ABC
| 11 de mayo de 2015
Estaba
tentado de titular la crónica de esta semana «El Papa Verde», cuando recordé
que el escritor de Guatemala Miguel Ángel Asturias había recibido el premio
Nobel por una novela con ese título. En la obra de Asturias, el Papa Verde es
un cultivador de plátanos. Para evitar cualquier confusión con el Papa
Francisco, nosotros le calificaremos aquí, respetuosamente, como Papa Rojo y Verde,
una forma rápida de connotar sus elecciones sociales, que son discutibles, pues
responden más a la política que a la teología.
El
Papa Francisco es a la vez el jefe de la Iglesia católica, una autoridad moral,
y una celebridad, por elección propia. Benedicto, su predecesor, optó por la
teología y la discreción, lejos de las candilejas, y era poco político. El Papa
Francisco, en cambio, elige expresarse sobre los asuntos del mundo. Por tanto,
está permitido juzgar políticamente sus declaraciones, desde el momento en que
no conciernen a los Evangelios, sino a las ideologías de nuestro tiempo.
¿Un
Papa Rojo? Según hemos observado en esta misma crónica, el Papa Francisco
multiplica las declaraciones contrarias a la economía de mercado (que Juan
Pablo II había calificado oportunamente de «economía libre»). Al hacerlo,
abraza las tesis de moda en Latinoamérica, de la que es originario, tal como
fueron formuladas por Dom Helder Camara, el «cardenal rojo» de Recife, o por el
escritor uruguayo Eduardo Galeano, teóricos de la denominada teología de la
liberación. Esta teología, que data de las décadas de 1970 y 1980, fue
repudiada por los hechos y por sus mismos autores. ¿Los hechos? Latinoamérica
ha empezado a librarse de la pobreza de masas al rechazar el marxismo, con
excepción de Argentina (el país del Papa Francisco), que sigue siendo
anticapitalista, y está sumida en la corrupción y la miseria de masas. ¿Sabe el
Papa Francisco que, poco antes de morir, Eduardo Galeano reconoció que se había
equivocado, que su «Biblia» económica, Las venas abiertas de América Latina
(1971), que achacaba la pobreza al imperialismo, no fue más que un error de
juventud? El Papa Francisco permanece anclado en esta ideología. ¿Es
inadmisible la confesión de Galeano? ¿Es más sano, o santo, perseverar en el
error?
Resulta
que el Papa Francisco reincide al abrazar la causa de los ecologistas
integristas sobre el «cambio climático». Después de haber consultado en el
Vaticano al secretario general de la ONU, un verdadero militante climatista, y
a «científicos», pero solamente a los que creen en el calentamiento de la
Tierra debido al factor humano, el Papa se dispone a publicar una encíclica,
que se impondrá como un dogma a los católicos. Unas declaraciones preliminares
del Papa («El hombre debe dejar de destrozar la Naturaleza», el pasado 15 de
enero en Manila) que permiten creer no solamente en el calentamiento –lo que es
un hecho–, sino también en la responsabilidad del capitalismo contaminante,
entusiasman a los Verdes. El Papa es de los suyos. Ahora bien, aunque hay
cambio climático, no está demostrado que se deba a las actividades industriales
o a nuestro gusto inmoderado por la electricidad, los automóviles y la luz
eléctrica. Considerar que el factor humano es la causa principal del cambio
climático no es más que una hipótesis sin verificar: permite oportunamente
incriminar al capitalismo, tomando el relevo del marxismo arcaico. Se observará
que los verdes integristas apelan a la ciencia como Karl Marx, que, en su
época, se proclamaba «socialista científico». ¿No debería el Vaticano,
escarmentado por el proceso de Galileo, mostrarse más prudente antes de casarse
con tal o cual «verdad», que es solo momentánea? Oportunamente también, las
tesis integristas sobre el calentamiento invitan a más normativas, confiriendo
una nueva legitimidad a los estados debilitados por su incapacidad económica:
el verde sustituye al rojo o se añade a él.
Se
comprende que la izquierda y los medios de comunicación adoren a este Papa,
cuando no habla de Jesús. Pero ¿cuál es la utilidad del Papa si piensa como
todo el mundo? Se limita a avalar a los conformistas, que no piensan por sí
mismos, sino que piensan como todo el mundo.
Una
pausa, de todas formas, para tranquilizar a los conservadores: el Papa
Francisco no hace necesariamente lo que dice. Después de haber declarado de
manera espectacular que no se permitía condenar la homosexualidad («¿Quién soy
yo para juzgar?», ha declarado), rehúsa acreditar como embajador en el Vaticano
al diplomático que le ha enviado François Hollande. Este diplomático es buen
católico, pero es homosexual. Intentemos comprender: ¿Francisco, jefe de
Estado, no quiere un embajador homosexual, mientras que Francisco, Papa, abraza
a los homosexuales?
Habida
cuenta de esta dualidad del Papa, ¿qué Francisco es, el verde o el rojo? ¿El
sacerdote o el jefe de Estado? A los católicos les gustaría saber a qué santo
encomendarse, mientras que para los demás Francisco no es más que un hombre
político de tantos, según sople el viento.
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