Treinta
y cinco años alrededor de Julio*/Vicente Leñero
Revuista Proceso No. 1993, 10 de enero de 2015
En
2007, el consejo rector de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI)
otorgó un reconocimiento al mexicano Julio Scherer García, el colombiano José
Salgar, el brasileño Clóvis Rossi y el uruguayo Hermenegildo Sábat, quienes a
su juicio “encarnan los más altos valores del oficio”. Con ese motivo la fundación
y el Fondo de Cultura Económica editaron un libro en homenaje a los premiados,
en el que se incluyó un perfil de Scherer escrito por su amigo y compañero de
trayectoria, el también añorado maestro Vicente Leñero. Aquí recuperamos los
fragmentos esenciales.
A
retazos, con páginas arrancadas a mis propios recuerdos, en un obsesivo collage
de viejos textos o de pequeños añadidos y rápidas anécdotas que dicta la
memoria, intento esta semblanza en borrador de Julio Scherer García que la
miopía de la amistad –ese verlo y verlo durante años tan de cerca– impide
convertirla en un perfil más fiel, más apartado de una visión estrictamente
personal. Es un intento, un breve testimonio de hermandad.
1972
Julio
no regresaba aún a la mesa.
–¿Y
de veras es muy honrado el director?
–No
sabes –exclamó Froylán, Froylán López Narváez–. A mí me tocó presenciar una
escena inolvidable. Estaba yo en su oficina cuando llegó el mensajero de un
secretario de gobierno y le entregó un sobre. Tomó el sobre, lo dejó en el
escritorio y siguió con la cháchara. Hasta muy al rato cayó en la cuenta, abrió
el sobre y encontró un cheque de muchos ceros. Furioso salió disparado de la
oficina y en mangas de camisa, como estaba, alcanzó al mensajero a media cuadra
de Reforma. “Aquí está el cheque, amigo, y dígale por favor al señor Fulano de
Tal que muchas gracias, pero que el director de Excélsior no”.
Julio
Scherer carga el cuerpo sobre su hombro derecho, contra el respaldo del
asiento, y me mira incisivamente. Sonríe. Se pone de pie.
–Nos
fallaron nuestros seguros de vida –dice antes de abandonar el restaurante–. Eso
fue lo que pasó.
1976
Micrófono
en mano está hablando Miguel Ángel Granados Chapa a la multitudinaria audiencia
de lectores, amigos y trabajadores del golpeado Excélsior de Julio Scherer
García, congregados en un salón del hotel María Isabel.
/ilegitimidad
que se ha instaurado en Excélsior no puede ser admitida ni política ni legal /labor
en la que ahora invitamos a participar a ustedes, tiene que proponerse
objetivos claros. La comunicación directa con los lectores que hoy resienten la
falta del Excélsior de Julio Scherer García, del Excélsior que fue sometido el
ocho de julio/ podrá ser abordada por esta empresa. Las posibilidades son
amplias. Comprenden, entre otras, la edición de un gran semanario de
información/
1976
Francisco
Javier Alejo, secretario de Patrimonio Nacional, pintó brevemente el panorama
de un país necesitado, urgido, en estos momentos de crisis económica y
política, de la plena confianza de la ciudadanía en su gobierno. Destruir esa
confianza resultaba muy peligroso para la tranquilidad y el futuro de la
nación. “Con la publicación de ese semanario –continuó Alejo– ustedes intentan
alterar el orden asumiendo una postura frontal contra el presidente Echeverría.
Y el gobierno no puede permitirlo. En situaciones como ésta, la seguridad del
Estado depende del crédito público del presidente de la República. Atacar al presidente
es atentar contra el Estado”.
–¿Así
les dijo?
–Así
nos dijo.
–Luis
XIV.
Francisco
Javier Alejo pedía por lo tanto a Julio Scherer desistir de la publicación del
semanario, o aplazar cuando menos su fecha de salida para no obligar al
gobierno a poner en funcionamiento sus mecanismos de seguridad.
–¿Así
les dijo?
