13 ago 2010

El imperativo de la felicidad

El imperativo de la felicidad/Germán Cano, profesor de Filosofía en la Universidad de Alcalá de Henares y editor de las obras completas de Nietzsche que publica Gredos
Publicado en EL PAÍS, 13/08/10;
En esa piedra angular de la reflexión de la modernidad crepuscular que es Dialéctica de la Ilustración, Theodor W. Adorno y Max Horkheimer no dudaron en retroceder hasta las fuentes míticas del mundo antiguo para rastrear el origen ascético de una racionalidad instrumental orientada al trabajo y al sacrificio del goce. En 1947, año de sombríos balances en el que se publicó la obra, la arriesgada comparación entre Ulises y el buen burgués sonaba tan intempestiva como en la actualidad, pero tuvo gran eco. Para escuchar el canto seductor de las sirenas, pero sin ceder a su destructora invitación a la felicidad, el héroe se hacía atar al palo mayor después de haber tapado con cera los oídos de sus subordinados. Del mismo modo que Ulises se sustraía a la fatal seducción del canto de las sirenas atándose a este rígido mástil, el ascetismo burgués alejaba de sí tanto más obstinadamente su dicha cuanto más cerca sentía su inquietante presencia.
¿Se caracteriza nuestro sistema cultural por su afán ascético, por su austeridad respecto a todo goce? Parece más bien lo contrario: Ulises se ha soltado del mástil. Bajo la intimidatoria tiranía del imperativo de felicidad nuestras sociedades no solo habrían renunciado a todo horizonte trágico de sentido; también han criminalizado como patología toda humana e ineludible desgracia. Habríamos pasado, en suma, de habitar los insondables abismos religiosos de la culpa carnal a un mundo kitsch donde nuestra única vergüenza sería no conquistar el sueño de la felicidad.
Muchas veces considerados como “las páginas en blanco de la historia”, los días felices nunca fueron vistos con buenos ojos por los grandes clásicos. Entendámonos: no se trata de echar mano de moralina ni de volver a los buenos tiempos del sacrificio, destruyendo este nuevo becerro de oro de las sociedades tardocapitalistas. No, la felicidad es demasiado importante como para que domine como valor exclusivo. El problema radica en la ausencia de límites de un cuerpo feliz a secas. Cuando las sociedades modernas persiguen con tanto fervor ese sueño inalcanzable y abstracto llamado “felicidad individual” -incluso por encima de la libertad, la justicia o incluso la alegría-, la búsqueda compulsiva de esa sombra esquiva no tiene más remedio que culpabilizar toda desdicha.
En este contexto de sospecha la óptica del psicoanálisis es indispensable. Desde el momento en el que se nos exhorta a ser felices, ¿no se vuelve el sexo, por ejemplo, un deber incluso más insidioso que cualquier orden moral? Con Slavojiek podríamos decir que el mejor símbolo del imperativo de felicidad actual es la viagra. Una vez que esta se ocupa de modo automático de tu erección, ya no hay excusa: ¡tienes que disfrutar del sexo! ¡Y si no eres sexualmente feliz, es por tu culpa!
Alguna responsabilidad ha tenido también cierto optimismo tecnológico, ilusoriamente convencido de poder construir a golpe de voluntad cielos sobre la tierra. Máxime cuando el paso siguiente de este proyecto prometeico fue identificar toda aflicción como “anomalía”. ¿La consecuencia? Una sociedad frágil, excesivamente preocupada por la amenaza del dolor, siempre “en riesgo”, desvalida, infantilizada por la necesidad de protección.
En calidad de maestro de la paradoja, el pensador Odo Marquard nos ayuda a perfilar nuestra febril hipersensibilidad hacia la desdicha, un singular malestar que tal vez se explique a la luz de esta ambivalencia: puesto que los avances de la era moderna en derechos, reivindicaciones y la democratización del reconocimiento han despertado unas expectativas casi infinitas, la decepción de los seres humanos parece aumentar paulatinamente también con cada progreso. Una vez que se reconoce al hombre la capacidad de fundamentar su propia felicidad y se desploma toda teodicea; cuando la insatisfacción respecto al mundo, dirigida antaño hacia lo trascendente, se orienta hacia la contingencia histórica, no se tarda mucho en descubrir siempre a algún chivo expiatorio como mancha que obstaculiza el curso necesario hacia el paraíso terreno. “En el mundo de la vida de los hombres”, concluye Marquard, “la felicidad siempre está junto a la infelicidad, a pesar de la infelicidad o directamente por la infelicidad”. Dicho de otro modo: cuando los progresos culturales son un éxito y eliminan el mal, raramente despiertan entusiasmo. Más bien se dan por supuestos, centrándose la atención exclusivamente en los males que perduran. Cuanta más infelicidad desaparece de la realidad, más nos ofende la infelicidad que aún persiste como resto. No habría felicidad, pues, sin sus correspondientes sombras.
Puede que esta sea nuestra “venganza de lo reprimido”: cuanto más buscamos el lecho de Procusto de la felicidad, más atrapados e inermes nos sentimos frente al dolor. Ironía de las buenas intenciones: ¿no somos nosotros los primeros seres humanos de la historia que empezamos a ser infelices por no ser felices? Para unas sociedades que buscan ante todo asegurar una vida feliz frente a los posibles excesos, el dolor no puede ser más que una presencia obscena, un desagradable tabú.
Pero bajo la bandera de la salud y de la protección avanza por medio de esta eliminación de “riesgos” un poder biopolítico que blanquea el lenguaje jurídico o político en médico. Se explica desde este punto de vista nuestra necesidad heterónoma de expertos. Terapeutas y charlatanes mediáticos de la felicidad llenan este hueco a la vez que nos reconfortan de nuestras cobardías cotidianas. El actual mercado cultural de la espiritualidad que está transformando silenciosamente las secciones de filosofía de las librerías en apartados de autoayuda es un buen síntoma de ello.
No terminan aquí las paradojas. Es curioso que la obsesión individual por ser felices en el ámbito doméstico coincida con la necesidad de aparecer a los ojos de los demás como incurables quejosos. Peter Sloterdijk ha bautizado esta ideología como la “comedia de la desdicha”: la pantomima de seguir un guión victimista en sociedad a fin de blindarnos de las virtudes contaminantes del don de la felicidad genuina, por definición extática, intersubjetiva. Nos quejamos por vicio, en verdad, pero, sobre todo, porque mostrarnos como felices ante los demás nos obligaría -noblesse oblige- a ser más generosos.
Si en la ideología clásica el subyugado por el mundo de la necesidad se refugiaba en el opio de la ilusión, ahora ocurre justo lo contrario: muchos que viven cómodamente miran de reojo simulado sus desgracias. Si un Molière redivivo tuviera que escribir su sátira, sería la del obseso de la felicidad que quiere parecer más infeliz de lo que es. Con malicia Sloterdijk subraya que lo único que cabe hacer “cuando uno es feliz, rico y libre es suicidarte o hacerte corredor de maratón”. Interesante reflexión para comprender cómo el culto vigoréxico al cuerpo se convierte en la coartada para no compartir la dicha. Cuando la cultura de la queja huye del dolor lo trivializa presentándolo como absolutamente ajeno a nuestro presunto derecho a la felicidad.
¿Recetas contra esta abusiva “feliz dependencia”? Lejos de esa automática búsqueda de intensidad de los nuevos sacerdotes del goce, quizá se trataría de conquistar los tonos grises, de limitar el avasallador derecho a la felicidad con un cierto sentimiento de gratitud por los regalos de la existencia. “Toda la felicidad”, escribía Chesterton evocando las arbitrarias exigencias de los cuentos de hadas, “depende de abstenerse de hacer algo que en cualquier momento podría hacerse y que con frecuencia no es evidente por qué razón no ha de hacerse”. Esta función del límite, por gratuito que sea, nos recuerda que la felicidad es un milagro, un regalo. No suena mal para concluir esta proclama infantil como principio de oposición a una sociedad cada vez más normalizada en torno a este estresante imperativo. Parafraseando el célebre inicio de Ana Karenina: todos los felices son felices de la misma manera, pero cada uno es desgraciado de modo singular.

