Revista Proceso No. 1993, 10 de enero de 2015
El
atardecer de Marcos, el título de la portada de Proceso del 6 de enero de 1996,
fue el centro de la conversación.
Hacía
dos años del surgimiento del Ejército Zapatista y de un hombre que había
decidido cubrirse con estambre la cara para enfrentar al gobierno de Carlos
Salinas de Gortari. Dueño de una prosa fascinante, el Sub acabaría haciendo de
la palabra su principal arma, y de las mortíferas, apenas utilería, parte de su
atuendo mediático.
El
rostro oculto de Marcos ocupaba la totalidad de la portada, pero el cabezal
principal, era el tema, en esa tarde sentados don Julio y el que escribe en una
mesa de un restaurante al sur de la avenida Insurgentes.
Don
Julio me miraba sin parpadear, atento, sin el menor indicio de cortar mis
balbuceos. Apasionado conversador, aplicaba sin subterfugios la difícil virtud
de escuchar.
La
memoria se cruza con el presente. Me estremezco. Veo a don Julio el 17 de
octubre de 2014 subir con un gran esfuerzo físico los 20 escalones que conducen
a lo que fue su oficina por más de 20 años, y que a finales de los noventa
heredó al actual director Rafael Rodríguez Castañeda.
Intocable
su lucidez, contrasta la languidez de su cuerpo. Ya de salida, una querida
reportera equivoca, en el honesto afecto, el uso de las palabras. Le dice algo
así como ojalá nos vuelva a visitar pronto. Tocado como por un rayo, don Julio
endereza levemente los hombros, detiene con lentitud su andar y mirándola a los
ojos, sin enojo, la corrige con cariño: “yo no soy un visitante, esta es mi
casa, como la de todos ustedes”.
Rodeado
amorosamente por quienes estábamos presentes en la redacción ese mediodía
retomó el paso hasta el asiento del copiloto de un auto compacto. Recordé
entonces la escena de varios años atrás, cuando después de algún percance,
alguien le insinuó que lo llevaba a su casa. Lo cito sin comillas: Ni madres.
Esas cosas las decido yo. Y yo manejo.
Fría,
inanimada la mañana del 8 de enero, mientras escribo estas líneas, me abruma la
tristeza de los recuerdos inmediatos, a flor de piel.
El
director Rafael Rodríguez Castañeda me pide al mediodía del 6 de enero que
prepare la nota de lo inminente. Periodistas al fin, hacemos lo que haría don
Julio.
Ya
de noche, releo, devoro, hasta donde mi capacidad me lo permite, páginas de sus
libros. Nostalgia, alegría, admiración, rabia, se combinan mientras avanzo y le
doy sonoridad a sus palabras. Creo escuchar su voz, su elocuencia. Me
encuentro, arrobado, entre muchas, las siguientes líneas escogidas por mi
arbitrario sentir.
Describe
al responsable de la matanza de Tlatelolco.
Dos
esferas minúsculas por ojos, las pestañas ralas, a la intemperie los dientes
grandes y desiguales, la piel amarilla, salpicada de lunares cafés, gruesos los
labios y ancha la base de la nariz, así era don Gustavo Díaz Ordaz. Algunas
veces bromeaba acerca de su fealdad, pero si alguien le seguía el juego,
estallaba su ira. Irritable, se vigilaba; desconfiado, se mantenía al acecho.
Agobiado los últimos años de su vida, después de la tragedia de 1968 resguardó
su intimidad. La fortificó tanto que hizo de ella una cárcel. Allí murió.
Avanzo
en la lectura. Me subyuga la anécdota. La reproduzco. El personaje al que se
refiere es el siniestro Arturo Durazo, jefe de la policía en el sexenio de José
López Portillo y pionero de los uniformados, coludidos o cabezas de los
narcotraficantes, que ahora nos inundan.
Desde
el saludo, cruzadas las primeras palabras, supe que dijera lo que dijese Durazo
encontraría en mí el rechazo. Sólo tenía ojos para las insultantes estrellas de
su uniforme, ánimo para impugnarlo. La conversación se endurecía. En la
estancia sólo él y yo hablábamos. De nada servían los huisquis. Quise
ofenderlo:
–Mire
general, para acabar pronto. Imaginemos que son las dos de la madrugada en una
colonia desierta de la ciudad. Para llegar a mi casa debo avanzar de frente y
sólo tengo dos posibilidades: la acera de la izquierda y la acera de la
derecha. A la distancia vislumbro a un policía uniformado en la acera de la
izquierda y en la acera de la derecha a un sujeto con pinta de hampón. Camino
por la acera de la derecha, que me ofrece alguna posibilidad de error.
Durazo
me dijo que me sobrepasaba y al instante voces precipitadas nos invitaron a la
mesa.
Al
final de ese encuentro, tratando de salvar la cena, el anfitrión le pide a
Scherer despedirse del narcopolicía. Escribió el periodista:
Alcancé
a Durazo y lo tomé del brazo. Caminamos unos metros en silencio.
–No
se enoje, general, disculpe.
–No
me enojo, al contrario. Usted me gusta pa puto y me lo voy a coger un día.
Sentí
asco.
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