–Así
nos dijo.
Francisco
Javier Alejo no precisó las amenazas, pero sí habló de que la desaparición de
quince personas no afectaría la tranquilidad del país; su pérdida no era
comparable a lo que significaba la seguridad del Estado.
–Así
nos dijo.
–¿Y
tú qué respondiste?
–Que
Proceso saldría el 6 de noviembre –dijo Julio.
1977
De
la exposición del Tercer Mundo salimos a la calle y cruzamos la acera empedrada
hasta la residencia de Luis Echeverría, en donde se hallaba instalado, en una
construcción aparte que parecía una casita en el bosque, el Salón del Sexenio.
Luis Enrique Bracamontes, exsecretario de Obras Públicas, explicó que en un par
de semanas, cuando el sitio se abriera al público, tendría acceso directo por
la calle. “El licenciado Echeverría piensa”, explicó Bracamontes, “que es muy
importante para los mexicanos tener oportunidad de conocer y consultar la
documentación de la obra realizada durante seis años de gobierno. Es una
lección de historia. Si todos los expresidentes hubieran hecho algo semejante, alumnos
e investigadores conocerían mejor la historia patria. En lugar de archivar
tantos documentos y de guardar en secreto tantos regalos de los mandatarios
extranjeros, el licenciado Echeverría los muestra aquí a la vista de todos. Es
una gran idea”, terminó Bracamontes.
Una
hora después regresamos al Centro de Estudios del Tercer Mundo. Los guardias
personales nos indicaron pasillos y nos abrieron puertas hasta el despacho del
expresidente. Era muy amplio y estaba situado en un segundo piso. Los muebles:
de artesanías autóctonas. Ocupamos los de una sala michoacana pero muy
incómodos, luego de esperar más de quince minutos.
Precedido
por dos asistentes que sólo aparecieron fugazmente, entró Echeverría,
impetuoso. Lanzó el brazo como una estocada para estrechar la mano de Julio, la
mía, la de Bracamontes. Vestía un traje ocre moteado con el que hacia juego una
ancha corbata café. En el término del pantalón se delataban unos botines
campiranos.
–Cómo
estás –dijo Echeverría
–Cómo
estás, Luis –respondió Julio Scherer. El director de Proceso regresaba al tuteo
después de seis años de un respetuoso usted que, en el momento de pasar de
secretario de Gobernación a presidente de la República, había hecho decir a
Echeverría: “Sígueme hablando de tú”. “No debo”, había respondido Julio
Scherer. “En lo privado, entonces”, había pedido Echeverría. “Es muy difícil
estar pensando en cambiar de fórmula cada vez que se pasa de lo privado a lo
público”, había dicho Julio Scherer, “mejor siempre de usted mientras usted sea
presidente, señor presidente”. “De acuerdo”.
El
expresidente no mostró extrañeza por el tuteo de Julio. Más interesado parecía
en pedir disculpas por el retraso: pero era tanto el afecto que le demostraban
los obreros de Pemex, tanto su entusiasmo, que el desayuno se prolongó más de
la cuenta.
Echeverría
tomó asiento en el sofá michoacano y junto a él se sentó Julio Scherer.
Enfrente quedamos Bracamontes y yo, en sendos sillones.
–Disculpen.
Sin
pausas preguntó sobre nuestro recorrido por la Exposición del Tercer Mundo y el
Salón del Sexenio, y sin pausas, antes de darnos tiempo a responder, inició un
largo discurso en torno a la injusticia que vivían los países marginales y a
las necesarias soluciones que habrían de plantearse tras el contacto con/
Miré
a Julio. Su rostro se había afilado y transparentaba tensión. Seguramente no
escuchaba a Echeverría; más bien parecía hundido en los recuerdos de su carrera
como periodista y en las ingratas relaciones con el poder. Por su parte, el
expresidente se cuidaba de girar la cabeza hacia Julio. Tras el cristal ámbar
de los lentes sus ojos me apuntaban, pero tal vez miraban sin mirar,
extraviados en el remolino de ideas de su discurso.
