- El Poder de las Mujeres/Daniel Innerarity
La política continúa siendo una cosa de hombres, en mayor medida incluso de lo que parece y a pesar de los números tranquilizadores que recogen las estadísticas. El dato más evidente es que, de acuerdo con los estereotipos viriles de la competencia, se exija a las mujeres lo que suele darse por acreditado en los varones. Una prueba de esta dominación es que también la lucha por la paridad está llena de lugares comunes. Cuando la presencia de la mujer en la política no se justifica en términos de igualdad sino de diferencia residenciada en el género, se consagra un rol femenino que juega unas veces a favor y otras en contra de las mujeres, pero que siempre termina perjudicándolas.
Esta ambivalencia se puede comprobar en la campaña de Ségolène Royal, la candidata socialista a las elecciones presidenciales de Francia, que ha sido beneficiaria y víctima del rol tradicional asignado a las mujeres. Lo que en un principio apareció como sinónimo de renovación y espontaneidad se viene transformando últimamente, en el imaginario colectivo cuidadosamente alimentado por sus rivales, en debilidad y falta de preparación. En una sociedad en la que siguen vigentes los lugares comunes del sexismo, lo mismo que le supuso una ventaja inicial (ser una mujer) puede convertirse en su mayor inconveniente. El resultado final es que corre el riesgo de sucumbir a esos clichés, a la trampa que permite a las mujeres adornar el escenario siempre y cuando renuncien a ser decisivas.
Es muy frecuente el caso de mujeres que se hacen un hueco en el espacio público gracias a que no se presentan a sí mismas como personas políticas y en esa medida hacen valer su proximidad a los ciudadanos. Es un tópico que manejan también esos empresarios, jueces o periodistas que de vez en cuando se presentan a las elecciones y exhiben como una ventaja su falta de profesionalidad política. En este caso, ser mujer equivaldría a estar cerca de la gente y, por lo tanto, alejada del microcosmos de la política. Ségolène Royal, aunque se ha formado en la cantera de la que proceden buena parte de los políticos franceses (la École Nationale d’Administration) y ha sido varias veces ministra, se presentó durante las primarias como menos “profesional” que Dominique Strauss-Kahn o Laurent Fabius y más próxima a los ciudadanos. No es extraño que su campaña se haya basado en la idea de una “democracia participativa”, prolongación natural de esa sociedad civil que es el lugar reservado a las mujeres. Detrás de esto hay una manera de entender la paridad que ha pretendido promover a las mujeres definiendo la feminidad como el suplemento de la política, como su reverso. La historiadora americana Joan W. Scott mostró muy bien de qué manera la presencia de las mujeres no se ha promovido para corregir la representación sino para cuestionarla: las mujeres vendrían a introducir la sociedad civil en la esfera política, que se supone artificiosa, profesionalizada y lejana.
Lo que han hecho los adversarios políticos de Royal es simplemente transformar esa falta de profesionalidad en vacío político e incompetencia. Al jactarse de que no tiene respuestas para todo, la candidata se ha beneficiado de la simpatía que despiertan los no especialistas, pero se ha expuesto a la sospecha de que no tiene ni idea. Lo que explicaba ayer su éxito (no ser un político como los demás, no ser un hombre e incluso no ser un político) puede ser lo que mine su credibilidad. Sería entonces presa de la trampa que permite a muchas mujeres jugar el papel de “personas corrientes” para después excluirlas como inhábiles. Aquí se comprueba hasta qué punto el paisaje de los lugares comunes está lleno de estereotipos que consagran, a la postre, un ventajismo masculino. Para las mujeres políticas, las condiciones que les abren las puertas del éxito pueden terminar siendo las que justifiquen su descualificación: que son, simplemente, mujeres.
Hace tiempo, resumiendo sus investigaciones acerca de la historia de las mujeres, Michelle Perrot la resumía con la idea de que la diferencia entre hombres y mujeres consiste en que sólo el hombre es un individuo, es decir, alguien cuyo género es transparente, que está emancipadode su grupo de pertenencia, que es según lo que hace de sí mismo. La exclusión de las mujeres se ha llevado a cabo impidiendo, literal y simbólicamente, esa individualización. Por eso suele ocurrir que únicamente cuando aparece en el escenario una candidata se plantea la cuestión de la identidad, porque ya se sabe que los varones no tenemos género y no somos más que un individuo. El varón tiene posibilidades de realización personal no únicamente a causa de su no discriminación, sino porque se da por entendido que sólo él debe su valor a lo que hace y a la competencia que adquiere. En la tópica asignación de funciones, a la mujer se le atribuyen unas características que no le permiten distanciarse de su condición; una mujer, incluso la más exitosa, siempre será una mujer que ha tenido éxito y no -como en el caso del varón- alguien que ha tenido éxito.
