Yeltsin, ese desastre/Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB
Tomado de LA VANGUARDIA, 26/04/2007;
El fallecimiento de Boris Yeltsin nos lleva a recordar el desgraciado final de la Unión Soviética en 1991, de la que fue responsable principal.
Efectivamente, tras el gris inmovilismo de la era Brezhnev, Mijail Gorbachov, un antiguo admirador de Jruschov, emprendió unas profundas reformas que debían conducir a la URSS a una transición no traumática hacia un régimen democrático. Yeltsin lo impidió con su conducta demagógica, con sus modos autoritarios de actuación y con una privatización de los bienes estatales que dio lugar a una deliberada corrupción de la que él y su familia se han beneficiado largamente. Así pues, de las esperanzas que suscitó Gorbachov se pasó al desastre de Yeltsin.
En los primeros años ochenta, todavía en vida de Brezhnev, tuve ocasión de hacer una corta visita a Moscú. De los diversos encuentros y entrevistas saqué algunas impresiones que me hicieron comprender los cambios que poco después empezarían a producirse. En efecto, pude comprobar que el descontento era general en sectores que, aparentemente, eran beneficiarios de aquel régimen.
Además, me sorprendió otra cosa: sin tener ninguna confianza personal previa conmigo, mis interlocutores se mostraban abiertamente discrepantes con el sistema político y económico. El miedo, tan necesario para mantener una dictadura, ya no existía: ello significaba que el régimen se estaba resquebrajando y no se privaban de las críticas porque la inmensa mayoría deseaba un cambio. Me recordó los diez últimos años del franquismo, cuando hasta los mismos franquistas hablaban mal del franquismo.
Por otro lado, que el sistema no funcionaba era evidente: bastaba pasear por las calles de Moscú - el Moscú caluroso de aquel mes de junio, con la ribera del ancho río que lo atraviesa siempre atestada de ciudadanos tomando el sol en traje de baño- para comprobar la escasez de bienes de consumo, la indolencia de la gente para cumplir con su trabajo, el abismo tecnológico que los separaba de Occidente. Los rusos trabajaban muy poco, producían todavía menos y con muy baja calidad. Hasta las personas bien situadas en el sistema - funcionarios con un sueldo alto, con vivienda, coche y dacha- se quejaban de la situación existente: de la escasez, de un igualitarismo desestimulante, de la falta de libertad, de la censura, de la insuficiencia de horizontes vitales.
La necesidad de cambio se palpaba, pues, en el ambiente, aunque nadie sabía por dónde podía cambiar. Que las reformas tuvieran su origen en el poderoso KGB - el gran aparato de control político- no fue extraño: las personas de las que sospechabas podían pertenecer a este organismo eran las más abiertas, las más viajadas, las intelectualmente mejor formadas, buenas conocedoras de los problemas de la sociedad rusa. Además, eran más pragmáticos que fanáticos. En efecto, el gran avalista político de Gorbachov fue Yuri Andropov, el jefe del KGB en aquellos años, viejo colaborador de Brezhnev. Desde este punto de vista, también había semejanzas con la transición española: Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda también fueron personajes que provenían del interior del franquismo.
Gorbachov comenzó a mediados de los años ochenta a intentar desmantelar el sistema soviético mediante reformas profundas bajo dos palabras clave: perestroika (reestructuración) y glasnost y sigue siendo- una persona seria, honesta y sinceramente demócrata. Podía haber hecho una buena pareja con Yeltsin, un populista nato, si éste hubiera tenido también estas mismas condiciones.
Pero Yeltsin era lo contrario: un payaso borrachín, corrupto y autoritario, con una enorme ambición de poder y de gloria. Pronto se rodeó, además, de familiares y amigos con una desmedida ambición de riquezas. Tras un Gorbachov derrotado y humillado, Yeltsin acordó la independencia de Ucrania y Bielorrusia, privatizó de la noche a la mañana, sin orden ni concierto, toda la inmensa cantidad de bienes estatales que fueron asignados inmediatamente a las distintas mafias que lógicamente se fueron formando al tiempo que se hacía el reparto; finalmente, disolvió a cañonazos el Parlamento democráticamente elegido cuando éste, haciendo uso de sus prerrogativas constitucionales, intentó controlar su poder. Todo ello bajo la mirada complaciente de un Occidente que toleró sin chistar ante tales desmanes y le ayudó generosamente mediante subvenciones y créditos, tanto públicos como privados.