Julio
aprovechó una larga pausa de Echeverría para hablar por primera vez. Como si
estuviera a punto de dar por concluida la entrevista, se refirió al reportaje
sobre el Salón del Sexenio: quería saber si un fotógrafo y yo podríamos volver
otro día a tomar datos con toda calma.
Echeverría
miró al fin a Julio Scherer.
–Deja
de provocarme –gritó de improviso–. ¡Qué necedad la tuya! Deja de provocarme,
Julio, te lo advierto.
–No
sé de qué me hablas –dijo Julio.
–Lo
sabes. Me estás provocando. No sólo esto del Salón del Sexenio. Supe que
andabas preguntando qué tantas intrigas fragüé yo para el Nobel de la Paz y no
sé cuántas otras tonterías. Mandaste a un reportero. Me estás vigilando.
–Pero
cómo te puedo estar vigilando –replicó Julio con una mueca. Se enderezó en el
asiento.
–Me
estás vigilando –gritó Echeverría–. Y te lo advierto, no me provoques.
–Tratamos
de hacer unas entrevistas nada más, eso no es una provocación. Somos
periodistas.
–Si
quieres saber lo del Premio Nobel ven a preguntármelo a mí y te doy toda la
información. Yo no intrigué con nadie, qué tontería. Fueron muchas las
organizaciones que me propusieron, yo no sabía nada, ni siquiera de esa madre
Teresa. Hay cartas, te las puedo enseñar, son muchas. No tienen por qué andar
inventando intrigas.
–No
estoy inventado nada –dijo Julio.
Echeverría
había bajado el tono. Intentaba recobrar la serenidad y por medio de la ironía
situarse por encima del periodista.
–No
me afectan tus provocaciones, Julio, no me llegan – quiso sonreír pero de su
boca salió un ruido ronco. –Yo ya estoy fuera, déjame tranquilo y no me
provoques porque no te lo voy a permitir –enfatizó–. Ya es tiempo de que nos
olvidemos uno del otro, ¿no te parece?
–Tú
te puedes olvidar de mí pero yo no –dijo Julio–, porque aunque ya no seas
presidente sigues siendo un hombre público y todo lo que haces es importante,
periodístico. Yo soy periodista –repitió.
Miré
a Bracamontes. En su azoro reconocí mi propia incomodidad. Era claro que
Echeverría trataba de sacar de quicio a Julio Scherer, pero Scherer no parecía
dispuesto a caer en la trampa. Luchaba al contragolpe.
Fue
Echeverría quien tocó el tema de Excélsior. Volvió a hablar de la ingratitud de
Julio después de que él ayudó tanto al periódico, de los ataques continuos que
recibía en el diario; repitió sus quejas a las acusaciones de la prensa
extranjera después del golpe.
–No
hay derecho –dijo Echeverría– .Tú perdiste Excélsior porque perdiste el
contacto con la base. Y eso está muy claro en la crónica que usted escribió –me
señalo a mí.
–El
golpe no fue un problema interno, Luis, tú lo sabes.
–Perdiste
contacto con la base.
El
expresidente sonreía. Julio Scherer se exaltó:
–¿Y
la invasión del fraccionamiento? ¿Y la campaña de difamaciones? ¿Y el dinero
que corrió dentro de la cooperativa? ¿Y los porros en la asamblea? ¿Y las
amenazas últimas?
–Yo
ni siquiera conozco a ése que está dirigiendo ahora el periódico –dijo
Echeverría, como si no escuchara a Julio–, ¿cómo se llama?, ese muchacho, ¿cómo
se llama…? ¿Regino?
–Regino
decía que lo conocías muy bien.
–Eres
un soberbio, Julio –exclamó el expresidente y miró con fijeza al periodista–.
Nunca pensé que fueras capaz de odiar tanto, tanto. Odias a todo mundo. Sólo
vives para odiar y seguirás odiando y odiando hasta el día de tu muerte.
Julio
oprimió los labios y achicó los ojos.
