Excelente texto de Bigniew Brzezinski, publicado originalmente en The Washington Post el 25 de marzo de 2007, y gracias al periódico El País lo tenemos en español. Recomiendo su lectura.
EE UU: el terrorismo y la cultura del miedo/Zbigniew Brzezinski, exconsejero nacional de Seguridad del presidente Jimmy Carter; autor de Second Chance: Three Presidents and the Crisis of American Superpower (Basic Books).
Publicado en EL PAÍS, 04/04/07);
La “guerra contra el terrorismo” ha creado una cultura nacional del miedo en Estados Unidos. (y en gran parte del mundo). La elevación de estas tres palabras por parte de la Administración de Bush a mantra nacional, a partir de los horribles acontecimientos del 11 de Septiembre, ha tenido un impacto pernicioso en la democracia estadounidense, en la psique de los estadounidenses y en la posición de los EE UU en el mundo. El empleo de esta frase ha minado realmente nuestra capacidad para enfrentarnos a los desafíos concretos que nos plantean los fanáticos que tienen la posibilidad de utilizar el terrorismo contra nosotros.
El daño que han hecho estas tres palabras -la clásica herida autoinfligida- es infinitamente mayor de lo que podrían haber soñado jamás los fanáticos autores de los ataques del 11-S cuando tramaban su complot contra nosotros en las cuevas afganas. La frase en sí carece de sentido. No define ni un contexto geográfico ni a nuestros supuestos enemigos. El terrorismo no es un enemigo sino una técnica de guerra, que consiste en la intimidación política mediante la matanza de civiles desarmados.
Sin embargo, el pequeño secreto subyacente es que la vaguedad de la frase fue deliberadamente calculada por sus patrocinadores. La referencia constante a la guerra contra el terror conseguía un objetivo superior: estimulaba la aparición de una cultura del miedo. El miedo nubla la razón, intensifica las emociones y facilita a los políticos demagogos la movilización de la gente en apoyo de las políticas que quieren poner en marcha. La guerra por la que se optó en Irak no podría haber conseguido el apoyo que tuvo en el Congreso de no haber sido por la vinculación psicológica entre el golpe del 11-S y la pretendida existencia de armas de destrucción masiva en ese país. El apoyo al presidente Bush en las elecciones de 2004 también se movilizó, en parte, por la idea de que una nación en guerra no cambia de comandante en jefe en mitad de la corriente.
Para justificar la “guerra contra el terrorismo”, la Administración ha fabricado en los últimos tiempos un relato histórico falso que podría llegar incluso a convertirse en una profecía de autocumplimiento. Al proclamar que esta guerra es similar a las pasadas luchas de EE UU contra el nazismo y el estalinismo (aunque ignore el hecho de que tanto la Alemania nazi como la Rusia soviética eran potencias militares de primer orden, un estatus que Al-Qaeda nunca tuvo ni puede llegar a tener), la Administración podría estar preparándose para una guerra con Irán. Esta guerra sumergiría a Estados Unidos en un prolongado conflicto que abarcaría Irak, Irán, Afganistán y tal vez incluso Pakistán.
La cultura del miedo es como un geniecillo al que se ha permitido salir de su botella. Cobra vida propia, y puede llegar a ser desmoralizador. Los Estados Unidos de hoy no son el país decidido y con confianza en sí mismo que dio una respuesta contundente a lo de Pearl Harbor; ni es el país que oyó decir a su líder, en otro momento de crisis, las poderosas palabras “lo único a lo que debemos temer es al miedo mismo”; tampoco es el tranquilo país que soportó la Guerra Fría con callada perseverancia pese a saber que la guerra real podía empezar de manera abrupta en cuestión de minutos y provocar la muerte de 100 millones de estadounidenses en el plazo de unas horas. Ahora estamos divididos, inseguros y susceptibles de caer presa del pánico en el caso de que se produzca otra acción terrorista dentro de las fronteras de Estados Unidos.
Éste es el resultado de los cinco años de lavado de cerebro con respecto al terrorismo llevado a cabo en todo el ámbito nacional, muy diferente de las reacciones más silenciosas de muchos otros países (Reino Unido, España, Italia, Alemania, Japón, por mencionar sólo algunos) que también han sufrido dolorosos ataques terroristas. En su más reciente justificación de su guerra en Irak, el presidente Bush llegó incluso a declarar de manera absurda que tiene que seguir haciéndola para evitar que Al-Qaeda cruce el Atlántico para lanzar una guerra de terror aquí en Estados Unidos.
Esta propagación del miedo, reforzada por las empresas de seguridad, los medios de comunicación y la industria del espectáculo, genera su propio impulso. Los empresarios del terror, a los que habitualmente se describe como expertos en terrorismo, están necesariamente comprometidos en la competición para justificar su existencia. Por lo tanto su tarea es convencer al público de que se enfrenta a nuevas amenazas.