Recuerdo que, a principios de los años noventa, los dueños del más lujoso hotel de la Costa Brava me dijeron que sus mejores clientes de aquellos años, los que más gastaban, los que daban propinas más cuantiosas, eran los rusos, los nuevos ricos de los años de Yeltsin. Rusia pasó de ser un país de pobres pero iguales a un país de una elite enormemente rica y una inmensa mayoría de gente miserable.
Se hubiera podido remediar tan mal paso, la vía Gorbachov fue esperanzadora en este sentido. La vía de Yeltsin, en cambio, fue un desastre sin paliativos: una vuelta al Estado de naturaleza hobbesiano, a la lucha de todos contra todos en la que siempre gana el más fuerte que, en esta situación, siempre es el listo más sinvergüenza. Hoy la familia Yeltsin es rica y poderosa.
Efectivamente, tras el gris inmovilismo de la era Brezhnev, Mijail Gorbachov, un antiguo admirador de Jruschov, emprendió unas profundas reformas que debían conducir a la URSS a una transición no traumática hacia un régimen democrático. Yeltsin lo impidió con su conducta demagógica, con sus modos autoritarios de actuación y con una privatización de los bienes estatales que dio lugar a una deliberada corrupción de la que él y su familia se han beneficiado largamente. Así pues, de las esperanzas que suscitó Gorbachov se pasó al desastre de Yeltsin.
En los primeros años ochenta, todavía en vida de Brezhnev, tuve ocasión de hacer una corta visita a Moscú. De los diversos encuentros y entrevistas saqué algunas impresiones que me hicieron comprender los cambios que poco después empezarían a producirse. En efecto, pude comprobar que el descontento era general en sectores que, aparentemente, eran beneficiarios de aquel régimen.
Además, me sorprendió otra cosa: sin tener ninguna confianza personal previa conmigo, mis interlocutores se mostraban abiertamente discrepantes con el sistema político y económico. El miedo, tan necesario para mantener una dictadura, ya no existía: ello significaba que el régimen se estaba resquebrajando y no se privaban de las críticas porque la inmensa mayoría deseaba un cambio. Me recordó los diez últimos años del franquismo, cuando hasta los mismos franquistas hablaban mal del franquismo.
Por otro lado, que el sistema no funcionaba era evidente: bastaba pasear por las calles de Moscú - el Moscú caluroso de aquel mes de junio, con la ribera del ancho río que lo atraviesa siempre atestada de ciudadanos tomando el sol en traje de baño- para comprobar la escasez de bienes de consumo, la indolencia de la gente para cumplir con su trabajo, el abismo tecnológico que los separaba de Occidente. Los rusos trabajaban muy poco, producían todavía menos y con muy baja calidad. Hasta las personas bien situadas en el sistema - funcionarios con un sueldo alto, con vivienda, coche y dacha- se quejaban de la situación existente: de la escasez, de un igualitarismo desestimulante, de la falta de libertad, de la censura, de la insuficiencia de horizontes vitales.
La necesidad de cambio se palpaba, pues, en el ambiente, aunque nadie sabía por dónde podía cambiar. Que las reformas tuvieran su origen en el poderoso KGB - el gran aparato de control político- no fue extraño: las personas de las que sospechabas podían pertenecer a este organismo eran las más abiertas, las más viajadas, las intelectualmente mejor formadas, buenas conocedoras de los problemas de la sociedad rusa. Además, eran más pragmáticos que fanáticos. En efecto, el gran avalista político de Gorbachov fue Yuri Andropov, el jefe del KGB en aquellos años, viejo colaborador de Brezhnev. Desde este punto de vista, también había semejanzas con la transición española: Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda también fueron personajes que provenían del interior del franquismo.
Gorbachov comenzó a mediados de los años ochenta a intentar desmantelar el sistema soviético mediante reformas profundas bajo dos palabras clave: perestroika (reestructuración) y glasnost y sigue siendo- una persona seria, honesta y sinceramente demócrata. Podía haber hecho una buena pareja con Yeltsin, un populista nato, si éste hubiera tenido también estas mismas condiciones.
Pero Yeltsin era lo contrario: un payaso borrachín, corrupto y autoritario, con una enorme ambición de poder y de gloria. Pronto se rodeó, además, de familiares y amigos con una desmedida ambición de riquezas. Tras un Gorbachov derrotado y humillado, Yeltsin acordó la independencia de Ucrania y Bielorrusia, privatizó de la noche a la mañana, sin orden ni concierto, toda la inmensa cantidad de bienes estatales que fueron asignados inmediatamente a las distintas mafias que lógicamente se fueron formando al tiempo que se hacía el reparto; finalmente, disolvió a cañonazos el Parlamento democráticamente elegido cuando éste, haciendo uso de sus prerrogativas constitucionales, intentó controlar su poder. Todo ello bajo la mirada complaciente de un Occidente que toleró sin chistar ante tales desmanes y le ayudó generosamente mediante subvenciones y créditos, tanto públicos como privados.