Intervine
por única vez:
–No,
licenciado, yo creo que una persona que no se dio por vencida y que siguió
trabajando no tiene tiempo para odiar.
(…)
1979
–¿Sabes
en qué somos diferentes tú y yo? –me dijo Julio.
–En
que tú le vas a los Yanquis y yo los detesto.
–No.
–En
que tú nadas todos los días y yo me ahogo en una alberca.
–Hablo
de periodismo –se enfadó Julio.
–¿En
qué?
–En
que si tuviéramos frente a Picasso, tú te pondrías a ver sus cuadros y yo le
haría una entrevista.
1980
Julio
Scherer estuvo a un pelito así de ser ejecutado por militares guatemaltecos o
por policías salvadoreños en la frontera de Guatemala con El Salvador. Vio muy
de cerca la muerte. Lo relató en un reportaje publicado en Proceso el 4 de
agosto de 1980. Porque además de dirigir la revista, de alentar a los
reporteros y de conseguir apoyos económicos para lo que llamamos Comunicación e
Información, S.A. de C.V., a Julio le calaban de pronto las fiebres
periodísticas y se lanzaba a reportear con el entusiasmo de un bisoño.
Así
fue en busca de un tal Marcial (Salvador Cayetano Carpio), el más mportante
guerrillero en la clandestinidad durante la bronca guerra de El Salvador. Con
absoluto sigilo se establecieron los contactos y se fijó fecha y hora de la
cita, pero en el último momento se canceló el encuentro por razones de
seguridad, le dijeron. Molesto por la cancelación y molesto porque en los
vuelos de San Salvador a México no había asientos disponibles, Julio decidió
viajar por tierra hasta Guatemala. En la frontera, en el pueblo de San
Cristóbal, lo detuvieron los militares guatemaltecos y empezó un absurdo
forcejeo.
“Los
guatemaltecos me reclamaban como indocumentado y sospechoso –escribió Julio–, y
los salvadoreños exigían mi entrega bajo el cargo de ‘subversión internacional’
porque encontraron en el equipaje unos folletos viejos, sin actualidad,
conocidos públicamente”, que consideraron propaganda subversiva.
En
plena sierra fronteriza los soldados guatemaltecos le vendaron los ojos con un
pañuelo atado a la nuca, le plantaron un sombrero pestilente, lo esposaron de
las muñecas y en el piso de un automóvil en movimiento lo llevaron “aquí
cerquita atrás del monte”.
–Lo
van a quebrar –oyó decir.
Más
tarde, en un cobertizo y entre insultos y amedrentamientos, lo ataron con las
esposas a un barrote de fierro.
“Siguió
el torbellino –escribió Julio–. El patológico humor del teniente Chicho que me
paseaba la pistola por el rostro, el cañón a unos centímetros de los ojos o
haciendo presión contra el mentón, o en medio de las cejas:
“–Te
voy a hacer mierda, comunista hijoeputa.”
Después
del teniente Chicho apareció el teniente Pancho, que se dedicó a torturarlo
verbalmente:
“–¿Has
oído del estanque? Contesta, mierda.
“–No
sé de qué me habla.
“–No
has oído, ¿verdad? Pues ya oirás. Allá te voy a echar. Será lo último. Antes
vas a pagar, mierda.”
Pasaron
horas. Se hizo de noche. Llegó entonces el comandante a interrogarlo en serio y
a decirle que el Servicio de Inteligencia lo estaba investigando.
Entre
burlas, amenazas y juegos verbales macabros del teniente Chicho y del teniente
Pancho, Julio sufrió la noche. Entró la claridad. Un par de sardos le quitaron
las esposas y lo sacaron del cobertizo. Ahí estaba afuera el comandante. Le
dijo, al liberarlo:
–Usted
es periodista internacional.
–¿Y
si no lo hubiera sido? –preguntó Julio.
–No
lo cuenta –dijo el comandante. Se rascó la frente. Explicó:
–De
haberlo entregado nosotros a los de El Salvador, como ellos querían, usted
hubiera caído en manos de la policía, y no se imagina lo que eso significa.