La conclusión para el caso de la política podría ser la siguiente: las disposiciones para el acceso de la mujer a los instrumentos de representación política deben fundarse en un mero hecho sociológico (que son, aproximadamente, el 50% de la población, mientras que sistemáticamente hay un porcentaje menor de mujeres en los puestos de responsabilidad política) y no en una supuesta cualidad esencial que vendría a remediar el desaguisado provocado por los políticos. Las mujeres no están más cerca de la gente sino, por desgracia, más alejadas de la política. Las políticas de “acción afirmativa” se justifican por la mera demografía y no por una cualidad distintiva que caracterizaría a todas las políticas, más allá de las siglas de cada una. La diferencia tiene sentido para promover al acceso, no para orientar la actividad política de las mujeres. La paridad habría cumplido su objetivo cuando la actividad política de las mujeres dejara de ser algo específico y grupal. Cuando las mujeres hacen política “de mujeres”, desarrollando unos supuestos atributos de la feminidad (cercanía, humanidad, sentido común, inclinación hacia el cuidado y la protección, sensibilidad hacia lo particular…) que son precisamente los que las han recluido en la privacidad, contribuyen involuntariamente a que se las expulse del espacio público. La renovación de la política no va a venir de que las mujeres hagan una política femenina sino de la equidad efectiva. La paridad es necesaria para corregir una disfuncionalidad que dificulta la presencia de las mujeres en política, pero no para que las mujeres hagan, en tanto que tales, otra política que debería ser necesariamente más cercana y humana.
¿Dónde reside entonces el verdadero poder de las mujeres? Desde luego que no en aquel que complementa o corrige el poder de los hombres, sino en el que puede sustituirlo. La dominación masculina puede incluso promocionar alternativas femeninas con la seguridad que no ponen en peligro el reparto de funciones que asegura su hegemonía. A lo que más tememos los hombres no es a una mujer, mucho menos si es mujer-mujer; lo que más nos incomoda es un individuo.
Esta ambivalencia se puede comprobar en la campaña de Ségolène Royal, la candidata socialista a las elecciones presidenciales de Francia, que ha sido beneficiaria y víctima del rol tradicional asignado a las mujeres. Lo que en un principio apareció como sinónimo de renovación y espontaneidad se viene transformando últimamente, en el imaginario colectivo cuidadosamente alimentado por sus rivales, en debilidad y falta de preparación. En una sociedad en la que siguen vigentes los lugares comunes del sexismo, lo mismo que le supuso una ventaja inicial (ser una mujer) puede convertirse en su mayor inconveniente. El resultado final es que corre el riesgo de sucumbir a esos clichés, a la trampa que permite a las mujeres adornar el escenario siempre y cuando renuncien a ser decisivas.
Es muy frecuente el caso de mujeres que se hacen un hueco en el espacio público gracias a que no se presentan a sí mismas como personas políticas y en esa medida hacen valer su proximidad a los ciudadanos. Es un tópico que manejan también esos empresarios, jueces o periodistas que de vez en cuando se presentan a las elecciones y exhiben como una ventaja su falta de profesionalidad política. En este caso, ser mujer equivaldría a estar cerca de la gente y, por lo tanto, alejada del microcosmos de la política. Ségolène Royal, aunque se ha formado en la cantera de la que proceden buena parte de los políticos franceses (la École Nationale d’Administration) y ha sido varias veces ministra, se presentó durante las primarias como menos “profesional” que Dominique Strauss-Kahn o Laurent Fabius y más próxima a los ciudadanos. No es extraño que su campaña se haya basado en la idea de una “democracia participativa”, prolongación natural de esa sociedad civil que es el lugar reservado a las mujeres. Detrás de esto hay una manera de entender la paridad que ha pretendido promover a las mujeres definiendo la feminidad como el suplemento de la política, como su reverso. La historiadora americana Joan W. Scott mostró muy bien de qué manera la presencia de las mujeres no se ha promovido para corregir la representación sino para cuestionarla: las mujeres vendrían a introducir la sociedad civil en la esfera política, que se supone artificiosa, profesionalizada y lejana.