Casi sin discusión, puede decirse que EE UU se ha vuelto inseguro y más paranoide. Un estudio reciente llevado a cabo por Ian S. Lustick puso de manifiesto que, en 2003, el Congreso identificó 160 lugares como objetivos nacionales potencialmente importantes para los posibles terroristas. Con la intervención de los grupos de presión, a finales de ese año la lista había aumentado hasta 1,849; a fines de 2004, a 28,360; en 2005, a 77,769. La base de datos nacional de objetivos posibles registra actualmente unos 300,000. (¡Y los que se sumen!)
Recientemente, sin ir más lejos, aquí en Washington, cuando iba camino de una oficina periodística, tuve que pasar por uno de esos absurdos controles de seguridad que han proliferado en casi todos los edificios de oficinas de propiedad privada de esta capital, lo mismo que en la ciudad de Nueva York. Un vigilante uniformado me pidió que rellenara un formulario, que mostrara mi DNI y que explicara por escrito el motivo de mi visita. ¿Indicaría por escrito un visitante terrorista que el motivo es ‘hacer saltar por los aires el edificio’? ¿Habría sido capaz el vigilante de detener a un posible terrorista suicida, portadorde una bomba, que así lo confesase? Para hacer la situación aún más absurda, los grandes almacenes, con sus riadas de compradores, no cuentan con ningún procedimiento que se le pueda comparar. Tampoco lo aplican las salas de conciertos ni los cines.
El Gobierno ha fomentado esta paranoia desde todas sus instancias. Piénsese, por ejemplo, en los paneles electrónicos de las autopistas interestatales que alientan a los motoristas a “Informar de cualquier actividad sospechosa” (¿conductores con turbantes?). Algunos medios de comunicación han hecho su propia contribución. Los canales por cable y algunos medios escritos se han dado cuenta de que los escenarios de horrores atraen mayores audiencias, mientras que los expertos en terrorismo certifican la autenticidad de las visiones apocalípticas con que se alimenta al público estadounidense. El efecto general es que refuerzan la sensación de un peligro desconocido, pero vago, al que se atribuye una creciente amenaza para la vida de los estadounidenses.
La industria del espectáculo también saltó a la palestra. A eso se deben las series de TV y las películas en que los personajes malvados tienen rasgos árabes bien identificables, destacados en algunas ocasiones por actitudes religiosas, que explotan la ansiedad del público y fomentan la islamofobia. Los estereotipos faciales árabes, sobre todo en las tiras y en las viñetas cómicas, se plasman a veces de un modo que recuerda tristemente a las campañas antisemitas de los nazis.
La discriminación social, por ejemplo hacia los viajeros musulmanes que llegan por vía aérea, ha sido también su consecuencia involuntaria. La animadversión hacia los Estados Unidos, como era de esperar, incluso entre los musulmanes a los que no preocupa especialmente el Oriente Próximo, se ha intensificado, mientras que la reputación de nuestro país como abanderado del favorecimiento de las relaciones interraciales e interreligiosas constructivas ha sufrido un formidable deterioro.
El balance es todavía más inquietante en el ámbito general de los derechos civiles. La cultura del miedo ha alimentado la intolerancia, la sospecha hacia los extranjeros y ha fomentado la adopción de procedimientos legales que minan las nociones fundamentales de justicia. El principio de “inocente hasta que se demuestre lo contrario” se ha diluido, cuando no ha brillado por su ausencia, con respecto a algunos ciudadanos -incluso estadounidenses- a los que se ha encarcelado por prolongados periodos sin un rápido y efectivo acceso a un proceso judicial. No hay pruebas concluyentes de que semejantes excesos hayan prevenido importantes actos terroristas, y las condenas a los presuntos terroristas de todo tipo han sido pocas y muy espaciadas. Algún día los estadounidenses se sentirán tan avergonzados de estos hechos.
Entre tanto, la “guerra contra el terrorismo” ha causado un grave daño a Estados Unidos en todo el mundo. La similitud entre el trato brutal que los militares han dado a los civiles iraquíes y el que los israelíes han dado a los palestinos ha despertado en los musulmanes un generalizado sentimiento de hostilidad hacia nuestra nación. Lo que llena de rabia a los musulmanes que ven las noticias de la televisión no es la “guerra contra el terrorismo” sino la matanza de civiles árabes. Y el resentimiento no se limita a los musulmanes. Una reciente encuesta de la BBC entre 28,000 personas de 27 países, que pedía la valoración de los encuestados sobre el papel de los diferentes países en los asuntos internacionales, dio como resultado que Israel, Irán y Estados Unidos (por ese orden) se percibían como los países que ejercían “la influencia más negativa en el mundo”. Al parecer, para algunos, ¡éste es el nuevo eje del mal!
