En
la filosofía del degüello/Walter Laqueur, consejero del Centro de Estudios Internacionales y Estratégicos de Washington.
La
Vanguardia | 19 de abril de 2015
Durante
más de un año ha habido informes horripilantes sobre horribles asesinatos en
masa cometidos por el Estado Islámico y otras organizaciones yihadistas en
Siria e Iraq, pero más recientemente también en otros países como Nigeria y
Libia.
No
ha habido dudas sobre su autenticidad porque no vinieron de enemigos de estos
grupos sino que los divulgaron sus autores. Se publicaron en sus diarios y en
los vídeos que produjeron, otros llegaron a través de fotografía por satélite o
se basaron en informes desde los territorios que habían estado en manos del EI
y fueron reconquistados por las fuerzas gubernamentales. Mostraban fosas
comunes, rehenes cuyas gargantas eran cortadas o que eran crucificados o
arrojados desde tejados o incluso quemados vivos en jaulas. Algunas de las
víctimas eran bebés o niños pequeños, muchos eran mujeres, casi todos civiles.
Los autores eran milicianos del EI, pero algunos hablaban con acento de Londres
o americano, algunos asesinos eran niños entrenados como ejecutores.
Ha
habido mucha discusión sobre las razones de este cambio estratégico. ¿Fueron
motivos quizás principalmente religiosos? ¿O se producen debido a que otras
formas de operaciones terroristas y guerrilleras no habían tenido mucho éxito
en el mundo musulmán en los últimos años? Sin embargo, también se ha
argumentado que las razones quizá no sean religiosas porque no hay nada en el
islam que justifique tales acciones.
Pero
tales negaciones radicales de motivación religiosa no son convincentes porque
hay muchas pruebas de lo contrario. Por otro lado, el factor religioso
posiblemente no podría ser tenido en cuenta por el hecho de que los civiles de
repente hubieran sido blanco de ataques, como tampoco es cierto que los nuevos
militantes yihadistas sean más piadosos, más observantes de la religión que sus
correligionarios. ¿Es realmente cierto que este cambio de estrategia no tiene
precedentes, nunca había ocurrido antes? Los familiarizados con la historia del
terrorismo recordarán un caso famoso, un revolucionario alemán que a mediados
del siglo XIX emigró a América. Su nombre era Karl Heinzen. Olvidado durante
años, ha suscitado recientemente mucho interés. Heinzen, nativo de Renania, fue
famoso en su tiempo como autor del libro El asesinato y la libertad. Proclamó
la teoría de que mientras que el asesinato era siempre aborrecible, era
necesario porque por alguna razón insondable la tierra siempre necesita
absorber una cantidad de sangre. También argumentó que un homeopático
derramamiento de sangre –por ejemplo la muerte de unos cuantos líderes
enemigos– era inútil, aunque en la siguiente revolución hubiera que “liquidar”
a millones de personas. En ocasiones habló de la necesidad de aniquilar a medio
continente. En su día fue el más ferviente defensor del uso de armas de
destrucción masiva contra civiles. En otra ocasión escribió que a menos que
“nosotros usemos todos los medios para destruir a nuestros enemigos, todos
nosotros moriremos”.
Pero
desde que la efectividad de esas armas se demostró limitada en su día, los
revolucionarios deberían invertir mucha energía en su desarrollo, no sólo las
balas deberían contener veneno sino también el suministro de agua de las
grandes ciudades. Los escenarios esbozados por Heinzen eran tenazas de sangre,
y uno habría esperado que por lo menos hubiera sido detenido. Pero no, no
terminó en la horca ni acabó como un dictador poderoso. Tenía un grupo de
seguidores pero ni las autoridades ni sus compañeros se lo tomaban muy en
serio. Marx le calificó de idiota, Engels escribió dos largos artículos
burlándose de él en un periódico de Bruselas. Heinzen, el más radical de los
revolucionarios, se convirtió en una figura en Estados Unidos, cuando cumplió
setenta años casi hubo fiesta nacional. Se convirtió en el amigo de muchos
políticos americanos del momento, devino un luchador incondicional de todo tipo
de buenas causas como la emancipación política de las mujeres, incluyendo su
derecho al voto y el abolicionismo, la prohibición de la esclavitud de los
negros. Se convirtió en poeta y en escritor de comedias; su esposa que tenía
una tienda podría financiar las actividades políticas y poéticas del marido.
Pasó
el último año de su vida en Boston y hace algún tiempo visité su tumba en esa
ciudad. En la imponente estatua de Heinzen hay dos inscripciones. Una, en
alemán, dice que “la libertad inspiró su espíritu y la libertad envolvió su
corazón”. La otra, en inglés, reza: “La obra de su vida fue el desarrollo de la
humanidad”. Llegados a este punto, la diferencia entre el filósofo asesino de
masas del siglo XIX y los actuales defensores de cortar gargantas resulta clara.
No era que Heinzen no se tomara en serio sus propios puntos de vista. Sino que
él y sus más cercanos seguidores pensaban que la sola posibilidad de que tales
puntos de vista extremos llegaran a ser una realidad sería suficiente para
actuar como un elemento de disuasión y para inducir a sus enemigos a cambiar de
opinión.
Pero
los degolladores de nuestros días no comparten tal optimismo, por lo que deben
ser tomados más en serio.
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