–¿Tortura,
comandante?
–A
lo mejor. O más sencillo: dos tiros en la carretera, desnudo, desfigurado, sin
huellas ni identificación posible. Nadie, jamás, habría sabido de usted.
En
un jeep llevaron a Julio hasta Jutiapa, al casino de los oficiales. Allí le
dieron de comer y de beber ron con soda. Fue entonces cuando terminó de tragar
el mal trago con el ron y regresó a ser y hacer lo de siempre. Es decir: a
entrevistar al comandante. A preguntarle sobre las izquierdas o las derechas
(“quedan ellos o quedamos nosotros”), sobre el porqué de su admiración a un
líder de izquierda como Fidel Castro (“por su trabajo, por su tesón, por el
fuego de su vida; compárelo nomás con el símbolo de las derechas, Videla…”),
sobre los jóvenes oficiales guatemaltecos:
–Algunos
querrían ser como Castro, pero de derechas.
–¿Se
puede? –le preguntó Julio.
–Ya
no hay mucha diferencia entre las izquierdas y las derechas. Las dos llegaron a
su límite. Ahora viene el búmerang.
–¿Me
autoriza a publicar todo esto? –preguntó Julio Scherer al término de la
entrevista.
–Usted
es periodista –se encogió de hombros el comandante.
(…)
1981–1993
Julio
ha sabido combinar siempre el aceite con el agua. Ser al mismo tiempo amigo
entrañable de Gabriel García Márquez y amigo entrañable de Octavio Paz, aunque
se tiene la impresión de que la veta periodística lo empató más con el Gabo.
Con
Paz, Julio enfrentaba el reto de exprimir lo mejor de su personal inteligencia
para ponerse al nivel intelectual top. Y lo conseguía, de manera sorprendente.
Una
tarde los oí y los miré estupefacto conversar hora y media sobre nuestro
adolorido país. Julio me había llevado a Río Lerma a visitar al pontífice
porque don Jesús Reyes Heroles, secretario de Gobernación en ese entonces,
quería conocer en persona a Octavio Paz, y por tal razón lo invitaba por
intermediación de Julio a una comida que resultó espectacular. Paz llegó al
comedor de la secretaría acompañado por sus cardenales in pectore: Enrique
Krauze y Gabriel Zaid. Julio fue con Miguel López Azuara y conmigo, que de
mirones lo hacíamos muy bien al lado del peón del rey de don Chucho: Ernesto
Álvarez Nolasco. Inolvidable tarde de Chateneuf du Pape y de rosbif inglés.
Ante nosotros estalló la pirotecnia del talento, el duelo del ingenio y del
retruécano, la erudición de citas y la invención al canto de aforismos. Se
revisó la historia de México desde Mariano Otero, el consentido de Reyes
Heroles (“Hay que aprender a lavarse las manos en agua sucia”), hasta la cabeza
de Obregón cayendo sobre el plato de mole en La Bombilla.
Nueve
años después Octavio Paz recibió el Nobel de Literatura y durante meses y meses
Julio estuvo tramando una entrevista total, algo así como el testamento del
poeta. Como se trataba de un duelo de grandes dimensiones, Paz eligió las armas:
la entrevista por escrito y las preguntas de Scherer por anticipado. Aunque los
padrinos de Julio le encendimos focos rojos, el director de Proceso aceptó las
reglas y se dio a la tarea de preparar un cuestionario que inquiría lo mismo
sobre el régimen de Carlos Salinas de Gortari y la imposible democracia, que
sobre las recientes crisis del país y el balance del pensamiento paciano. Tardó
en formularlo, en corregirlo, en retocarlo, hasta que al fin estuvo listo. Era
un texto a zancadas que valía por sí mismo –opinó Enrique Maza–, digno de retar
con él el talento del Nobel. Recordaba una verdad periodística primaria: para
conseguir respuestas geniales hay que formular preguntas geniales. De esquina a
esquina: Julio Scherer–Octavio Paz. En el periodismo mexicano de 1993 no podía
darse un binomio mejor.