Recuerdo que, a principios de los años noventa, los dueños del más lujoso hotel de la Costa Brava me dijeron que sus mejores clientes de aquellos años, los que más gastaban, los que daban propinas más cuantiosas, eran los rusos, los nuevos ricos de los años de Yeltsin. Rusia pasó de ser un país de pobres pero iguales a un país de una elite enormemente rica y una inmensa mayoría de gente miserable.
Se hubiera podido remediar tan mal paso, la vía Gorbachov fue esperanzadora en este sentido. La vía de Yeltsin, en cambio, fue un desastre sin paliativos: una vuelta al Estado de naturaleza hobbesiano, a la lucha de todos contra todos en la que siempre gana el más fuerte que, en esta situación, siempre es el listo más sinvergüenza. Hoy la familia Yeltsin es rica y poderosa.
Descanse, de una vez, en paz.
Boris the Liberator, RIP/By Charles Krauthammer
THE WASHINGTON POST, 27/04/2007;
Credit for the fall of communism usually is given to two sets of actors. On the one side, Ronald Reagan, Margaret Thatcher and John Paul II, whose relentless pressure caused a hollowed-out system to collapse. On the other side, conventional mythology credits Mikhail Gorbachev.
This is quite wrong. True, Gorbachev inadvertently caused the collapse of communism. But his intention was always to save it. To the very end, Gorbachev believed in it. His mission was to reform communism in order to make it work. To do that, the Soviet system had to become more human — i.e., more in tune with real human nature — and thus more humane. Gorbachev’s problem was that humane communism is an oxymoron.
The man who brought down the Soviet Union from the inside was Boris Yeltsin. In the mid-1980s, he turned decisively against communism and, fully intending its destruction, performed one of history’s great acts of liberation.
Yeltsin, who died this week, did this without turning to the guillotine. “For the first time in Russian history,” notes Russian opposition leader Garry Kasparov, “the new ruler did not eliminate the losers to consolidate control.” What distinguished Yeltsin “was something that he did not do when he took power” — “wipe out the other side.”
Yeltsin had indeed been converted to democracy, free markets and a decent civil society, but he had no idea how to bring these about amid the wreckage of the Soviet Union. With no history of democracy, and only distant memories of a free economy, Russia was at sea.
As was Yeltsin. For all his good intentions, he could not find his way. Moreover, his final act, bequeathing a former KGB colonel to the country as his successor, has proved disastrous for the democratic enterprise. As Kasparov pointed out during a recent Washington visit, today’s Russian state is unique. The world’s other dictatorships are monarchical, clerical or military. Russia’s is government of and by the secret police.
Yeltsin’s mixed legacy could be seen at his funeral. On the one hand, he lay in state in a rebuilt Cathedral of Christ the Savior, reminding the world that he abolished not only communism but state-imposed atheism — another remarkable achievement. On the other hand, everything about the funeral — including the pulling of all entertainment programming on television — was decreed by Yeltsin’s chosen successor, Vladimir Putin. These days, Putin decrees everything. The parliament, from whose free elections Yeltsin sprang to become president of Russia and its liberator, is now a rubber stamp. The press is overwhelmingly a mouthpiece of the state. Power of all kinds — even corruption — has been recentralized in the Kremlin.
Twenty years ago, Yeltsin made a strategic choice for democracy. Putin and his KGB regime have made a different strategic choice: the Chinese model. They watched two great powers take their exits from communism — Maoist China and Soviet Russia — and decided the Chinese got it right.
They saw Deng Xiaoping liberalize the economy while maintaining centralized power — and achieve astonishing economic success. Then they saw Gorbachev do precisely the opposite — loosening the political system while keeping an absurdly inefficient communist economy — and cause the collapse of the regime and the state.
Yeltsin’s uncertain, undisciplined and corruption-ridden attempt to deregulate both the economy and the political system caused such chaos that during his tenure gross domestic product fell by half. So Putin decided to become Deng. And while Deng destroyed democratic hopes in one fell swoop at Tiananmen Square, Putin did so methodically and gradually. By the time his goons beat up opposition demonstrators in Moscow and St. Peterburg earlier this month, so little was left of Russian democracy that the world merely yawned.
