Tomado de El País, 09/05/2007;
En todos los comentarios sobre la victoria de Nicolas Sarkozy en las elecciones francesas -y, por tanto, sobre la derrota de Ségolène Royal- puede advertirse, sobre todo cuando esos comentarios vienen del extranjero, un aroma de tristeza y pesar. Incluso cierta ternura. Ocurre hasta cuando los autores de esos artículos consideran que la elección del nuevo presidente es para Francia una posibilidad de acabar con este famoso "modelo" que constituye, se supone, el handicap que aísla a Francia de otras naciones europeas, aunque sean socialistas.
Esta tristeza y este pesar tienen una dimensión novelesca e incluso estética. Nos gustaba que un país como Francia estuviera dirigido por una mujer que se ajusta tanto a la imagen habitual de "la Marianne ideal". La candidata de la izquierda no sólo posee una belleza cautivadora, que no se alteró con ninguna de las agotadoras experiencias de la campaña, sino que tiene una dicción y un vocabulario propios de una clase determinada de conservadores católicos refugiados en esa Francia profunda en la que no estamos acostumbrados a topar con portavoces de la izquierda. Un padre militar, una familia que no falta jamás a la misa del domingo y una disciplina moral casi puritana: de ese entorno salió una heroína socialista que habla en nombre del pueblo. Nada que ver con Rosa Luxemburgo, la revolucionaria berlinesa de principios del siglo XX, ni con Margaret Thatcher ni Angela Merkel. Nada que ver con Indira Gandhi ni con Golda Meir. Sólo la paquistaní Benazir Bhutto, tal vez, podría competir con el encanto de Ségolène Royal, pero no era ninguna revolucionaria.
Además, ese apellido, Royal, que ha permitido soñar. Francia sigue siendo monárquica, y al pueblo le ha gustado poder pronunciar ese nombre sin tener que renunciar a sus ideas. Todos los amigos de Francia, e incluso todos los que, en Nueva York, Roma o Madrid, se sienten a menudo exasperados por la famosa "arrogancia francesa", han dado la impresión de sentir cierto placer literario observando la insólita trayectoria de esta mujer solitaria, obstinada y que, bajo la sonrisa luminosa, oculta un carácter indomable.
He aquí, pues, a esta mujer, a la que tantos rivales habían deseado el fracaso. Ha conseguido convocar a 17 millones de franceses, frente a los 19 millones que logró reunir Nicolas Sarkozy. Todo el mundo habla de derrota en tono compasivo. Pero, cuando se piensa en la estética del recorrido, se puede decir (siempre que nos distanciemos de la eficacia política) que ha sido una verdadera hazaña.
Desde luego, se fió de sus propias fuerzas durante las últimas semanas de la campaña electoral. Cuando decidió enfrentarse con los suyos, quiso prepararse sola, sin equipo, sin ayuda, decidida a desbaratar las trampas y deshacerse de los aparatos, y rechazando la tutela de los expertos que más podían contribuir a su proyecto. Con ello asumió también el riesgo de aumentar su número de enemigos, los celos de sus rivales y la impaciencia de sus mayores. El hecho de haber escogido el heroísmo de la soledad y la libertad le permitió imponerse, desde el exterior y con la ayuda de la opinión pública, en un partido que no quería saber nada de ella. Sin esa decisión, no habría sido candidata. Pero, al mismo tiempo, haber escogido la soledad le impidió poner a punto un proyecto extremadamente ambicioso: quería conciliar una especie de revolución cultural entre los socialistas franceses con una serie de pasos, por desgracia demasiado tímidos, para avanzar por la vía de la socialdemocracia.
Hoy, armada de su inmensa popularidad, se enfrenta a los elefantes empeñados en deshacerse de ella para seguir encabezando la formación que afrontará las elecciones legislativas en junio. Es una historia apasionante, estimulante y sórdida.