Diego y Navalón

Columna Cuenta atrás/Antonio Navalón
El Universal, 2 de agosto de 2010
En un Estado en el que el secuestro se ha vuelto propiedad privada cabe todo menos la insensatez. Sería insensato no dedicar nuestra inteligencia a unir cabos para saber, más allá de la tragedia privada del ciudadano Diego Fernández de Cevallos, qué le pasa a este Estado, porque lo que le pasa al Estado nos pasa a todos.
Ya en la recta final del secuestro, y tras la publicación de la carta que Cevallos dirigió a su hijo y el boletín de quien lo tiene, no tengo más remedio que regresar 16 años atrás. Como Chomsky nos enseñó, se puede saber de la gente tanto por lo que dice como por lo que calla. Así, al minuto de ser secuestrado El Jefe Diego, propios y extraños, nacionales y extranjeros, creyeron que estaba en manos guerrilleras.
Hoy no hay duda del profesionalismo de “los misteriosos desaparecedores”, que eligieron a José Cárdenas, quien ha vivido todas las crisis de 1994 a la fecha, como medio de difusión de algo que sin duda tiene gran valor periodístico. Llegado a este punto, tres indicios reveladores: 1) Diego está en poder de un grupo guerrillero, pero quien se lo llevó fue uno, quien lo tiene es otro y quien lo soltará, y a cambio de qué, será otro; 2) las negociaciones siguen siendo religiosas, sólo que ahora es una ceremonia ecuménica vía esa catedral de la comunicación que es Twitter; 3) de Diego quieren lo que tiene en su cabeza y su corazón, o lo que con un humor negro han definido sus captores como “cuitas, negocios, así como amores y desamores, personales y políticos”. Es ahí donde está el valor del Jefe Diego, ya no en su dinero.
La situación recuerda enero de 1994, cuando el Estado enfrentó —en condiciones mejores que las actuales— un desafío que le quebró el espinazo. En 2010, sin un Estado fuerte, el plagio de Diego es tragedia personal que resulta irrelevante ante la información que él ya soltó.
La carta del captor muestra que no sólo es un guerrillero profesional y con sentido del humor, además está cimbrando a una sociedad cuyo gobierno decidió no inmiscuirse. ¿Quién lo tiene? Seguramente los mismos que iniciaron lo que en forma de revuelta indígena fue el inicio de un golpe de Estado. ¿Por qué ahora? Porque el principio de cualquier desestabilizador no es tanto contar con los aciertos propios como con los errores del contrario y ahora, más que nunca, el Estado es débil.
En mi especulación, admito que lo es, estamos en la segunda entrega del golpe de Estado. Diego no está en una selva, ni rodeado de la humedad y de los bichos que ahí habitan, pero vive en unas condiciones de aislamiento que reviven un escenario selvático.
En cualquier caso, recomiendo que no se pierdan el gran estreno en YouTube de las confesiones de Fernández de Cevallos.
P.D.: En la cena de despedida del ex secretario de Gobernación —hoy apacible en Alaska— se apareció el siempre esperado y experimentado Salinas de Gortari. Seguramente, ambos amigos, tuvieron un minuto de recogimiento dedicado a Diego Fernández de Cevallos.