Los acontecimientos del 11-S podrían haber dado lugar a una auténtica solidaridad global contra el extremismo y el terrorismo. Una alianza global de moderados, incluidos los musulmanes, comprometida en una campaña decidida para desmantelar las redes del terrorismo y acabar con los conflictos políticos que lo engendran habría sido más productiva que una “guerra contra el terrorismo”, demagógicamente declarada por los EE UU, prácticamente en solitario, contra el “islamo-fascismo”. Sólo unos Estados Unidos confiadamente decididos y razonables pueden promover la genuina seguridad internacional que acabe por no dejar espacio político alguno para el terrorismo.
¿Dónde está el líder estadounidense dispuesto a decir “basta de histeria, acabemos con esta paranoia”? Incluso enfrentados a futuros ataques terroristas, cuya probabilidad es innegable, mostremos cierto sentido. Seamos fieles a nuestras tradiciones.
© The Washington Post, 2007.Traducido por Emilio G. Muñiz.
El autor cita a Ian S. Lustick Ian Lustick, quien es profesor de ciencias políticas, experto en Medio Oriente de la Universidad de Pennsylvania, un crítico de la política del presidente Bush;He is the author of many books and coeditor (with Ann M. Lesch) of Exile and Return: Predicaments of Palestinians and Jews, also available from the University of Pennsylvania Press, and Trapped in the War on Terror.
Publicado en EL PAÍS, 04/04/07);
La “guerra contra el terrorismo” ha creado una cultura nacional del miedo en Estados Unidos. (y en gran parte del mundo). La elevación de estas tres palabras por parte de la Administración de Bush a mantra nacional, a partir de los horribles acontecimientos del 11 de Septiembre, ha tenido un impacto pernicioso en la democracia estadounidense, en la psique de los estadounidenses y en la posición de los EE UU en el mundo. El empleo de esta frase ha minado realmente nuestra capacidad para enfrentarnos a los desafíos concretos que nos plantean los fanáticos que tienen la posibilidad de utilizar el terrorismo contra nosotros.
El daño que han hecho estas tres palabras -la clásica herida autoinfligida- es infinitamente mayor de lo que podrían haber soñado jamás los fanáticos autores de los ataques del 11-S cuando tramaban su complot contra nosotros en las cuevas afganas. La frase en sí carece de sentido. No define ni un contexto geográfico ni a nuestros supuestos enemigos. El terrorismo no es un enemigo sino una técnica de guerra, que consiste en la intimidación política mediante la matanza de civiles desarmados.
Sin embargo, el pequeño secreto subyacente es que la vaguedad de la frase fue deliberadamente calculada por sus patrocinadores. La referencia constante a la guerra contra el terror conseguía un objetivo superior: estimulaba la aparición de una cultura del miedo. El miedo nubla la razón, intensifica las emociones y facilita a los políticos demagogos la movilización de la gente en apoyo de las políticas que quieren poner en marcha. La guerra por la que se optó en Irak no podría haber conseguido el apoyo que tuvo en el Congreso de no haber sido por la vinculación psicológica entre el golpe del 11-S y la pretendida existencia de armas de destrucción masiva en ese país. El apoyo al presidente Bush en las elecciones de 2004 también se movilizó, en parte, por la idea de que una nación en guerra no cambia de comandante en jefe en mitad de la corriente.
Para justificar la “guerra contra el terrorismo”, la Administración ha fabricado en los últimos tiempos un relato histórico falso que podría llegar incluso a convertirse en una profecía de autocumplimiento. Al proclamar que esta guerra es similar a las pasadas luchas de EE UU contra el nazismo y el estalinismo (aunque ignore el hecho de que tanto la Alemania nazi como la Rusia soviética eran potencias militares de primer orden, un estatus que Al-Qaeda nunca tuvo ni puede llegar a tener), la Administración podría estar preparándose para una guerra con Irán. Esta guerra sumergiría a Estados Unidos en un prolongado conflicto que abarcaría Irak, Irán, Afganistán y tal vez incluso Pakistán.
La cultura del miedo es como un geniecillo al que se ha permitido salir de su botella. Cobra vida propia, y puede llegar a ser desmoralizador. Los Estados Unidos de hoy no son el país decidido y con confianza en sí mismo que dio una respuesta contundente a lo de Pearl Harbor; ni es el país que oyó decir a su líder, en otro momento de crisis, las poderosas palabras “lo único a lo que debemos temer es al miedo mismo”; tampoco es el tranquilo país que soportó la Guerra Fría con callada perseverancia pese a saber que la guerra real podía empezar de manera abrupta en cuestión de minutos y provocar la muerte de 100 millones de estadounidenses en el plazo de unas horas. Ahora estamos divididos, inseguros y susceptibles de caer presa del pánico en el caso de que se produzca otra acción terrorista dentro de las fronteras de Estados Unidos.
