- (Hay que) Tomar en serio a los árabes/Abraham B. Yehoshua, escritor israelí, inspirador del movimiento Paz Ahora.
Tomado de La Vanguardia, 27/12/2006);
Traducción: Sonia de Pedro.
En las relaciones entre árabes y judíos, relaciones que se iniciaron hace ya ciento treinta años, cuando los judíos empezaron a asentarse en la tierra de Israel o Palestina, los árabes siempre fueron muy sinceros a la hora de mostrar su oposición al asentamiento judío y su posible reacción contra el movimiento sionista en caso de que éste lograra su objetivo. Es curioso cómo los árabes, entre ellos, generalmente han utilizado un doble lenguaje, en cambio cuando se han dirigido a los israelíes su corazón y su boca coincidían. En cierto sentido, creo que los israelíes deben agradecer la sinceridad de los árabes hacia ellos, una sinceridad que hizo que los judíos, ya antes de la creación del Estado de Israel, se preparasen mejor para enfrentarse al conflicto con los árabes.
Se podría decir que los árabes adivinaron, a veces mejor que muchos judíos, cuál era el objetivo final del movimiento sionista: el establecimiento de un Estado judío. A los árabes no los tranquilizó el discurso de parte de los judíos, que hablaban de que se trataba sólo de un asentamiento de carácter religioso en la tierra de los antepasados o de crear simplemente un centro espiritual. Mi padre, que era un estudioso de la prensa palestina de principios del siglo XX, analizó y observó que los árabes en ocasiones comprendían mejor que muchos judíos cuál sería la consecuencia final de la emigración judía a Palestina. Ante los datos demográficos de comienzos del siglo XX, que oponían un pueblo judío de dieciocho millones de personas frente a tan sólo 550,000 palestinos, los árabes entendieron que, si no detenían la maquinaria sionista a tiempo, acabarían perdiendo Palestina. E incluso aquellos que creyeron en la sinceridad de las reiteradas promesas de los judíos, donde aseguraban que los palestinos mantendrían sus derechos civiles en un Estado judío, se negaron, y con razón, a convertirse en una minoría en su propia tierra.
Cuando, en 1947, las Naciones Unidas propusieron un plan de partición para dividir la tierra en dos estados, uno judío y otro palestino, un plan en que al Estado palestino se le destinaba la mayor parte de las zonas fértiles mientras que a los judíos se les adjudicaban principalmente las regiones desérticas, los árabes se opusieron y declararon una guerra para acabar con el nuevo Estado judío. Los judíos entonces tuvieron que emplear todos sus recursos como Estado para hacer frente al ataque palestino, apoyado por el ejército de siete países árabes que querían invadir al joven Estado de Israel.
Después de la derrota en la guerra de 1948, con la que los palestinos perdieron más de un tercio del territorio asignado por la ONU, siguieron negándose claramente a entablar negociaciones de paz con Israel, a legitimar la existencia del Estado judío, incluso a cambio de una modificación en las fronteras fijadas tras el armisticio y de una solución al problema de los refugiados. Su negativa era rotunda, irrevocable. Era una cuestión de principios. Tras la gran derrota de 1967, los países árabes se reunieron en Jartum en lo que fue la conferencia de los Tres Noes: no al reconocimiento del Estado de Israel, no a la paz y no a la negociación. En esa ocasión, a ellos les habría sido muy fácil engañar al mundo, aparentar buscar la paz, negociar con Israel para que les devolviera los territorios ocupados y esperar unos años para prepararse mejor para la guerra y con algún pretexto atacar a Israel. Sin embargo, no hicieron esto, ya que para ellos la postura antisionista era una cuestión casi de principio religioso, y en eso no se miente.
Esta misma actitud adoptó la OLP durante años. A pesar de toda la presión internacional y su difícil situación, hasta 1988 no estuvo dispuesta a decir la frase clave: “Sí, reconocemos al Estado de Israel”, y con ello obtener los frutos de una situación de paz. Esto mismo le ocurre ahora al movimiento Hamas, que a pesar de la fuerte presión económica y militar, se niega a decir: “Estamos dispuestos a reconocer la legitimidad del Estado de Israel con estas condiciones…”. Y eso que decir algo así no implicaría de forma inmediata una situación de paz, sino que sería todavía muy largo el camino que habría que recorrer para pacificar la región. Sin embargo, la gente de Hamas no está dispuesta a mentir y engañar diciendo algo que para ellos supone una blasfemia.
No obstante, cuando los árabes han dicho: “Sí, queremos paz a cambio de territorios”, han sido sinceros. El primero en decirlo fue el presidente egipcio Anuar el Sadat a principios de los setenta. Pero los israelíes, que creyeron a los egipcios cuando hablaban de guerra, no los creyeron cuando expresaron sus intenciones de paz. Y tal vez se podría haber evitado la guerra de octubre de 1973 si los israelíes hubiesen entablado en serio negociaciones a comienzos de los setenta, tras la muerte de Naser.
En 1979 se firmó el acuerdo de paz con Egipto y, pese a los cambios y la inestabilidad de la región, ha demostrado ser un acuerdo firme y estable. Eso mismo cabe decir del acuerdo de paz con Jordania. Incluso cuando en la última guerra Israel bombardeó Beirut, ni Egipto ni Jordania llamaron a sus embajadores en Israel a consultas, a pesar de la crítica furibunda en estos países hacia la acciones israelíes.