Lo que han hecho los adversarios políticos de Royal es simplemente transformar esa falta de profesionalidad en vacío político e incompetencia. Al jactarse de que no tiene respuestas para todo, la candidata se ha beneficiado de la simpatía que despiertan los no especialistas, pero se ha expuesto a la sospecha de que no tiene ni idea. Lo que explicaba ayer su éxito (no ser un político como los demás, no ser un hombre e incluso no ser un político) puede ser lo que mine su credibilidad. Sería entonces presa de la trampa que permite a muchas mujeres jugar el papel de “personas corrientes” para después excluirlas como inhábiles. Aquí se comprueba hasta qué punto el paisaje de los lugares comunes está lleno de estereotipos que consagran, a la postre, un ventajismo masculino. Para las mujeres políticas, las condiciones que les abren las puertas del éxito pueden terminar siendo las que justifiquen su descualificación: que son, simplemente, mujeres.
Hace tiempo, resumiendo sus investigaciones acerca de la historia de las mujeres, Michelle Perrot la resumía con la idea de que la diferencia entre hombres y mujeres consiste en que sólo el hombre es un individuo, es decir, alguien cuyo género es transparente, que está emancipadode su grupo de pertenencia, que es según lo que hace de sí mismo. La exclusión de las mujeres se ha llevado a cabo impidiendo, literal y simbólicamente, esa individualización. Por eso suele ocurrir que únicamente cuando aparece en el escenario una candidata se plantea la cuestión de la identidad, porque ya se sabe que los varones no tenemos género y no somos más que un individuo. El varón tiene posibilidades de realización personal no únicamente a causa de su no discriminación, sino porque se da por entendido que sólo él debe su valor a lo que hace y a la competencia que adquiere. En la tópica asignación de funciones, a la mujer se le atribuyen unas características que no le permiten distanciarse de su condición; una mujer, incluso la más exitosa, siempre será una mujer que ha tenido éxito y no -como en el caso del varón- alguien que ha tenido éxito.
La conclusión para el caso de la política podría ser la siguiente: las disposiciones para el acceso de la mujer a los instrumentos de representación política deben fundarse en un mero hecho sociológico (que son, aproximadamente, el 50% de la población, mientras que sistemáticamente hay un porcentaje menor de mujeres en los puestos de responsabilidad política) y no en una supuesta cualidad esencial que vendría a remediar el desaguisado provocado por los políticos. Las mujeres no están más cerca de la gente sino, por desgracia, más alejadas de la política. Las políticas de “acción afirmativa” se justifican por la mera demografía y no por una cualidad distintiva que caracterizaría a todas las políticas, más allá de las siglas de cada una. La diferencia tiene sentido para promover al acceso, no para orientar la actividad política de las mujeres. La paridad habría cumplido su objetivo cuando la actividad política de las mujeres dejara de ser algo específico y grupal. Cuando las mujeres hacen política “de mujeres”, desarrollando unos supuestos atributos de la feminidad (cercanía, humanidad, sentido común, inclinación hacia el cuidado y la protección, sensibilidad hacia lo particular…) que son precisamente los que las han recluido en la privacidad, contribuyen involuntariamente a que se las expulse del espacio público. La renovación de la política no va a venir de que las mujeres hagan una política femenina sino de la equidad efectiva. La paridad es necesaria para corregir una disfuncionalidad que dificulta la presencia de las mujeres en política, pero no para que las mujeres hagan, en tanto que tales, otra política que debería ser necesariamente más cercana y humana.
¿Dónde reside entonces el verdadero poder de las mujeres? Desde luego que no en aquel que complementa o corrige el poder de los hombres, sino en el que puede sustituirlo. La dominación masculina puede incluso promocionar alternativas femeninas con la seguridad que no ponen en peligro el reparto de funciones que asegura su hegemonía. A lo que más tememos los hombres no es a una mujer, mucho menos si es mujer-mujer; lo que más nos incomoda es un individuo.