Éste es el resultado de los cinco años de lavado de cerebro con respecto al terrorismo llevado a cabo en todo el ámbito nacional, muy diferente de las reacciones más silenciosas de muchos otros países (Reino Unido, España, Italia, Alemania, Japón, por mencionar sólo algunos) que también han sufrido dolorosos ataques terroristas. En su más reciente justificación de su guerra en Irak, el presidente Bush llegó incluso a declarar de manera absurda que tiene que seguir haciéndola para evitar que Al-Qaeda cruce el Atlántico para lanzar una guerra de terror aquí en Estados Unidos.
Esta propagación del miedo, reforzada por las empresas de seguridad, los medios de comunicación y la industria del espectáculo, genera su propio impulso. Los empresarios del terror, a los que habitualmente se describe como expertos en terrorismo, están necesariamente comprometidos en la competición para justificar su existencia. Por lo tanto su tarea es convencer al público de que se enfrenta a nuevas amenazas.
Casi sin discusión, puede decirse que EE UU se ha vuelto inseguro y más paranoide. Un estudio reciente llevado a cabo por Ian S. Lustick puso de manifiesto que, en 2003, el Congreso identificó 160 lugares como objetivos nacionales potencialmente importantes para los posibles terroristas. Con la intervención de los grupos de presión, a finales de ese año la lista había aumentado hasta 1,849; a fines de 2004, a 28,360; en 2005, a 77,769. La base de datos nacional de objetivos posibles registra actualmente unos 300,000. (¡Y los que se sumen!)
Recientemente, sin ir más lejos, aquí en Washington, cuando iba camino de una oficina periodística, tuve que pasar por uno de esos absurdos controles de seguridad que han proliferado en casi todos los edificios de oficinas de propiedad privada de esta capital, lo mismo que en la ciudad de Nueva York. Un vigilante uniformado me pidió que rellenara un formulario, que mostrara mi DNI y que explicara por escrito el motivo de mi visita. ¿Indicaría por escrito un visitante terrorista que el motivo es ‘hacer saltar por los aires el edificio’? ¿Habría sido capaz el vigilante de detener a un posible terrorista suicida, portadorde una bomba, que así lo confesase? Para hacer la situación aún más absurda, los grandes almacenes, con sus riadas de compradores, no cuentan con ningún procedimiento que se le pueda comparar. Tampoco lo aplican las salas de conciertos ni los cines.
El Gobierno ha fomentado esta paranoia desde todas sus instancias. Piénsese, por ejemplo, en los paneles electrónicos de las autopistas interestatales que alientan a los motoristas a “Informar de cualquier actividad sospechosa” (¿conductores con turbantes?). Algunos medios de comunicación han hecho su propia contribución. Los canales por cable y algunos medios escritos se han dado cuenta de que los escenarios de horrores atraen mayores audiencias, mientras que los expertos en terrorismo certifican la autenticidad de las visiones apocalípticas con que se alimenta al público estadounidense. El efecto general es que refuerzan la sensación de un peligro desconocido, pero vago, al que se atribuye una creciente amenaza para la vida de los estadounidenses.
La industria del espectáculo también saltó a la palestra. A eso se deben las series de TV y las películas en que los personajes malvados tienen rasgos árabes bien identificables, destacados en algunas ocasiones por actitudes religiosas, que explotan la ansiedad del público y fomentan la islamofobia. Los estereotipos faciales árabes, sobre todo en las tiras y en las viñetas cómicas, se plasman a veces de un modo que recuerda tristemente a las campañas antisemitas de los nazis.
La discriminación social, por ejemplo hacia los viajeros musulmanes que llegan por vía aérea, ha sido también su consecuencia involuntaria. La animadversión hacia los Estados Unidos, como era de esperar, incluso entre los musulmanes a los que no preocupa especialmente el Oriente Próximo, se ha intensificado, mientras que la reputación de nuestro país como abanderado del favorecimiento de las relaciones interraciales e interreligiosas constructivas ha sufrido un formidable deterioro.