Yeltsin is not the first great revolutionary to have failed at building something new. Nonetheless, it is worth remembering what he did achieve. He brought down not just a party, a regime and an empire, but an idea. Communism today survives only in the lunatic kingdom of North Korea, in Fidel Castro’s personal satrapy and in the minds of such political imbeciles as Venezuela’s Hugo Chávez, who can sustain his socialist airs only as long as he sits on $65 oil.
Outside of college English departments, no sane person takes Marxism seriously. Certainly not Putin and his KGB cronies. In the end, Yeltsin succeeded only in midwifing Russia’s transition from totalitarianism to authoritarianism with the briefest of stops for democracy — a far more modest advance than he (and we) had hoped, but still significant. And for which the Russian people — and the rest of the world spared the depredations of a malevolent empire — should forever be grateful.
This is quite wrong. True, Gorbachev inadvertently caused the collapse of communism. But his intention was always to save it. To the very end, Gorbachev believed in it. His mission was to reform communism in order to make it work. To do that, the Soviet system had to become more human — i.e., more in tune with real human nature — and thus more humane. Gorbachev’s problem was that humane communism is an oxymoron.
The man who brought down the Soviet Union from the inside was Boris Yeltsin. In the mid-1980s, he turned decisively against communism and, fully intending its destruction, performed one of history’s great acts of liberation.
Yeltsin, who died this week, did this without turning to the guillotine. “For the first time in Russian history,” notes Russian opposition leader Garry Kasparov, “the new ruler did not eliminate the losers to consolidate control.” What distinguished Yeltsin “was something that he did not do when he took power” — “wipe out the other side.”
Yeltsin had indeed been converted to democracy, free markets and a decent civil society, but he had no idea how to bring these about amid the wreckage of the Soviet Union. With no history of democracy, and only distant memories of a free economy, Russia was at sea.
As was Yeltsin. For all his good intentions, he could not find his way. Moreover, his final act, bequeathing a former KGB colonel to the country as his successor, has proved disastrous for the democratic enterprise. As Kasparov pointed out during a recent Washington visit, today’s Russian state is unique. The world’s other dictatorships are monarchical, clerical or military. Russia’s is government of and by the secret police.
Yeltsin’s mixed legacy could be seen at his funeral. On the one hand, he lay in state in a rebuilt Cathedral of Christ the Savior, reminding the world that he abolished not only communism but state-imposed atheism — another remarkable achievement. On the other hand, everything about the funeral — including the pulling of all entertainment programming on television — was decreed by Yeltsin’s chosen successor, Vladimir Putin. These days, Putin decrees everything. The parliament, from whose free elections Yeltsin sprang to become president of Russia and its liberator, is now a rubber stamp. The press is overwhelmingly a mouthpiece of the state. Power of all kinds — even corruption — has been recentralized in the Kremlin.
Twenty years ago, Yeltsin made a strategic choice for democracy. Putin and his KGB regime have made a different strategic choice: the Chinese model. They watched two great powers take their exits from communism — Maoist China and Soviet Russia — and decided the Chinese got it right.
They saw Deng Xiaoping liberalize the economy while maintaining centralized power — and achieve astonishing economic success. Then they saw Gorbachev do precisely the opposite — loosening the political system while keeping an absurdly inefficient communist economy — and cause the collapse of the regime and the state.
Yeltsin’s uncertain, undisciplined and corruption-ridden attempt to deregulate both the economy and the political system caused such chaos that during his tenure gross domestic product fell by half. So Putin decided to become Deng. And while Deng destroyed democratic hopes in one fell swoop at Tiananmen Square, Putin did so methodically and gradually. By the time his goons beat up opposition demonstrators in Moscow and St. Peterburg earlier this month, so little was left of Russian democracy that the world merely yawned.
Yeltsin is not the first great revolutionary to have failed at building something new. Nonetheless, it is worth remembering what he did achieve. He brought down not just a party, a regime and an empire, but an idea. Communism today survives only in the lunatic kingdom of North Korea, in Fidel Castro’s personal satrapy and in the minds of such political imbeciles as Venezuela’s Hugo Chávez, who can sustain his socialist airs only as long as he sits on $65 oil.
Outside of college English departments, no sane person takes Marxism seriously. Certainly not Putin and his KGB cronies. In the end, Yeltsin succeeded only in midwifing Russia’s transition from totalitarianism to authoritarianism with the briefest of stops for democracy — a far more modest advance than he (and we) had hoped, but still significant. And for which the Russian people — and the rest of the world spared the depredations of a malevolent empire — should forever be grateful.