Los militares cubanos: ¿y ahora quién ordena?/Eugenio Yañez
Especial para El Nuevo Herald on line, 19/02/2008;
Si en diciembre de 1956 quedó de los expedicionarios del Granma un disperso grupo en desbandada (el mito de Los Doce), en octubre de 1962 el pequeño país de seis millones de habitantes había derrotado una invasión preparada por Estados Unidos, desarrollaba un imponente mecanismo de inteligencia/contrainteligencia, y tenía en su territorio misiles nucleares y decenas de bombarderos estratégicos, capaces de golpear devastadoramente a Estados Unidos.
Nunca el mundo estuvo al borde del holocausto nuclear como en esta crisis. El pavoroso arsenal, afortunadamente, estaba a las órdenes soviéticas, pero el Comandante en Jefe intentó que fuera utilizado, derribando un avión espía U-2 norteamericano hasta pidiendo a Jrushov lanzar el primer golpe atómico, sabiendo que Cuba sería borrada del mapa.
El genio siniestro, habilidad política, irresponsabilidad y osadía de Fidel Castro convirtió ese grupito de desarrapados guerrilleros y campesinos analfabetos en ejército rebelde que se impuso a la dictadura y dio pie a la creación de la teoría del foco guerrillero por Che Guevara: la única experiencia que funcionó. Todas las aventuras concebidas, fomentadas y apoyadas por Cuba con tropas, entrenamiento, dinero, inteligencia y logística, fracasarían una tras otra estrepitosamente, teniendo su máxima expresión en la Quebrada del Yuro.
Fidel Castro, sin embargo, aprovechó hábilmente los compromisos en el llamado Pacto Kennedy-Jrushov a raíz de la crisis de los misiles: sabiendo que Cuba no sería invadida si no se instalaban armas nucleares en su territorio (nunca lo reconoció públicamente y mantuvo el fantasma de la invasión), ignorando el compromiso proyectó ilimitadamente su agenda subversiva global y lanzó fuerzas hasta más de diez mil kilómetros de las costas cubanas, no para anexarse territorios que no necesitaba, sino por el liderazgo tercermundista y ''antiimperialista'' que resultaba imprescindible a su megalomanía, y consolidar su poder en Cuba.
Los guerrilleros derrotados definitivamente en América Latina en los sesenta crearían los dos cuerpos expedicionarios que entre mediados de los setenta y ochenta del pasado siglo, generosamente aprovisionados y financiados por el mundo comunista, pelearon dos guerras a la vez en Africa y asesoraron otra en Nicaragua, y entrenaban militares en Siria, Yemen, Congo, Grenada, Mozambique, Libia, Palestina, en territorios absolutamente desconocidos para ellos y condiciones inhóspitas, con más de sesenta mil hombres dislocados a miles de kilómetros de Cuba.
Solamente Inglaterra y Francia en la era moderna lo intentaron, sin lograr los objetivos: los militares cubanos, a diferencia de las experimentadas metrópolis europeas, vencieron en las tres contiendas: hecho sin precedentes en la historia. La maquinaria militar cubana garantizó en menos de diez años, enviando en total más de 350,000 hombres, regímenes autoritarios en Angola, Etiopía y Nicaragua. La evolución posterior produjo situaciones políticas diferentes por la geopolítica de la guerra fría, no porque el aparato militar incumpliera las misiones encomendadas.
La seguridad consolidó el poder por medio siglo: desbarató intentos clandestinos de enfrentamiento urbano en los primeros años, detuvo masivamente potenciales apoyos de la invasión en 1961, penetró y liquidó grupos armados guerrilleros del Escambray y el resto del país, diseminó un imponente aparato de inteligencia entre los gobiernos y las sociedades latinoamericanas, africanas y europeas, y colocó sus agentes en las mismas entrañas del poder de la nación más poderosa de la tierra: desde la Junta de Análisis de Defensa del Pentágono, el Servicio de Inmigración y Naturalización, y universidades norteamericanas, fluyeron informaciones sensibles para alimentar los departamentos de análisis de la seguridad del estado castrista.
Los servicios armados y de seguridad fueron los mayores y más eficientes en América, segundos solamente de Estados Unidos. En Africa abarcaron más campo y profundidad que la KGB y la Stassi, y en algunos países más incluso que la CIA. Proporcionalmente al país, solamente el Mossad israelí es comparable a los servicios de seguridad cubanos, pero mientras tienen gran concentración en el mundo árabe, los cubanos abarcan tres continentes y sus ramificaciones alcanzan la OTAN.
A diferencia del comunismo clásico soviético y este-europeo, el aparato militar cubano no fue apéndice del Partido, sino todo lo contrario: semilla, núcleo, mecanismo de dirección del aparato partidista y del poder, desde sus inicios a la actualidad.