Por otro lado, podría decirse que la trayectoria de Nicolas Sarkozy es igualmente extraordinaria. Es la primera vez, en Francia, que ha llegado a la segunda vuelta una mujer candidata, pero también la primera vez que ha habido un candidato -y ahora un presidente- hijo de inmigrantes. Como símbolo, es señal de un cambio trascendental en lo que llamamos "el alma de la Francia eterna". Más aún si se tiene en cuenta que, entre los antepasados de Nicolas Sarkozy, uno de sus abuelos es un judío convertido al catolicismo, y además un judío húngaro.
A todos los políticos les mueve la sed de poder, y sin ella no serían lo que son. Pero pocas veces habíamos visto a un hombre atrapado por esa sed de forma tan obsesiva y desde hace tanto tiempo. Y pocas veces, sobre todo, habíamos visto a un hombre que reuniera en tal medida las dotes de tribuno en los mítines, de orador en la televisión y de retórico en el Parlamento. La palabra "retórico" evoca las grandes Escuelas de Retórica herederas de Cicerón y las Catilinarias. Es el talento para encontrar las palabras cuando se necesitan y como se necesitan, y de formularlas con un timbre de voz y una articulación capaces de cautivar. Se dirá que, hasta ahora, esas dotes eran propias de los líderes del populismo suramericano y ciertos déspotas árabes. También que Hitler tenía un poder casi mágico. Hoy no funcionaría. Sarkozy, en cambio, sabe adaptarse perfectamente a los deseos de los electores en las democracias de este principio del siglo XXI.
No sé si la palabra "genio" es excesiva para referirse a Nicolas Sarkozy. Pero, en cualquier caso, hace falta serlo un poco para conseguir lo que ha conseguido él: hacer olvidar que, durante cinco largos años, ha sido el ministro más importante de un Gobierno que hizo exactamente lo contrario de lo que propugna el nuevo presidente. El candidato Sarkozy se ha dedicado a denunciar de forma violenta, declamatoria y repetitiva todo lo que el Gobierno de Jacques Chirac -del que fue el ministro más poderoso- ha llevado a cabo. Nadie se ha estremecido por esa barbaridad. Él no se ha disculpado ni ha dado explicaciones en ningún momento. Y, a base de no acordarse de ello, ha transformado la memoria de los demás. Durante toda la campaña, por ejemplo, no se ha oído decir a nadie que Nicolas Sarkozy tuvo el tremendo descaro de ir a Estados Unidos para denunciar la política antiamericana de su propio presidente.
Semejante falta de disciplina y solidaridad gubernamentales no tiene precedente en la historia de la República francesa. Nadie se ha atrevido a decir que es muy posible que si hubiera sido presidente Nicolas Sarkozy en lugar de Jacques Chirac, habría tropas francesas en Irak. Dos años antes de ser candidato, Sarkozy se comportó como si fuera el rival de su propio presidente, y salió triunfador. Ahora resulta que, ante la victoria del presidente nuevo, la gente se suma y se inclina. Los franceses estaban hartos de una Francia que contemplaba su propio declive. Han elegido al presidente de una "revolución conservadora" que se parece mucho a la de los Estados Unidos de George Bush. En realidad, es más bien una Restauración. Ya vivimos esto en Francia, entre la caída del Primer Imperio, el 6 de abril de 1814, y la revolución del 29 de julio de 1830, con los reinados de Luis XVIII y Carlos X, hermanos de Luis XVI. Se propusieron retroceder en todas las reformas y todas las instituciones del régimen instaurado por Napoleón. Alguien dirá que en aquel periodo no había democracia y que Nicolas Sarkozy, hoy, no puede hacer lo que quiera. Pero la monarquía de Luis XVIII estaba sujeta a los límites de la Carta de 1814.
Nicolas Sarkozy concentra la mayoría en el Senado, la presidencia del Consejo Constitucional, el Consejo Superior de la Magistratura y el Consejo Superior Audiovisual. Es, además, íntimo amigo de los grandes empresarios que poseen en estos momentos casi la totalidad de los grandes medios de comunicación en Francia. El gran trío sarkozista está formado por Arnaud Lagardère, François Pinault y Bernard Arnault, los tres hombres más poderosos de Francia. Pero seamos razonables: Nicolas Sarkozy ha hablado de reforzar los poderes del Parlamento y ha decidido ofrecer a la oposición la Presidencia de la Comisión de Economía y la de Asuntos Exteriores. Y hay que pensar que Nicolas Sarkozy, ya que he hablado de que es un genio, tiene todas las posibilidades de sorprendernos, incluso para bien.