El balance es todavía más inquietante en el ámbito general de los derechos civiles. La cultura del miedo ha alimentado la intolerancia, la sospecha hacia los extranjeros y ha fomentado la adopción de procedimientos legales que minan las nociones fundamentales de justicia. El principio de “inocente hasta que se demuestre lo contrario” se ha diluido, cuando no ha brillado por su ausencia, con respecto a algunos ciudadanos -incluso estadounidenses- a los que se ha encarcelado por prolongados periodos sin un rápido y efectivo acceso a un proceso judicial. No hay pruebas concluyentes de que semejantes excesos hayan prevenido importantes actos terroristas, y las condenas a los presuntos terroristas de todo tipo han sido pocas y muy espaciadas. Algún día los estadounidenses se sentirán tan avergonzados de estos hechos.
Entre tanto, la “guerra contra el terrorismo” ha causado un grave daño a Estados Unidos en todo el mundo. La similitud entre el trato brutal que los militares han dado a los civiles iraquíes y el que los israelíes han dado a los palestinos ha despertado en los musulmanes un generalizado sentimiento de hostilidad hacia nuestra nación. Lo que llena de rabia a los musulmanes que ven las noticias de la televisión no es la “guerra contra el terrorismo” sino la matanza de civiles árabes. Y el resentimiento no se limita a los musulmanes. Una reciente encuesta de la BBC entre 28,000 personas de 27 países, que pedía la valoración de los encuestados sobre el papel de los diferentes países en los asuntos internacionales, dio como resultado que Israel, Irán y Estados Unidos (por ese orden) se percibían como los países que ejercían “la influencia más negativa en el mundo”. Al parecer, para algunos, ¡éste es el nuevo eje del mal!
Los acontecimientos del 11-S podrían haber dado lugar a una auténtica solidaridad global contra el extremismo y el terrorismo. Una alianza global de moderados, incluidos los musulmanes, comprometida en una campaña decidida para desmantelar las redes del terrorismo y acabar con los conflictos políticos que lo engendran habría sido más productiva que una “guerra contra el terrorismo”, demagógicamente declarada por los EE UU, prácticamente en solitario, contra el “islamo-fascismo”. Sólo unos Estados Unidos confiadamente decididos y razonables pueden promover la genuina seguridad internacional que acabe por no dejar espacio político alguno para el terrorismo.
¿Dónde está el líder estadounidense dispuesto a decir “basta de histeria, acabemos con esta paranoia”? Incluso enfrentados a futuros ataques terroristas, cuya probabilidad es innegable, mostremos cierto sentido. Seamos fieles a nuestras tradiciones.
© The Washington Post, 2007.Traducido por Emilio G. Muñiz.
El autor cita a Ian S. Lustick Ian Lustick, quien es profesor de ciencias políticas, experto en Medio Oriente de la Universidad de Pennsylvania, un crítico de la política del presidente Bush;He is the author of many books and coeditor (with Ann M. Lesch) of Exile and Return: Predicaments of Palestinians and Jews, also available from the University of Pennsylvania Press, and Trapped in the War on Terror.
Terrorized by 'War on Terror'How a Three-Word Mantra Has Undermined America/Zbigniew BrzezinskiSunday, March 25, 2007; B01
The "war on terror" has created a culture of fear in America. The Bush administration's elevation of these three words into a national mantra since the horrific events of 9/11 has had a pernicious impact on American democracy, on America's psyche and on U.S. standing in the world. Using this phrase has actually undermined our ability to effectively confront the real challenges we face from fanatics who may use terrorism against us.
The damage these three words have done -a classic self-inflicted wound- is infinitely greater than any wild dreams entertained by the fanatical perpetrators of the 9/11 attacks when they were plotting against us in distant Afghan caves. The phrase itself is meaningless. It defines neither a geographic context nor our presumed enemies. Terrorism is not an enemy but a technique of warfare -political intimidation through the killing of unarmed non-combatants.
But the little secret here may be that the vagueness of the phrase was deliberately (or instinctively) calculated by its sponsors. Constant reference to a "war on terror" did accomplish one major objective: It stimulated the emergence of a culture of fear. Fear obscures reason, intensifies emotions and makes it easier for demagogic politicians to mobilize the public on behalf of the policies they want to pursue. The war of choice in Iraq could never have gained the congressional support it got without the psychological linkage between the shock of 9/11 and the postulated existence of Iraqi weapons of mass destruction. Support for President Bush in the 2004 elections was also mobilized in part by the notion that "a nation at war" does not change its commander in chief in midstream. The sense of a pervasive but otherwise imprecise danger was thus channeled in a politically expedient direction by the mobilizing appeal of being "at war."
To justify the "war on terror," the administration has lately crafted a false historical narrative that could even become a self-fulfilling prophecy. By claiming that its war is similar to earlier U.S. struggles against Nazism and then Stalinism (while ignoring the fact that both Nazi Germany and Soviet Russia were first-rate military powers, a status al-Qaeda neither has nor can achieve), the administration could be preparing the case for war with Iran. Such war would then plunge America into a protracted conflict spanning Iraq, Iran, Afghanistan and perhaps also Pakistan.
