La Vanguardia, 7 de agosto de 2016.
Sólo tenía 31 años.
Había nacido en Túnez, pero hacía diez años que vivía en Francia. Había
trabajado de repartidor y estaba en paro. Se había casado, tenía tres hijos,
pero se había separado. Parece que a Mohamed Lahouaiej Bouhlel, el asesino de
Niza, los problemas se le acumulaban. Psíquicos, legales y sociales. En su
barrio, si era conocido, lo era por su conducta violenta; lo habían detenido en
alguna ocasión, de hecho, por maltratar a su mujer. Le gustaba jugar, bebía más
de la cuenta. En la prensa más o menos sensacionalista se publicó que consumía
drogas y comía cerdo, que es una forma de hacer ver al lector que no se
comportaba como un buen musulmán. Ni se lo había visto por la mezquita ni se le
conocía religiosidad especial. Nada hace pensar que hubiera encontrado en el
islam un refugio para lidiar sus problemas. Pero cuando el ministro del
Interior francés compareció, después de un consejo de seguridad restringido,
expuso la hipótesis oficial para explicar aquel horrible crimen: parecía que el
asesino se había radicalizado muy rápidamente.