Tomnado de EL PAÍS, 13/10/2006
Probablemente de la obra de Hannah Arendt se pueda predicar aquella frase de René Char que ella gustaba tanto de citar: “A nuestra herencia no la precede ningún testamento”. Quizá a la autora le cumpla el tópico elogio según el cual su figura no cesa de crecer, va tomando -conforme pasa el tiempo y se suceden los lectores- una mayor importancia en el debate de ideas. Pero, aunque así fuera, se mantendría como un asunto abierto la cuestión del signo global de su propuesta, la del valor que cabe atribuir al conjunto de sus aportaciones, la del sentido, en fin, de todo lo que pensó.
Reconozco mi sobresalto -fronterizo al estupor- cuando, algunos meses atrás, me tropecé con la afirmación de Slovan Žižek según la cual el prestigio de que goza últimamente Hannah Arendt es “el signo más claro de la derrota de la izquierda”. Según su interpretación, sería la inspiración arendtiana la que estaría detrás de la operación de una presunta factoría Arendt consistente en intentar imponer la idea, manifiestamente reductivista, de que política y democracia liberal son una misma cosa. Lo de menos es que el filósofo esloveno se alzara frente a esto con la bandera de la radicalidad (sobre todo porque lo hacía reivindicando el legado de Stalin). Mucho más importante que eso es lo que tiene su valoración de auténtico indicio de la manera en que ha ido evolucionando la imagen de la figura de Arendt en los últimos decenios.
En cierto sentido, me atrevería a decir que estaba al caer una valoración así. Arendt llevaba bastante siendo casi el paradigma -por no decir el modelo- de lo políticamente correcto en estos tiempos. En algún sitio recuerdo haber leído hace no mucho que las propuestas arendtianas se adecuan en exceso al nuevo sentido común emergente. Ellas contendrían, según esta interpretación, la dosis justa de feminismo, de radicalismo, de crítica al totalitarismo, de marginalidad o de progresismo, para proporcionar a los lectores de hoy el eclecticismo necesario para sobrevivir en el complejo mundo que nos ha tocado en suerte.
Pero está claro que una interpretación de semejante tenor informa más del intérprete que de la interpretada. En ocasiones tan solemnes como ésta, en la que, a un siglo del nacimiento de la autora, parece obligada la reconsideración de conjunto de toda su obra, acaso resultara de utilidad darle la vuelta a la famosa frase de Picasso, “yo no busco, encuentro”, y plantear la cuestión, no de lo que creemos haber encontrado en Arendt, sino de lo que andábamos buscando en sus textos, de los motivos que nos han llevado a reparar en lo que dijo, desatendiendo a tantos otros contemporáneos suyos. No creo que esta otra cuestión tenga una respuesta fácil u obvia.
Eso sí, el enfoque propuesto permite dejar de lado discusiones que, bajo esta luz, tendrían menos interés. Como, por ejemplo, la propiciada por algunos pensadores, extremadamente críticos con las propuestas arendtianas. De hecho, bastante antes de que irrumpiera en escena el inefable Žižek, personajes tan ilustres como Ernst Gellner, Eric Voegelin, Stuart Hampshire, Robert Nisbet, Eric Hobsbawm o el mismísimo Isaiah Berlin habían planteado a dichas propuestas reproches de muy variado tipo, incluido el de que ninguna de ellas aportaba nada realmente nuevo en el plano de la teoría. La reticencia -muy reiterada después en el ámbito académico- tiene un cierto fundamento, a qué negarlo. Sin embargo, una doble puntualización se impone al respecto. La primera es que del hecho de que las respuestas formuladas por Arendt puedan parecer en más de un caso insuficientes, inadecuadas o poco novedosas no se desprende en modo alguno que las preguntas a las que ella pretendía responder no fueran pertinentes. Como tampoco se sigue de tales valoraciones negativas una impugnación del conjunto del proyecto de la autora de La vida del espíritu.Sentado lo cual, la pregunta por nosotros mismos en cuanto herederos-sin-testamento de su obra puede ser puesta ya en primer plano. Al hacerlo, algo llama la atención. Se han vuelto a leer, obteniendo ahora el favor del público, trabajos que tanto en el momento de su publicación como unos cuantos años después o bien no llamaron la atención o bien fueron denostados atribuyéndoles la condición de exponentes claros de la naturaleza conservadora del pensamiento arendtiano. Sus reflexiones sobre la autoridad, la cultura, la conquista del espacio, la educación, la tradición o la responsabilidad colectiva (por no mencionar sus aportaciones más publicitadas sobre la banalidad del mal, el republicanismo, la violencia o el totalitarismo) reaparecen en nuestros días cargadas de perspicacia y buen sentido. Como si dijeran ahora cosas que antes no decían o, tal vez mejor, como si ahora estuviéramos en condiciones de entender a qué se referían.
La tentación de extraer, a partir de semejante experiencia de lectura, conclusiones del tipo el tiempo le ha dado la razón o similares es, ciertamente, grande: de pronto, alguien que estuvo a punto de pasar desapercibida en la historia de la filosofía emerge ante nuestros ojos como la filósofa que estaba en el secreto. Pero ver las cosas de esta forma implicaría una grave distorsión de perspectiva. Porque se trata, en el fondo, de un elogio desmesurado que busca ocultar, tras su aparente generosidad, el error o la incapacidad propias. Que el tiempo pueda haberle dado la razón o no es, en cierto sentido, lo de menos. Arendt no acertó siempre, qué duda cabe (mucho se ha escrito, por ejemplo, sobre sus derrotadas apuestas por el sistema de consejos implantado en Rusia tras la Revolución del 17, en España durante la Guerra Civil o en Hungría en 1956). No es así cómo se mide el valor de una filosofía. Con el desacierto hay que contar siempre, porque una historia en la que siempre se acertara sería una historia privada de libertad -regida por un confortable destino, por una afortunada fatalidad, pero perfectamente inhumana-. Sin embargo, a menudo parece que olvidamos tamaña obviedad, y continuamos argumentando como si se pudiera contar con algún tipo de progreso, avance o mejora, y nos sorprendemos al darnos cuenta de que quizá pasamos de largo ante algo que, ahora, al echar la vista atrás, nos parece importante, y nos preguntamos cómo pudo ser que tomáramos el camino equivocado… Vanas preocupaciones que únicamente sirven para mostrar las limitaciones de nuestra mirada. No son nuestros errores los que han hecho buena a Arendt (como tampoco han rebajado la importancia de los suyos), sino su acreditada capacidad para seguir pensando mientras, a su alrededor, tantos iban abandonando la tarea, cuando se extendía como una mancha de aceite el convencimiento de haber llegado a la tierra prometida de las creencias definitivas y las convicciones inapelables.
Con otras palabras, para estar a la altura de Hannah Arendt no basta con apostillar, al supuesto elogio de que estaba en el secreto, el comentario capcioso “¡Ah!, pero ¿hay secreto?”. Se impone ser, en efecto, más radical, pero en el ámbito que verdaderamente corresponde, esto es, en materia de pensamiento. Se impone atreverse con una duda de fondo. Tal vez una de las peores cosas que le sucede a la filosofía (¿o se trata únicamente de un problema de filósofos?) es que le concede demasiada importancia a tener razón.