The culture of fear is like a genie that has been let out of its bottle. It acquires a life of its own -and can become demoralizing. America today is not the self-confident and determined nation that responded to Pearl Harbor; nor is it the America that heard from its leader, at another moment of crisis, the powerful words "the only thing we have to fear is fear itself"; nor is it the calm America that waged the Cold War with quiet persistence despite the knowledge that a real war could be initiated abruptly within minutes and prompt the death of 100 million Americans within just a few hours. We are now divided, uncertain and potentially very susceptible to panic in the event of another terrorist act in the United States itself.
That is the result of five years of almost continuous national brainwashing on the subject of terror, quite unlike the more muted reactions of several other nations (Britain, Spain, Italy, Germany, Japan, to mention just a few) that also have suffered painful terrorist acts. In his latest justification for his war in Iraq, President Bush even claims absurdly that he has to continue waging it lest al-Qaeda cross the Atlantic to launch a war of terror here in the United States.
Such fear-mongering, reinforced by security entrepreneurs, the mass media and the entertainment industry, generates its own momentum. The terror entrepreneurs, usually described as experts on terrorism, are necessarily engaged in competition to justify their existence. Hence their task is to convince the public that it faces new threats. That puts a premium on the presentation of credible scenarios of ever-more-horrifying acts of violence, sometimes even with blueprints for their implementation.
That America has become insecure and more paranoid is hardly debatable. A recent study reported that in 2003, Congress identified 160 sites as potentially important national targets for would-be terrorists. With lobbyists weighing in, by the end of that year the list had grown to 1,849; by the end of 2004, to 28,360; by 2005, to 77,769. The national database of possible targets now has some 300,000 items in it, including the Sears Tower in Chicago and an Illinois Apple and Pork Festival.
Just last week, here in Washington, on my way to visit a journalistic office, I had to pass through one of the absurd "security checks" that have proliferated in almost all the privately owned office buildings in this capital -- and in New York City. A uniformed guard required me to fill out a form, show an I.D. and in this case explain in writing the purpose of my visit. Would a visiting terrorist indicate in writing that the purpose is "to blow up the building"? Would the guard be able to arrest such a self-confessing, would-be suicide bomber? To make matters more absurd, large department stores, with their crowds of shoppers, do not have any comparable procedures. Nor do concert halls or movie theaters. Yet such "security" procedures have become routine, wasting hundreds of millions of dollars and further contributing to a siege mentality.
Government at every level has stimulated the paranoia. Consider, for example, the electronic billboards over interstate highways urging motorists to "Report Suspicious Activity" (drivers in turbans?). Some mass media have made their own contribution. The cable channels and some print media have found that horror scenarios attract audiences, while terror "experts" as "consultants" provide authenticity for the apocalyptic visions fed to the American public. Hence the proliferation of programs with bearded "terrorists" as the central villains. Their general effect is to reinforce the sense of the unknown but lurking danger that is said to increasingly threaten the lives of all Americans.
The entertainment industry has also jumped into the act. Hence the TV serials and films in which the evil characters have recognizable Arab features, sometimes highlighted by religious gestures, that exploit public anxiety and stimulate Islamophobia. Arab facial stereotypes, particularly in newspaper cartoons, have at times been rendered in a manner sadly reminiscent of the Nazi anti-Semitic campaigns. Lately, even some college student organizations have become involved in such propagation, apparently oblivious to the menacing connection between the stimulation of racial and religious hatreds and the unleashing of the unprecedented crimes of the Holocaust.
The atmosphere generated by the "war on terror" has encouraged legal and political harassment of Arab Americans (generally loyal Americans) for conduct that has not been unique to them. A case in point is the reported harassment of the Council on American-Islamic Relations (CAIR) for its attempts to emulate, not very successfully, the American Israel Public Affairs Committee (AIPAC). Some House Republicans recently described CAIR members as "terrorist apologists" who should not be allowed to use a Capitol meeting room for a panel discussion.
Social discrimination, for example toward Muslim air travelers, has also been its unintended byproduct. Not surprisingly, animus toward the United States even among Muslims otherwise not particularly concerned with the Middle East has intensified, while America's reputation as a leader in fostering constructive interracial and interreligious relations has suffered egregiously.
The record is even more troubling in the general area of civil rights. The culture of fear has bred intolerance, suspicion of foreigners and the adoption of legal procedures that undermine fundamental notions of justice. Innocent until proven guilty has been diluted if not undone, with some -- even U.S. citizens -- incarcerated for lengthy periods of time without effective and prompt access to due process. There is no known, hard evidence that such excess has prevented significant acts of terrorism, and convictions for would-be terrorists of any kind have been few and far between. Someday Americans will be as ashamed of this record as they now have become of the earlier instances in U.S. history of panic by the many prompting intolerance against the few.
