11 ene 2015

Que tu amor me alcance en el camino/ Ana Scherer Ibarra

Que tu amor me alcance en el camino/ Ana Scherer Ibarra
Revista Proceso No. 1993, 10 de enero de 2015
REPORTE ESPECIAL
Cada mañana llego a tu casa con angustia porque sé que uno de estos días se dará el último encuentro entre nosotros. Es hasta el primer instante en que nos miramos que renuevas mi esperanza, estirándola veinticuatro horas más.
 Me esperas ya en tu reposet –sabes que llegaré en cualquier momento– y al aparecer me observas con tus ojos tristes para darme un regalo de bienvenida, siempre el mismo, en igualdad de condiciones para cada uno de tus hijos: una sonrisa dulce. Invariablemente nos besamos, en la frente, las mejillas, las manos. Nuestras caricias juntas responden a la única emoción posible, ternura.
 Tu cuerpo, papá, se ha ido haciendo pequeño, delgado, frágil. Ese cuerpo fuerte y sólido, al que protegiste antaño con kilómetros de natación y caminata, ha perdido su tamaño, su tono muscular.
 Estoy todos los días en tu casa para cuidar de ti. A veces me llamo Pablo y te hablo con la voz de Regina. En otras, te escucho con la profundidad de Pedro y te acaricio con las manos de María. Te estrecho entre mis brazos para oír de ti mi nombre, Susana, que es también el de mi madre. Así, reímos juntos Adriana, Gabriela y tú. Si te ofrezco mi brazo fuerte, pa, soy Julio y soy yo, Ana, para acompañarte.

Tus nueve hijos nos equivocamos. No somos quienes te cuidamos, eres tú el mismo que sigue viendo por cada uno de nosotros en tu fragilidad, en tu postración, en el dolor inacabable que te encuentra en la habitación con el alba y no te deja en paz hasta el ocaso.
¿Cuántas veces, papá, hablamos de las definiciones del valor y el peso específico de las palabras, de la responsabilidad que implica el pronunciarlas, escribirlas, develarlas, más aún, darles sentido?
Hace todavía unos años, el primer vocablo que aparecía en mi mente al evocarte era variable, sorpresivo, impactante. Solía ser inteligencia, fuerza, dignidad, carácter, convicción, congruencia, sensibilidad, integridad. Hoy, siendo una y siendo nueve, sólo te concibo bajo una palabra que es también un sentimiento, el único por el que vale la pena asistir al experimento humano: amor.
¿Qué es el amor, viejo, en tus términos que ya son propios, transmitidos como ejemplo, como factor esencial en nuestra formación y modo de vida?
Amar, decías, es ofrecer la verdad al precio que tenga que pagarse. Es comprender a pesar de errores, trampas o justificaciones, sin emitir juicios o descalificaciones que lastimen. Es mirar al interior de nuestras razones privilegiando la ética y la moral por encima de vanidades, intereses o soberbia. Es ofrecer consuelo al sufrimiento por pequeño que parezca y compadecer en el sentido estricto de la palabra, que significa padecer con el otro. Es alumbrar y aconsejar si somos requeridos. Es compartir los bienes materiales e intelectuales; el conocimiento, la experiencia, los valores o los sueños, sin pretender imponerlos. Amar en tus términos implica libertad, compromiso, responsabilidad, no solamente al dar, porque da el que tiene, pero en el darse cabemos todos.
Con mis nueve pares de ojos no te observo distante, inalcanzable, etéreo. Siempre tienes tiempo para mí y es precisamente hoy lo que más valoro, porque ese bien aparentemente inagotable que pusiste en todo momento a mi disposición, ese tesoro que no es otra cosa que tu vida, se está acabando y me pesa en el alma aceptarlo.
Cada día me abruma más la impotencia, me percibo fracasada, absurda, innecesaria. No sé cómo hablarte ni qué decirte. Deseo con mi ser completo que te apoyes en mí y soy quien en ti se recarga. Anhelo aliviar aunque sea un poco tu dolor y eres tú el que me conforta, me consuela, me alienta. Pretendo inútilmente ser blanco de tu desahogo y tú guardas silencio para no afligirme.
No somos amigos, lo has dicho hasta el cansancio. La amistad, que es otra forma suprema del amor, excluye las relaciones fraterno filiales por razones elementales de contemporaneidad. Lo entiendo cabalmente y, sin embargo, ansío convertirme en tu amiga para apropiarme también de lo único que no me has entregado: los secretos de tu corazón. No te juzgo, me juzgo. Y sé que no puedo caminar en tus laberintos aunque desearía acompañarte en ellos.
Conozco bien tu trabajo, que en ocasiones, en mi inmenso egoísmo, he hecho mío. Podría reseñar tus libros uno a uno, contar tus historias, que me son familiares porque he formado parte de ellas, leídas o relatadas por tu voz siempre en tono bajo.
A mi edad, a veces joven, otras no tanto, ignoro si es mayor el amor que te profeso o la admiración que me mereces. Porque no me veo en tu lejanía, no imagino el futuro sin la certeza de que nos amamos.
 Sé, sin la menor sombra de duda, papito hermoso, que el respeto preside las emociones que me asaltan al despedirnos cada noche, después de la cena cuando hubo cena o después de los besos y abrazos, recibidos con amorosa ternura, cuando no te permitieron ya ni comer ni beber un sorbo de agua.
 Esta noche, viejo, cuando escribo, tú ya no estás. Esta noche no pudimos despedirnos y así tenía que ser porque entre nosotros no caben las despedidas. Te has ido para quedarte siempre en mi corazón, hasta que, como el tuyo, deje de latir para volver a hacerlo con toda su fuerza en los corazones de mis hijos y de mis nietos, hasta alcanzar lo imposible, la eternidad.
 Hasta siempre, padre. Que tu amor me alcance en el camino.


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