La trampa de la doble moral/Por Manuel-Reyes Mate, filósofo e investigador del CSIC
EL PERIÓDICO, 17/09/10;
El abuso sexual de menores por algunos miembros del clero católico es una mancha que, como la sombra del padre de Kafka, parece extenderse a todo el mapamundi. Primero fueron Estados Unidos, luego Australia, Irlanda, Alemania, y ahora Bélgica. El Informe Adriaensens ha conmovido a la opinión pública mundial, acarreando un descrédito a la Iglesia católica solo comparable al que sufrió en el siglo XIX con la cuestión obrera. Cuando en los albores del capitalismo los obreros descubrieron que Roma estaba con los ricos, «la Iglesia se quedó sin pobres, y estos, sin Dios», decía Marx.
El escándalo de la pederastia puede ser catastrófico porque pone contra las cuerdas el modelo oficial de moral católica centrado en la sexualidad. Con ese modelo la Iglesia ha moldeado la conciencia de generaciones y, cuando ha podido, la política de los pueblos. No hay más que recordar el paisaje español durante el nacionalcatolicismo. La Iglesia prescribía los centímetros de tela de los vestidos femeninos o la modalidad del beso en una pantalla. Los planos de Gilda quitándose un guante fueron interpretados como un gesto erótico por la censura clerical, que condenó la película por «gravemente peligrosa» y amenazó a quien la viera con las penas del infierno.
Esa extraña moral se sostuvo mientras sus predicadores la encarnaban en sus vidas o eso parecía. Si el clero se sometía a sus exigencias, podía esperarse que fuera, si no seguida, al menos respetada. Esa autoridad moral ha quedado cuarteada. El consiguiente descrédito alcanzará a todos los territorios que dependían de ella: divorcio, aborto, homosexualidad, etcétera. El tono encendido con el que los obispos españoles atacan leyes compasivas en nombre de sonoros principios morales suena a hueco cuando la propia retaguardia anda como anda.
Quedaba por ver la reacción ante tanta miseria: ¿asumiría la institución eclesiástica sus responsabilidades o privatizaría el delito, endosando toda la responsabilidad al delincuente? ¿Analizaría las causas estructurales o se conformaría con lamentar lo sucedido? Lo que ha hecho la Iglesia es aplicar la doble moral que tiene para estos casos. En su tradición doctrinal está establecido que «santa es la Iglesia y pecadores los hombres». Con este libreto, lo importante era salvar la cara de la institución. Esa estrategia llevaba a la práctica bien conocida de que, en caso de clérigos descarriados, fueran discretos con sus amores y supieran presentarse en público con la dignidad del cargo. Eso no se vivía como cinismo sino como la manera de proteger lo importante, la institución, al precio de privatizar la acción individual, que pasaba a ser, en el lenguaje católico, un «pecado» que podía sanarse en confesión.
La inveterada práctica de la privatización del delito es lo que explica la sorpresa de la jerarquía católica. No les sorprende el hecho de que haya pederastas (la magnitud de los hechos no permite pensar que no supieran nada), sino la conmoción pública y las críticas a los responsables, Papa incluido. Con su doble moral pensaban estar al abrigo del alcance público de los actos perversos. Esperaban que los demás vieran las cosas como ellos decían que había que verlas y supieran distinguir entre la santidad de la Iglesia y la fragilidad de sus miembros. Por eso les ha sorprendido que para la opinión pública belga las andanzas sexuales del obispo de Brujas o de los religiosos que abusaron de 500 menores no sean un asunto privado, sino actos que comprometen a la propia institución religiosa.
Y eso es lo que se echa en falta. Tras la declaración del primado de Bélgica, André Léonard, la Iglesia belga quiere salir del paso con un vago mea culpa, o manifestando una retórica solidaridad con las víctimas. Lo que falta es el reconocimiento de la responsabilidad institucional. Es un paso difícil para quien durante siglos ha defendido la doble moral en el sentido indicado. Si se reconociera esa responsabilidad habría que pedir perdón en nombre de la Iglesia, como está exigiendo la prensa, y, también, algo más: reconocer que hay causas estructurales que llevan a un mal tan generalizado.
La Iglesia tiene que revisar su tratamiento de la sexualidad, en general, y del celibato, en particular, como piden muchas voces autorizadas. Más allá de lo que digan sus libros de espiritualidad, lo que parece claro es que la generalización actual de esa exigencia es contraproducente. La sociedad no la percibe como un signo de superioridad moral, porque quienes la encarnan no trasmiten la madurez y entrega que se les supone. Suenan actuales las palabras de Nietzsche sobre los sacerdotes: «Entre ellos hay héroes, pero han sufrido tanto que hacen sufrir a los demás».