In the meantime, the "war on terror" has gravely damaged the United States internationally. For Muslims, the similarity between the rough treatment of Iraqi civilians by the U.S. military and of the Palestinians by the Israelis has prompted a widespread sense of hostility toward the United States in general. It's not the "war on terror" that angers Muslims watching the news on television, it's the victimization of Arab civilians. And the resentment is not limited to Muslims. A recent BBC poll of 28,000 people in 27 countries that sought respondents' assessments of the role of states in international affairs resulted in Israel, Iran and the United States being rated (in that order) as the states with "the most negative influence on the world." Alas, for some that is the new axis of evil!
The events of 9/11 could have resulted in a truly global solidarity against extremism and terrorism. A global alliance of moderates, including Muslim ones, engaged in a deliberate campaign both to extirpate the specific terrorist networks and to terminate the political conflicts that spawn terrorism would have been more productive than a demagogically proclaimed and largely solitary U.S. "war on terror" against "Islamo-fascism." Only a confidently determined and reasonable America can promote genuine international security which then leaves no political space for terrorism.
Where is the U.S. leader ready to say, "Enough of this hysteria, stop this paranoia"? Even in the face of future terrorist attacks, the likelihood of which cannot be denied, let us show some sense. Let us be true to our traditions.
Zbigniew Brzezinski, national security adviser to President Jimmy Carter, is the author most recently of "Second Chance: Three Presidents and the Crisis of American Superpower" (Basic Books).
The damage these three words have done -a classic self-inflicted wound- is infinitely greater than any wild dreams entertained by the fanatical perpetrators of the 9/11 attacks when they were plotting against us in distant Afghan caves. The phrase itself is meaningless. It defines neither a geographic context nor our presumed enemies. Terrorism is not an enemy but a technique of warfare -political intimidation through the killing of unarmed non-combatants.
But the little secret here may be that the vagueness of the phrase was deliberately (or instinctively) calculated by its sponsors. Constant reference to a "war on terror" did accomplish one major objective: It stimulated the emergence of a culture of fear. Fear obscures reason, intensifies emotions and makes it easier for demagogic politicians to mobilize the public on behalf of the policies they want to pursue. The war of choice in Iraq could never have gained the congressional support it got without the psychological linkage between the shock of 9/11 and the postulated existence of Iraqi weapons of mass destruction. Support for President Bush in the 2004 elections was also mobilized in part by the notion that "a nation at war" does not change its commander in chief in midstream. The sense of a pervasive but otherwise imprecise danger was thus channeled in a politically expedient direction by the mobilizing appeal of being "at war."
To justify the "war on terror," the administration has lately crafted a false historical narrative that could even become a self-fulfilling prophecy. By claiming that its war is similar to earlier U.S. struggles against Nazism and then Stalinism (while ignoring the fact that both Nazi Germany and Soviet Russia were first-rate military powers, a status al-Qaeda neither has nor can achieve), the administration could be preparing the case for war with Iran. Such war would then plunge America into a protracted conflict spanning Iraq, Iran, Afghanistan and perhaps also Pakistan.
The culture of fear is like a genie that has been let out of its bottle. It acquires a life of its own -and can become demoralizing. America today is not the self-confident and determined nation that responded to Pearl Harbor; nor is it the America that heard from its leader, at another moment of crisis, the powerful words "the only thing we have to fear is fear itself"; nor is it the calm America that waged the Cold War with quiet persistence despite the knowledge that a real war could be initiated abruptly within minutes and prompt the death of 100 million Americans within just a few hours. We are now divided, uncertain and potentially very susceptible to panic in the event of another terrorist act in the United States itself.
That is the result of five years of almost continuous national brainwashing on the subject of terror, quite unlike the more muted reactions of several other nations (Britain, Spain, Italy, Germany, Japan, to mention just a few) that also have suffered painful terrorist acts. In his latest justification for his war in Iraq, President Bush even claims absurdly that he has to continue waging it lest al-Qaeda cross the Atlantic to launch a war of terror here in the United States.
Such fear-mongering, reinforced by security entrepreneurs, the mass media and the entertainment industry, generates its own momentum. The terror entrepreneurs, usually described as experts on terrorism, are necessarily engaged in competition to justify their existence. Hence their task is to convince the public that it faces new threats. That puts a premium on the presentation of credible scenarios of ever-more-horrifying acts of violence, sometimes even with blueprints for their implementation.