Por tanto, cuando el presidente sirio dice ahora que está dispuesto a alcanzar la paz con Israel, estoy convencido -de acuerdo con lo expuesto anteriormente- de que es totalmente sincero. La paz que ofrece a cambio de la devolución del Golán es una paz auténtica y firme.
Es cierto que el precio es alto y nada fácil de pagar. A la mayoría de los israelíes les resulta muy duro devolver el Golán y desmantelar los asentamientos. El Golán en realidad es un enclave estratégico donde no hay población siria bajo ocupación. Los israelíes que viven allí no son fundamentalistas religiosos sino declaradamente laicos. Y lo cierto es que la paz con Siria acallaría a Hizbulah en Líbano y acabaría con la peligrosa alianza antiisraelí formada por Irán y Siria. Por otro lado, Siria sería más aceptada en Occidente y saldría de la lista de países que fomentan el terrorismo. La paz con Siria abriría una puerta importante al resto de los países árabes, y cuando los palestinos vieran que se quedan solos en su guerra contra Israel, abandonarán por fin su sueño de exterminar al Estado judío y rebajarán sus condiciones para la paz, estando más en la línea del plan Clinton de Camp David del año 2000.
¿Acaso se puede confiar de verdad en las intenciones de paz de los sirios? Considerando la historia de este conflicto que dura ya más de cien años, mi respuesta es rotundamente sí. Hay que creer en los árabes tanto cuando hablan de guerra como cuando hablan de paz. La cuestión de la legitimidad del Estado de Israel es para ellos demasiado importante para aparentar lo que no creen. Por eso, se debe responder a la propuesta siria y empezar a entablar una negociación dura y con unos objetivos claros.
- ¿No hemos aprendido nada?/Amos Oz, escritor israelí.
EL Pais, 27/12/2006);
Traducción del inglés de María Luisa Rodríguez Tapia
El presidente de Siria, Bashir Assad, ha propuesto en repetidas ocasiones entablar negociaciones de paz con Israel, e incluso ha añadido últimamente que no pone ninguna condición previa para negociar; ni siquiera exige que Israel prometa de antemano devolver los altos del Golán. La reacción del primer ministro israelí, Ehud Olmert, ha sido asombrosa. No podemos actuar -ha dicho Olmert- en contra de nuestro amigo, el presidente George W. Bush, que no está interesado en un acuerdo entre Israel y Siria. Por consiguiente, Israel rechaza la mano que le ha tendido Siria.
Hubo una época, cuando Israel aún se comportaba como un país independiente y no como cliente de Estados Unidos, en la que la exigencia de conversaciones directas e incondicionales con los países árabes era el centro de la política israelí en Oriente Próximo. Los primeros ministros David Ben-Gurion, Moshe Sharret, Levi Eshkol, Isaac Rabin y Menachem Begin pidieron que los líderes árabes se sentaran en la mesa de negociaciones sin condiciones previas por ningún lado. Las demandas de cada una de las partes, sostuvo Israel durante decenios, se podían abordar durante las conversaciones.
Ya no es así. Hoy, como respuesta a la apertura siria, Israel ha presentado una lista de condiciones previas. Siria debe expulsar a la dirección de Hamás. Siria debe cortar sus lazos con Hezbolá. Siria debe dejar de acosar a nuestros aliados estadounidenses en Irak. Siria debe poner fin a su alianza con Irán. Siria debe desistir de su concentración de tropas en el frente del Golán. Todo eso tiene que estar hecho antes de empezar las negociaciones.
Si Siria cumpliera todas esas condiciones, Israel no necesitaría negociar el futuro del Golán. Es más, si Siria aceptase todas las condiciones previas que exige Israel, la paz sería superflua.
Israel ocupó los altos del Golán en 1967, en respuesta a un ataque sirio. Desde entonces, Siria ha exigido la devolución de su territorio e Israel que el régimen de Damasco reconozca su existencia, detenga las hostilidades y viva en paz con el Estado judío. Hoy, Israel exige, como condición previa, que Siria conceda todo lo que tiene que conceder antes de sentarse a hablar. Es una demanda desproporcionada. Y más desproporcionada aún es la razón que da Israel para despreciar la mano que le tiende Siria: no podemos negociar con los sirios porque eso pondría al presidente Bush en una situación incómoda dentro del debate interno que está manteniendo el pueblo estadounidense sobre la política relacionada con Oriente Próximo.
¿Por qué se inmiscuye Israel en el debate entre halcones y palomas en Estados Unidos? ¿Por qué tiene que dejar de lado su máximo interés nacional -la paz con todos sus vecinos- por las exquisiteces de sus relaciones con un extranjero? Y sobre todo: ésta es la primera vez que un primer ministro israelí ha reconocido -e incluso se ha mostrado orgulloso por ello- que una decisión nacional de importancia suprema está en manos de otro país.
Ya hemos estado en una situación así. En vísperas de la guerra de Yom Kippur, el presidente egipcio Anuar Sadat ofreció a Israel la paz a cambio de la devolución del Sinaí. El incompetente Gobierno de Golda Meir ignoró la oferta por motivos muy similares a los que ahora expone el Gobierno de Olmert. Entonces, en la guerra que siguió, murieron 2.700 soldados israelíes y resultaron heridos varios miles más. Después de la guerra, Israel volvió a recibir de Sadat la misma oferta que antes: paz a cambio de tierras.
¿No hemos aprendido nada?