El partido cubano, supuesta vanguardia de los trabajadores, es realmente una cúpula de dirección, élite cerrada en las alturas, donde la fidelidad al caudillo, no a la Revolución o la patria, es el pasaporte de entrada y permanencia, y las equivocaciones se pagan con la vida o la prisión brutal y prolongada: Hubert Matos, Humberto Sorí Marín, Che Guevara, Arnaldo Ochoa, José Abrantes, Pascual Martínez Gil, Diocles Torralba, fueron algunos altos oficiales sacados del juego en su momento, independientemente de su historial y méritos combativos, simplemente porque el caudillo los consideró inconvenientes: ni Machado ni Batista, clásicos predecesores en una nación de caudillos, abarcaron tanto ni tan extensamente como Fidel Castro.
El resto, la militancia, es paisaje que adorna la leyenda, apropiado para aplaudir y responder vociferante las consignas: del ejército salieron todos los cuadros fundamentales del aparato partidista y gobierno: muchos de los ''civiles'' que hoy adornan las más altas esferas tienen en su expediente un uniforme verde olivo y grados en sus charreteras.
A pesar de declaraciones, programas y propaganda, el partido cubano refleja más a Mao y Ho Chi Minh que a Lenin o Stalin: en última instancia, salvando las distancias, recuerda más al Movimiento de Franco y el faccio de Mussolini que al PCUS de Brezhnev o las claques comunistas del este europeo.
Terminada la guerra fría, este aparato militar con que Castro controlaba el poder echó a un lado ideología y guerra, comenzó a vestirse de empresarios emprendedores. Generales y coroneles son presidentes corporativos y directores generales, cambiaron charretera por guayaberas, invadieron de nuevo Angola, América Latina, el Caribe, Europa y Asia sin separarse de los compañeros del ''aparato'' (seguridad), no ofreciendo esta vez un mundo nuevo ni la liberación de los pobres, sino productos exportables, almacenes off-shore, turismo barato y sociedades mixtas con ''vulgares y ruines'' capitalistas o camaradas chinos del socialismo de mercado.
Los que no pudieron escabullirse fueron licenciados, o quedaron con tanques, tropas y cañones, recibieron la misión de garantizar ''el proceso revolucionario'' con la amenaza de una represión sin precedentes, y la encomienda de producir alimentos para mantener a flote el régimen. Aunque se dijo que los frijoles eran más importantes que los cañones, en todos estos años la industria militar cubana se desarrolló más que la alimenticia: la escasez de suministros y repuestos por la debacle comunista se palió con producción nacional.
Simultáneamente, se produjo una sutil y discreta transformación de la doctrina militar cubana: concientes de la imposibilidad de enfrentar con éxito una invasión USA desde que la URSS informó secretamente en los ochenta que no podría defender a Cuba ante un ataque, se creó a bombo y platillo la ''guerra de todo el pueblo'', a partir de la experiencia vietnamita.
Significaba reconocer la incapacidad del aparato militar cubano de enfrentar una invasión basada en desembarco naval o golpes aéreos masivos, bases de la doctrina militar cubana desde los años sesenta, y optar por una resistencia prolongada en una guerra irregular en territorio ocupado por las fuerzas de invasión, donde el destino de los acontecimientos y la definición del combate tienen parámetros inconmensurables: sin opción de victoria, el alto mando cubano decide por la indefinición de la situación en el teatro de operaciones y resistencia a largo plazo, confiando que los resultados de esa eventual batalla se logren en el Congreso y las calles de Estados Unidos, América Latina y Europa, Naciones Unidas y ``la opinión pública internacional''.
Era más sensato buscar alternativas que minimizaran riesgos de invasión y confrontación, y permitieran que el talento y los recursos del sector militar y de seguridad se pusieran en función del desarrollo económico y social, pero eso iba contra la misión iluminada que el Comandante en Jefe se auto-asignó desde su famosa carta a Celia Sánchez en la Sierra Maestra.
Ahora que los militares cubanos ya no tienen Comandante en Jefe que Ordene para obedecerlo ciegamente, ni son una hueste de barbudos analfabetos, tienen la oportunidad de decidir entre ser garantes de la represión o los impulsores de transformaciones democráticas.
No depende de más nadie, de ellos mismos: cuando Raúl Castro declara que el único heredero del Comandante en Jefe es el Partido, no hay contradicción: esos militares son el partido y poder real en Cuba, hoy, ayer, siempre, mientras el esquema totalitario esté presente.
El legado militar de Fidel Castro no es edificante para un país que peleó una revolución para restablecer la democracia y las instituciones sobre los caudillos, ni nada despreciable, como siniestro resultado concreto, para un Comandante en Jefe que peleó personalmente en muy pocas batallas, siempre muy lejos de la primera línea.
Eugenio Yáñez es analista de la página digital Cubanálisis