Pero
ocurrió que Octavio Paz se arrepintió del juego e incumplió las reglas
planteadas por él mismo. Tomó y respondió las preguntas de Scherer que le
parecieron bien, a modo; desechó las que le parecieron incómodas o fuera de su
gusto, y puso en boca de su entrevistador preguntas que el propio Paz se
formulaba tramposamente a sí mismo. En una palabra: trató al director de
Proceso como a un entrevistador principiante.
–No
se vale, Julio. Él será muy Nobel o muy chingón o lo que tú quieras, pero eso
no se hace. Yo por mí lo mandaba al diablo y no publicaba nada. Se acabó.
Desde
luego, Julio no me hizo caso. Reconocía, como reconocíamos todos, que los
razonamientos de Paz a lo largo de “la entrevista” conformaban un texto
interesante, muy valioso. Pero un texto en el que él brillaba solo. Al fin de
cuentas eso es lo que Octavio Paz buscó y consiguió a lo largo de su vida.
Brillar solo. Ser el foco único de su propia galaxia.
(…)
1990
Durante
una larga temporada Julio visitó todos los jueves por la tarde a don Alejandro
Gómez Arias, el que fuera célebre activista del vasconcelismo, el novio juvenil
de Frida Kahlo, el intelectual de izquierda. Estaba viejo, rebasaba ya los
ochenta años.
Gómez
Arias se ponía a conversar con Julio de las azaleas y las buganvillas de su
jardín, pero también de política, por supuesto: del insípido Miguel de la
Madrid, de las carambolas de Salinas, qué sé yo.
Una
tarde, Julio regresó triste de su visita semanal a Gómez Arias.
–¿Cómo
está Gómez Arias?
–Del
cuerpo ahí va, se defiende, pero ya le tronó la neurona. Se le van las ideas,
dice cosas incoherentes, desconoce a todo mundo. Ya no voy a seguir viéndolo.
–Qué
lástima.
Julio
me agarró del brazo; estaba conmocionado de veras por lo que parecía el
alzheimer de Gómez Arias.
–Te
voy a pedir una cosa, Vicente. Nada más aquí en confianza y a ti, porque los
demás no me van a hacer caso. Pero tienes que jurármelo –me soltó el brazo–.
Cuando veas que me empieza a fallar la memoria, al primer indicio, a la primera
pendejada que suelte, dímelo así nomás con toda franqueza, de frente, sin
miedo: Ya estás pelas, aguas. Dímelo para irme de Proceso, y ya.
–No
hace falta, Julio, carajo. Quedamos en irnos cuando cumplamos veinte años en la
revista, ¿qué no? Falta poco.
No
recuerdo bien cuándo y cómo sellamos el pacto, quien lo sugirió.
El
caso fue que durante los tragos de una comida, Julio, Enrique Maza y yo
acordamos retirarnos de Proceso antes de que nos venciera la vejez. Dejarles a
buen tiempo el campo libre a los compañeros que venían detrás.
Lo
cumplimos. El 6 de julio de 1996 dijimos adiós al trabajo reporteril y
renunciamos a nuestros cargos directivos.
–Qué
pronto se hace tarde –le comenté a Julio, y le comenté a Enrique Maza la noche
del adiós usando la frase de Fernando Savater que yo le había puesto de título
a una obra de teatro.
1998
Una
noche aciaga, Julio sufrió el secuestro express de su hijo Julio Scherer
Ibarra. Eran las tres de la madrugada y en el lapso de una hora cuanto más
debería entregar doscientos mil pesos cash. Ansioso y desesperado se puso a
llamar a todo el mundo por teléfono, pero a las tres de la madrugada nadie
tenía en su casa doscientos mil pesos cash.
Despertó
a Juan Sánchez Navarro: no tenía cash. Despertó a Carlos Slim: tampoco, aunque
Carlos Slim, despabilándose, le dijo: “Espérame tantito”, y rascando cajones
–supongo– con billetes chicos y con billetes grandes, con dólares, con
centenarios, reunió afortunadamente la cantidad y se la envió volando en una
bolsa de plástico, como de mandado.