Esta tristeza y este pesar tienen una dimensión novelesca e incluso estética. Nos gustaba que un país como Francia estuviera dirigido por una mujer que se ajusta tanto a la imagen habitual de "la Marianne ideal". La candidata de la izquierda no sólo posee una belleza cautivadora, que no se alteró con ninguna de las agotadoras experiencias de la campaña, sino que tiene una dicción y un vocabulario propios de una clase determinada de conservadores católicos refugiados en esa Francia profunda en la que no estamos acostumbrados a topar con portavoces de la izquierda. Un padre militar, una familia que no falta jamás a la misa del domingo y una disciplina moral casi puritana: de ese entorno salió una heroína socialista que habla en nombre del pueblo. Nada que ver con Rosa Luxemburgo, la revolucionaria berlinesa de principios del siglo XX, ni con Margaret Thatcher ni Angela Merkel. Nada que ver con Indira Gandhi ni con Golda Meir. Sólo la paquistaní Benazir Bhutto, tal vez, podría competir con el encanto de Ségolène Royal, pero no era ninguna revolucionaria.
Además, ese apellido, Royal, que ha permitido soñar. Francia sigue siendo monárquica, y al pueblo le ha gustado poder pronunciar ese nombre sin tener que renunciar a sus ideas. Todos los amigos de Francia, e incluso todos los que, en Nueva York, Roma o Madrid, se sienten a menudo exasperados por la famosa "arrogancia francesa", han dado la impresión de sentir cierto placer literario observando la insólita trayectoria de esta mujer solitaria, obstinada y que, bajo la sonrisa luminosa, oculta un carácter indomable.
He aquí, pues, a esta mujer, a la que tantos rivales habían deseado el fracaso. Ha conseguido convocar a 17 millones de franceses, frente a los 19 millones que logró reunir Nicolas Sarkozy. Todo el mundo habla de derrota en tono compasivo. Pero, cuando se piensa en la estética del recorrido, se puede decir (siempre que nos distanciemos de la eficacia política) que ha sido una verdadera hazaña.
Desde luego, se fió de sus propias fuerzas durante las últimas semanas de la campaña electoral. Cuando decidió enfrentarse con los suyos, quiso prepararse sola, sin equipo, sin ayuda, decidida a desbaratar las trampas y deshacerse de los aparatos, y rechazando la tutela de los expertos que más podían contribuir a su proyecto. Con ello asumió también el riesgo de aumentar su número de enemigos, los celos de sus rivales y la impaciencia de sus mayores. El hecho de haber escogido el heroísmo de la soledad y la libertad le permitió imponerse, desde el exterior y con la ayuda de la opinión pública, en un partido que no quería saber nada de ella. Sin esa decisión, no habría sido candidata. Pero, al mismo tiempo, haber escogido la soledad le impidió poner a punto un proyecto extremadamente ambicioso: quería conciliar una especie de revolución cultural entre los socialistas franceses con una serie de pasos, por desgracia demasiado tímidos, para avanzar por la vía de la socialdemocracia.
Hoy, armada de su inmensa popularidad, se enfrenta a los elefantes empeñados en deshacerse de ella para seguir encabezando la formación que afrontará las elecciones legislativas en junio. Es una historia apasionante, estimulante y sórdida.
Por otro lado, podría decirse que la trayectoria de Nicolas Sarkozy es igualmente extraordinaria. Es la primera vez, en Francia, que ha llegado a la segunda vuelta una mujer candidata, pero también la primera vez que ha habido un candidato -y ahora un presidente- hijo de inmigrantes. Como símbolo, es señal de un cambio trascendental en lo que llamamos "el alma de la Francia eterna". Más aún si se tiene en cuenta que, entre los antepasados de Nicolas Sarkozy, uno de sus abuelos es un judío convertido al catolicismo, y además un judío húngaro.