Hay un dato en el Informe Adriaensens que no debería pasar desapercibido. Se señala que la mayoría de abusos han tenido lugar en zona flamenca, debido a la mayor presencia e influencia de la Iglesia católica. Si eso es así, no se puede descartar la posibilidad de que otros lugares igualmente sometidos a la Iglesia católica oculten un pasado tan tenebroso como el que vamos conociendo.
El escándalo de la pederastia puede ser catastrófico porque pone contra las cuerdas el modelo oficial de moral católica centrado en la sexualidad. Con ese modelo la Iglesia ha moldeado la conciencia de generaciones y, cuando ha podido, la política de los pueblos. No hay más que recordar el paisaje español durante el nacionalcatolicismo. La Iglesia prescribía los centímetros de tela de los vestidos femeninos o la modalidad del beso en una pantalla. Los planos de Gilda quitándose un guante fueron interpretados como un gesto erótico por la censura clerical, que condenó la película por «gravemente peligrosa» y amenazó a quien la viera con las penas del infierno.
Esa extraña moral se sostuvo mientras sus predicadores la encarnaban en sus vidas o eso parecía. Si el clero se sometía a sus exigencias, podía esperarse que fuera, si no seguida, al menos respetada. Esa autoridad moral ha quedado cuarteada. El consiguiente descrédito alcanzará a todos los territorios que dependían de ella: divorcio, aborto, homosexualidad, etcétera. El tono encendido con el que los obispos españoles atacan leyes compasivas en nombre de sonoros principios morales suena a hueco cuando la propia retaguardia anda como anda.
Quedaba por ver la reacción ante tanta miseria: ¿asumiría la institución eclesiástica sus responsabilidades o privatizaría el delito, endosando toda la responsabilidad al delincuente? ¿Analizaría las causas estructurales o se conformaría con lamentar lo sucedido? Lo que ha hecho la Iglesia es aplicar la doble moral que tiene para estos casos. En su tradición doctrinal está establecido que «santa es la Iglesia y pecadores los hombres». Con este libreto, lo importante era salvar la cara de la institución. Esa estrategia llevaba a la práctica bien conocida de que, en caso de clérigos descarriados, fueran discretos con sus amores y supieran presentarse en público con la dignidad del cargo. Eso no se vivía como cinismo sino como la manera de proteger lo importante, la institución, al precio de privatizar la acción individual, que pasaba a ser, en el lenguaje católico, un «pecado» que podía sanarse en confesión.
La inveterada práctica de la privatización del delito es lo que explica la sorpresa de la jerarquía católica. No les sorprende el hecho de que haya pederastas (la magnitud de los hechos no permite pensar que no supieran nada), sino la conmoción pública y las críticas a los responsables, Papa incluido. Con su doble moral pensaban estar al abrigo del alcance público de los actos perversos. Esperaban que los demás vieran las cosas como ellos decían que había que verlas y supieran distinguir entre la santidad de la Iglesia y la fragilidad de sus miembros. Por eso les ha sorprendido que para la opinión pública belga las andanzas sexuales del obispo de Brujas o de los religiosos que abusaron de 500 menores no sean un asunto privado, sino actos que comprometen a la propia institución religiosa.
Y eso es lo que se echa en falta. Tras la declaración del primado de Bélgica, André Léonard, la Iglesia belga quiere salir del paso con un vago mea culpa, o manifestando una retórica solidaridad con las víctimas. Lo que falta es el reconocimiento de la responsabilidad institucional. Es un paso difícil para quien durante siglos ha defendido la doble moral en el sentido indicado. Si se reconociera esa responsabilidad habría que pedir perdón en nombre de la Iglesia, como está exigiendo la prensa, y, también, algo más: reconocer que hay causas estructurales que llevan a un mal tan generalizado.
La Iglesia tiene que revisar su tratamiento de la sexualidad, en general, y del celibato, en particular, como piden muchas voces autorizadas. Más allá de lo que digan sus libros de espiritualidad, lo que parece claro es que la generalización actual de esa exigencia es contraproducente. La sociedad no la percibe como un signo de superioridad moral, porque quienes la encarnan no trasmiten la madurez y entrega que se les supone. Suenan actuales las palabras de Nietzsche sobre los sacerdotes: «Entre ellos hay héroes, pero han sufrido tanto que hacen sufrir a los demás».
Hay un dato en el Informe Adriaensens que no debería pasar desapercibido. Se señala que la mayoría de abusos han tenido lugar en zona flamenca, debido a la mayor presencia e influencia de la Iglesia católica. Si eso es así, no se puede descartar la posibilidad de que otros lugares igualmente sometidos a la Iglesia católica oculten un pasado tan tenebroso como el que vamos conociendo.
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