Caza
y fusilamiento/Arcadi Espada
El
Mundo | 18 de abril de 2015
Querido
J:
Las
cámaras, e incluso el pueblo, estaban perfectamente convocados cuando el ex
vicepresidente Rato salió de su casa detenido. El ojo mediático captó la cara
seria del acusado y la oreja la banda sonora de los que le llamaban
sinvergüenza y le instaban a devolver el dinero. Aunque deben tomarse más
precauciones que antes del advenimiento de la comunicación digital, la
detención de un hombre y el registro de su casa pueden hacerse en secreto. Si
no se hace así es porque alguien no lo quiere, sean la Policía, los jueces o el
Gobierno. Rato es el último de una larga lista. Recordarás, incluso vivamente,
los casos de Teddy Bautista -el juez Ruz mandó que la Guardia Civil rodeara la
Sgae como si fuera Fort Apache, pero tres años después no ha sido capaz todavía
de dictar su exculpación o su procesamiento- y de Lluís Prenafeta y Macià
Alavedra -exhibidos con sus esposas y un hatillo por el juez Baltasar Garzón, y
en este caso ya procesados, pero a falta de juicio.
Los
más necios de entre los justicieros argumentan el imperativo simbólico de estas
fotografías para demostrar que todos somos iguales ante la ley. Pero,
obviamente, la organización de estos platós no demuestra nada sobre la ley. Lo
que demuestra es una verdad viejísima, y es que no todos somos iguales ante los
medios. Cualquier hombre sin relieve público, acusado de los mismos delitos que
Rato, habría sido registrado y llevado a declarar en el silencio y la oscuridad
más indiferentes y estrictos. La llamada pena del telediario la pagan unos y no
la pagan otros, y ése es un indudable privilegio del pueblo sobre la casta.
La
cuestión clave es que esta pena no se cumple por ninguna sentencia, es decir,
por ningún hecho establecido; sino por una acusación, es decir, por una opinión
pendiente. Hasta tal punto eso es cierto que cuando se produce el hecho, sea la
condena o la absolución, a veces ya no hay ni siquiera foto, tan lejano o
destruido ha quedado el protagonista. La pena del telediario se cumple, además,
en los términos absolutos de una sentencia convencional: Rato es un supuesto
delincuente, pero la sentencia mediática destruye cualquier cautela. En la
imagen del hombre demacrado, insultado por la turba y cuya cabeza, privada ya
de voluntad, mete el policía en el coche como si fuera la de un títere, no hay
lugar para la presunción de inocencia.
La
fuerza sentenciadora es tal que arrasa, incluso, con un debate socialmente
recurrente y de gran importancia. ¿Hasta dónde llega el derecho a la intimidad
de un acusado? ¿Es la detención de un hombre un acto público? Vuelvo al policía
que lo acogota. Es un gesto interesante. Forma parte, probablemente, de la
técnica policial que se aplica a los esposados. Rato no llevaba puestas las
esposas, pero esa mano subsanó el tremendo error de protocolo y se las puso.
¿La intimidad del acusado? Hombre, hombre. He aquí cómo hierve el artículo 520
de la Ley de Enjuiciamiento Criminal: “La detención deberá practicarse en la
forma que menos perjudique al detenido en su persona, reputación o patrimonio”.
¿Cuántos
años debe de llevar Rato en los periódicos? Más de 30. En 1979 fue candidato de
Manuel Fraga por Ciudad Real. Habrá acumulado decenas de miles de fotos en los
periódicos. Todas prestigiosas, y felices la abrumadora mayoría, como
corresponde a un hombre que llegó a la vicepresidencia del Gobierno de España y
a la dirección del Fondo Monetario Internacional. Y que llegó a exudar tanto
poder en los buenos tiempos que sus compañeras de generación política, aquellas
pepitas de muslos desinhibidos, lo encontraban no sólo sexy, sino muy sexy. El
auge y caída es un topos irresistible para la literatura periódica, que es la
literatura dominante de nuestro tiempo. Y los medios son el lugar privilegiado
de la justicia poética, oxímoron eximio, pero concluyente. Los periódicos no
pueden prescindir de una foto que se contraponga a mil años de felicidad. Mucho
menos cuando en este caso Rato no sólo es presunto sino también culpable. Ya
sabemos, por la propia confesión de sus actos, que un vicepresidente y ministro
de Hacienda del Gobierno de España evadió sus obligaciones fiscales. Como en el
caso de Jordi Pujol el resto -alzamiento, blanqueo, fraude- tiene poca
importancia: el que hizo la trampa fue el mismo que hizo la ley.
A
pesar de todo hay algo envilecedor para el periodismo cuando es formalmente
convocado por el poder para que ejecute la sentencia. Es parte de su trabajo,
desde luego. También es un trabajo el del verdugo. Insisto en la dificultad de
resistirse a la retórica del auge y caída. Pero importa la manera de apresarla.
Una noche de octubre de 1994 el fotógrafo Carles Ribas, del diario El País,
tomó una fotografía extraordinaria que mostraba la ventana de una celda donde
el reo Javier de la Rosa comía un bocadillo. Es cierto que la foto encaraba el
riesgo de la violación de la intimidad, y que por eso fue llevada hasta el
Constitucional, que absolvió al fotógrafo. Pero fue el riesgo que tomó un
periodista, sin protección ninguna. Entre la foto de De la Rosa y esta de Rato
hay algo así como la diferencia entre la caza y el fusilamiento. Cualquier
periodista entiende la diferencia, y su valor, a condición de serlo.
Los
periódicos van a llenarse de interpretaciones acerca de la detención de Rato.
Fin de una época: la destrucción del Partido Popular. Funciona el Estado de
Derecho: el cartel electoral del Partido Popular. Y para los más sofisticados,
El peso innoble del pasado: la justificación de la próxima derrota electoral
del Partido Popular. No te niego, querido amigo, que estos ejercicios puedan
tener su interés. Pero empalidecen al lado del ejercicio periodístico principal.
El de explicar en qué circunstancias se organizó el plató televisivo que
ejecutó la sentencia de Rodrigo Rato. La primera obligación del periodismo es
explicar qué, quién, cómo, cuándo y dónde accedió a la noticia. No hay
periodismo digno que no sepa cuándo tiene que ponerse el cañón en la boca. Y
cuál es el auténtico pie que sostiene una foto solicitada.
Sigue
con salud,
Arcadi
Espada
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