Julio
resolvió el problema del secuestro express. Mil gracias, Carlos. Pagó la
cantidad a los pillos y luego le pagó a Carlos Slim, que se resistía: “No
hombre, Julio, caray”.
–Ni
me digas, Carlos, un préstamo es un préstamo. Aquí está.
(…)
1998
Después
de las entrevistas y reportajes que le dieron fama de estrella en Excélsior,
Julio siguió escribiendo –aunque con menor frecuencia– en Proceso. En realidad
nunca ha dejado de reportear. Su nueva forma es ahora la escritura de libros
periodísticos que inició en 1986 con Los presidentes y que para mediados de
2005 ya sumaba más de una docena de títulos: Historias de familia, Estos años,
Salinas y su imperio, Cárceles, Máxima seguridad, Tiempo de saber, Los
patriotas: de Tlatelolco a la guerra sucia, Parte de guerra, Parte de guerra
II, Los rostros del 68, Pinochet: vivir matando, El perdón imposible…
A
esta lista debe añadirse un primer libro escrito cuando aún era reportero en
Excélsior, La piel y la entraña, derivado de sus conversaciones con el pintor
Siqueiros en la cárcel (1965), y el rescate de las entrevista que le hizo al
general Roberto Cruz, también en sus tiempos de Excélsior, y que el Fondo de
Cultura Económica publicó en 2005 con el título de El indio que mató al padre
Pro.
Cuando
en 1998 estaba a punto de aparecer su libro Cárceles, Sealtiel Alatriste,
entonces director de la editorial Alfaguara, me pidió un texto de presentación
para la cuarta de forros. Como es un texto que sí me complace, porque subrayo
en él cualidades claves del oficio de reportero de Julio Scherer, lo reproduzco
a continuación:
Nuevamente
reportero, reportero siempre, Julio Scherer García emprende en este libro una
intensa, implacable investigación sobre ese pozo negro que son las cárceles de
nuestro país. Guiado por Virgilio en la persona del doctor Carlos Tornero, sin
duda el hombre que más sabe en México de psicópatas y criminales, de reclusos
sin esperanza, de carceleros impíos, el periodista recorre y nos hace recorrer
los nueve círculos de este infierno donde el castigo, como en Dante, se antoja
siempre más duro que la culpa. No hay esperanza para el prisionero, pero
tampoco la hay para el sistema penitenciario, concluye el lector del reportaje.
La injusticia institucional, la corrupción interna, la impiedad, el dolo, la
mala fe, el morbo, el lucro vil, la dignidad perdida infestan estas páginas
como los virus de una peste medieval. Con la ferocidad de un reportero joven,
pero con la malicia y el tino de quien ha exudado periodismo durante cincuenta
años, Scherer García indaga, registra, mira, sobre todo pregunta. Pregunta.
Pregunta siempre, impertinente, firme, con urgencia de saber. Y es el lector el
que termina sabiendo, agradecido: desde las experiencias documentales de
Tornero, hasta el novelístico encuentro del periodista en el círculo noveno, el
de Almoloya, con ese pájaro en vigilia, como describe a Mario Aburto, y con un
Raúl Salinas sin bigote, pantalón caqui, camiseta blanca, huaraches… Para sus
reportajes en libro –brillante clímax de una carrera periodística– la prosa de
Julio Scherer García se ha vuelto concisa, estricta, talladas las frases y las
metáforas como si fueran de marfil. Para nuestro sistema político encallecido,
para nuestra sociedad de ojos de ciego, él sigue siendo, y este libro lo
confirma, el periodista incómodo de México.
______________
*Extractos
del texto publicado en el libro Los maestros. Scherer, Salgar, Clóvis Rossi,
Sábat (Premio Homenaje Cemex–FNPI–FCE, Fundación Nuevo Periodismo
Iberoamericano, México 2007, 129 p.).
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