistad con la complicidad, y si soy tu amigo no soy tu cómplice, mucho menos en esta chingadera”. Marín se levantó y, mientras se retiraba, me mentó la madre con una seña. Yo también me levanté y me fui. Froylán me retiró el habla durante años. Marín aún permanece mudo y sumido en su rencor.
 Han pasado casi 20 años de aquel artero intento por destruir desde su interior a Proceso. No se logró, como 20 años atrás no se logró destruir el indómito espíritu de Scherer y de sus colaboradores en Excélsior. Arropada por Scherer, Leñero y Maza, dirigida certeramente por Rodríguez Castañeda y sostenida por su espléndido equipo de reporteros, fotógrafos y analistas, la revista se fortaleció y sigue siendo un referente nacional de la libertad de prensa y del más alto periodismo político. Espero nunca irme de ella. Espero, por el contrario, que cuando me toque salir de este mundo, Proceso siga allí luchando contra la podredumbre del poder. Ella, la revista a la que amé desde un principio, es, como he dicho, parte de mi casa: me abrió sus puertas, le dio realidad a mis sueños y nunca me ha dado la espalda. En el momento más espantoso de mi vida: el asesinato de mi hijo Juan Francisco y de sus amigos, Proceso salió inmediatamente a dar la cara por mí, por mi familia y por mi hijo. Durante los dos años en que el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) recorrió la nación entera y varias ciudades de Estados Unidos; también dialogo con los poderes de la nación, dándoles voz a las víctimas y trazando una ruta para la paz y la justicia que, para desgracia del país, nunca se asumió; Proceso, en la pluma de José Gil Olmos y las imágenes de Germán Canseco, estuvo presente en cada paso, en cada discurso, en cada palabra, en cada triunfo y en cada fracaso. Un gesto más de la grandeza de Proceso que desde hace 40 años no ha dejado de luchar por la verdad y de develar lo que la ignominia del poder quiere siempre silenciar.
 Larga vida a Proceso.
 Además, opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, boicotear las elecciones, devolverle su programa a Carmen Aristegui y abrir las fosas de Jojutla.

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