That America has become insecure and more paranoid is hardly debatable. A recent study reported that in 2003, Congress identified 160 sites as potentially important national targets for would-be terrorists. With lobbyists weighing in, by the end of that year the list had grown to 1,849; by the end of 2004, to 28,360; by 2005, to 77,769. The national database of possible targets now has some 300,000 items in it, including the Sears Tower in Chicago and an Illinois Apple and Pork Festival.
Just last week, here in Washington, on my way to visit a journalistic office, I had to pass through one of the absurd "security checks" that have proliferated in almost all the privately owned office buildings in this capital -- and in New York City. A uniformed guard required me to fill out a form, show an I.D. and in this case explain in writing the purpose of my visit. Would a visiting terrorist indicate in writing that the purpose is "to blow up the building"? Would the guard be able to arrest such a self-confessing, would-be suicide bomber? To make matters more absurd, large department stores, with their crowds of shoppers, do not have any comparable procedures. Nor do concert halls or movie theaters. Yet such "security" procedures have become routine, wasting hundreds of millions of dollars and further contributing to a siege mentality.
Government at every level has stimulated the paranoia. Consider, for example, the electronic billboards over interstate highways urging motorists to "Report Suspicious Activity" (drivers in turbans?). Some mass media have made their own contribution. The cable channels and some print media have found that horror scenarios attract audiences, while terror "experts" as "consultants" provide authenticity for the apocalyptic visions fed to the American public. Hence the proliferation of programs with bearded "terrorists" as the central villains. Their general effect is to reinforce the sense of the unknown but lurking danger that is said to increasingly threaten the lives of all Americans.
The entertainment industry has also jumped into the act. Hence the TV serials and films in which the evil characters have recognizable Arab features, sometimes highlighted by religious gestures, that exploit public anxiety and stimulate Islamophobia. Arab facial stereotypes, particularly in newspaper cartoons, have at times been rendered in a manner sadly reminiscent of the Nazi anti-Semitic campaigns. Lately, even some college student organizations have become involved in such propagation, apparently oblivious to the menacing connection between the stimulation of racial and religious hatreds and the unleashing of the unprecedented crimes of the Holocaust.
The atmosphere generated by the "war on terror" has encouraged legal and political harassment of Arab Americans (generally loyal Americans) for conduct that has not been unique to them. A case in point is the reported harassment of the Council on American-Islamic Relations (CAIR) for its attempts to emulate, not very successfully, the American Israel Public Affairs Committee (AIPAC). Some House Republicans recently described CAIR members as "terrorist apologists" who should not be allowed to use a Capitol meeting room for a panel discussion.
Social discrimination, for example toward Muslim air travelers, has also been its unintended byproduct. Not surprisingly, animus toward the United States even among Muslims otherwise not particularly concerned with the Middle East has intensified, while America's reputation as a leader in fostering constructive interracial and interreligious relations has suffered egregiously.
The record is even more troubling in the general area of civil rights. The culture of fear has bred intolerance, suspicion of foreigners and the adoption of legal procedures that undermine fundamental notions of justice. Innocent until proven guilty has been diluted if not undone, with some -- even U.S. citizens -- incarcerated for lengthy periods of time without effective and prompt access to due process. There is no known, hard evidence that such excess has prevented significant acts of terrorism, and convictions for would-be terrorists of any kind have been few and far between. Someday Americans will be as ashamed of this record as they now have become of the earlier instances in U.S. history of panic by the many prompting intolerance against the few.
In the meantime, the "war on terror" has gravely damaged the United States internationally. For Muslims, the similarity between the rough treatment of Iraqi civilians by the U.S. military and of the Palestinians by the Israelis has prompted a widespread sense of hostility toward the United States in general. It's not the "war on terror" that angers Muslims watching the news on television, it's the victimization of Arab civilians. And the resentment is not limited to Muslims. A recent BBC poll of 28,000 people in 27 countries that sought respondents' assessments of the role of states in international affairs resulted in Israel, Iran and the United States being rated (in that order) as the states with "the most negative influence on the world." Alas, for some that is the new axis of evil!
The events of 9/11 could have resulted in a truly global solidarity against extremism and terrorism. A global alliance of moderates, including Muslim ones, engaged in a deliberate campaign both to extirpate the specific terrorist networks and to terminate the political conflicts that spawn terrorism would have been more productive than a demagogically proclaimed and largely solitary U.S. "war on terror" against "Islamo-fascism." Only a confidently determined and reasonable America can promote genuine international security which then leaves no political space for terrorism.
Where is the U.S. leader ready to say, "Enough of this hysteria, stop this paranoia"? Even in the face of future terrorist attacks, the likelihood of which cannot be denied, let us show some sense. Let us be true to our traditions.
Zbigniew Brzezinski, national security adviser to President Jimmy Carter, is the author most recently of "Second Chance: Three Presidents and the Crisis of American Superpower" (Basic Books).