Que
tu amor me alcance en el camino/ Ana Scherer Ibarra
Revista Proceso No. 1993, 10 de enero de 2015
REPORTE
ESPECIAL
Cada
mañana llego a tu casa con angustia porque sé que uno de estos días se dará el
último encuentro entre nosotros. Es hasta el primer instante en que nos miramos
que renuevas mi esperanza, estirándola veinticuatro horas más.
Tus
nueve hijos nos equivocamos. No somos quienes te cuidamos, eres tú el mismo que
sigue viendo por cada uno de nosotros en tu fragilidad, en tu postración, en el
dolor inacabable que te encuentra en la habitación con el alba y no te deja en
paz hasta el ocaso.
¿Cuántas
veces, papá, hablamos de las definiciones del valor y el peso específico de las
palabras, de la responsabilidad que implica el pronunciarlas, escribirlas,
develarlas, más aún, darles sentido?
Hace
todavía unos años, el primer vocablo que aparecía en mi mente al evocarte era
variable, sorpresivo, impactante. Solía ser inteligencia, fuerza, dignidad,
carácter, convicción, congruencia, sensibilidad, integridad. Hoy, siendo una y
siendo nueve, sólo te concibo bajo una palabra que es también un sentimiento,
el único por el que vale la pena asistir al experimento humano: amor.
¿Qué
es el amor, viejo, en tus términos que ya son propios, transmitidos como
ejemplo, como factor esencial en nuestra formación y modo de vida?
Amar,
decías, es ofrecer la verdad al precio que tenga que pagarse. Es comprender a
pesar de errores, trampas o justificaciones, sin emitir juicios o
descalificaciones que lastimen. Es mirar al interior de nuestras razones
privilegiando la ética y la moral por encima de vanidades, intereses o
soberbia. Es ofrecer consuelo al sufrimiento por pequeño que parezca y
compadecer en el sentido estricto de la palabra, que significa padecer con el
otro. Es alumbrar y aconsejar si somos requeridos. Es compartir los bienes
materiales e intelectuales; el conocimiento, la experiencia, los valores o los
sueños, sin pretender imponerlos. Amar en tus términos implica libertad,
compromiso, responsabilidad, no solamente al dar, porque da el que tiene, pero
en el darse cabemos todos.
Con
mis nueve pares de ojos no te observo distante, inalcanzable, etéreo. Siempre
tienes tiempo para mí y es precisamente hoy lo que más valoro, porque ese bien
aparentemente inagotable que pusiste en todo momento a mi disposición, ese
tesoro que no es otra cosa que tu vida, se está acabando y me pesa en el alma
aceptarlo.
Cada
día me abruma más la impotencia, me percibo fracasada, absurda, innecesaria. No
sé cómo hablarte ni qué decirte. Deseo con mi ser completo que te apoyes en mí
y soy quien en ti se recarga. Anhelo aliviar aunque sea un poco tu dolor y eres
tú el que me conforta, me consuela, me alienta. Pretendo inútilmente ser blanco
de tu desahogo y tú guardas silencio para no afligirme.
No
somos amigos, lo has dicho hasta el cansancio. La amistad, que es otra forma
suprema del amor, excluye las relaciones fraterno filiales por razones
elementales de contemporaneidad. Lo entiendo cabalmente y, sin embargo, ansío
convertirme en tu amiga para apropiarme también de lo único que no me has
entregado: los secretos de tu corazón. No te juzgo, me juzgo. Y sé que no puedo
caminar en tus laberintos aunque desearía acompañarte en ellos.
Conozco
bien tu trabajo, que en ocasiones, en mi inmenso egoísmo, he hecho mío. Podría
reseñar tus libros uno a uno, contar tus historias, que me son familiares
porque he formado parte de ellas, leídas o relatadas por tu voz siempre en tono
bajo.
A
mi edad, a veces joven, otras no tanto, ignoro si es mayor el amor que te
profeso o la admiración que me mereces. Porque no me veo en tu lejanía, no
imagino el futuro sin la certeza de que nos amamos.
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