A todos los políticos les mueve la sed de poder, y sin ella no serían lo que son. Pero pocas veces habíamos visto a un hombre atrapado por esa sed de forma tan obsesiva y desde hace tanto tiempo. Y pocas veces, sobre todo, habíamos visto a un hombre que reuniera en tal medida las dotes de tribuno en los mítines, de orador en la televisión y de retórico en el Parlamento. La palabra "retórico" evoca las grandes Escuelas de Retórica herederas de Cicerón y las Catilinarias. Es el talento para encontrar las palabras cuando se necesitan y como se necesitan, y de formularlas con un timbre de voz y una articulación capaces de cautivar. Se dirá que, hasta ahora, esas dotes eran propias de los líderes del populismo suramericano y ciertos déspotas árabes. También que Hitler tenía un poder casi mágico. Hoy no funcionaría. Sarkozy, en cambio, sabe adaptarse perfectamente a los deseos de los electores en las democracias de este principio del siglo XXI.
No sé si la palabra "genio" es excesiva para referirse a Nicolas Sarkozy. Pero, en cualquier caso, hace falta serlo un poco para conseguir lo que ha conseguido él: hacer olvidar que, durante cinco largos años, ha sido el ministro más importante de un Gobierno que hizo exactamente lo contrario de lo que propugna el nuevo presidente. El candidato Sarkozy se ha dedicado a denunciar de forma violenta, declamatoria y repetitiva todo lo que el Gobierno de Jacques Chirac -del que fue el ministro más poderoso- ha llevado a cabo. Nadie se ha estremecido por esa barbaridad. Él no se ha disculpado ni ha dado explicaciones en ningún momento. Y, a base de no acordarse de ello, ha transformado la memoria de los demás. Durante toda la campaña, por ejemplo, no se ha oído decir a nadie que Nicolas Sarkozy tuvo el tremendo descaro de ir a Estados Unidos para denunciar la política antiamericana de su propio presidente.
Semejante falta de disciplina y solidaridad gubernamentales no tiene precedente en la historia de la República francesa. Nadie se ha atrevido a decir que es muy posible que si hubiera sido presidente Nicolas Sarkozy en lugar de Jacques Chirac, habría tropas francesas en Irak. Dos años antes de ser candidato, Sarkozy se comportó como si fuera el rival de su propio presidente, y salió triunfador. Ahora resulta que, ante la victoria del presidente nuevo, la gente se suma y se inclina. Los franceses estaban hartos de una Francia que contemplaba su propio declive. Han elegido al presidente de una "revolución conservadora" que se parece mucho a la de los Estados Unidos de George Bush. En realidad, es más bien una Restauración. Ya vivimos esto en Francia, entre la caída del Primer Imperio, el 6 de abril de 1814, y la revolución del 29 de julio de 1830, con los reinados de Luis XVIII y Carlos X, hermanos de Luis XVI. Se propusieron retroceder en todas las reformas y todas las instituciones del régimen instaurado por Napoleón. Alguien dirá que en aquel periodo no había democracia y que Nicolas Sarkozy, hoy, no puede hacer lo que quiera. Pero la monarquía de Luis XVIII estaba sujeta a los límites de la Carta de 1814.
Nicolas Sarkozy concentra la mayoría en el Senado, la presidencia del Consejo Constitucional, el Consejo Superior de la Magistratura y el Consejo Superior Audiovisual. Es, además, íntimo amigo de los grandes empresarios que poseen en estos momentos casi la totalidad de los grandes medios de comunicación en Francia. El gran trío sarkozista está formado por Arnaud Lagardère, François Pinault y Bernard Arnault, los tres hombres más poderosos de Francia. Pero seamos razonables: Nicolas Sarkozy ha hablado de reforzar los poderes del Parlamento y ha decidido ofrecer a la oposición la Presidencia de la Comisión de Economía y la de Asuntos Exteriores. Y hay que pensar que Nicolas Sarkozy, ya que he hablado de que es un genio, tiene todas las posibilidades de sorprendernos, incluso para bien.