Reflexiones de Fidel (parte dos)

Una vez publicados los videos, Salinas, a través de su abogado Juan Collado Mocelo y de su ayudante personal Adán Ruiz, le indicó abandonar México y refugiarse en Cuba,..., FCR
#
Reflexiones de Fidel
El gigante de las siete leguas (Parte 2)
13 Agosto 2010
El 12 de marzo de 2004, supimos por INTERPOL que un ciudadano de origen argentino naturalizado en México, era reclamado en un caso de operaciones de procedencia ilícita.
Las investigaciones pertinentes comprobaron que había entrado en el país el 27 de febrero de ese mismo año, en un avión privado junto a otra persona y se encontraba hospedado en una casa de alquiler legalmente registrada.
Fue arrestado el 30 del mismo mes de marzo.
El 31 fue presentada por la Cancillería mexicana al MINREX de Cuba una solicitud de extradición de Carlos Ahumada Kurtz, por existir una orden de aprehensión contra el mismo por su probable participación en un delito de fraude genérico.
Cinco días después se le impuso la medida cautelar de prisión provisional como resultado de las investigaciones.
En los interrogatorios declaró que, desde noviembre del año 2003, se había puesto de acuerdo con líderes políticos de los partidos Acción Nacional (PAN) y Revolucionario Institucional (PRI), el senador Diego Fernández de Cevallos y el expresidente Carlos Salinas de Gortari, para denunciar los manejos fraudulentos de funcionarios del Gobierno del Distrito Federal, colaboradores cercanos al gobernador por el PRD, Andrés Manuel López Obrador. En videos filmados por él o colaboradores suyos, aparecía el secretario personal del Gobernador, René Bejarano, recibiendo miles de dólares de Ahumada, así como otros videos en los que aparece el Secretario de Finanzas del Distrito Federal, Gustavo Ponce Meléndez, gastando altas sumas de efectivo en un casino de Las Vegas, Estados Unidos -materiales que fueron publicados por la televisión mexicana.

Fidel Samaniego visto por Aponte

La crónica de Samaniego
Ejecentral.com August 13, 2010
Fidel Samaniego Reyes es reportero, no es más ni es menos. Siempre lo será. Por algunos años se sintió un ser tocado por Dios, el periodista to-do-po-de-ro-so.
Durante algún tiempo vivió rodeado por el poder, se sintió cobijado por amigos que al pasar de los años y de las desgracias no lo fueron tanto.
Es un cronista que se dejó seducir por las delicias del alcohol y el espejismo de la adulación. Es un hombre que perdió los mejores años de su vida con su esposa y sus dos hijos por alargar las noches entre los delirios del licor y esconderse de sí mismo por las mañanas entre sábanas que no lo cegaban.
Samaniego es un reportero que ha dedicado buena parte de su carrera profesional a dibujar, retratar, cronicar distintas escenas de México.
Él ha estado entre las pesadas cortinas de la farándula, los malolientes pasillos de los separos de policía, las escabrosas escalinatas del Congreso y los laberínticos jardines del poder en Los Pinos.
El reportero, chilango de nacimiento (28 de enero de 1953) y veracruzano por derecho de sangre, ha cruzado casi tres décadas de oficio, casi 30 años de hacer periodismo muy a su manera, muy a la manera de platicar las cosas como las ve, las vive.

Manuel Azaña y Marichal

Azaña y la genealogía del liberalismo/José María Ridao
Publicado en  EL PAÍS, 12/12/07;
Bien por su dedicación perseverante a la literatura, bien por su tardía consagración a la política, cierta crítica siempre ha encontrado algún flanco por el que minusvalorar, cuando no descalificar rotunda y sumariamente, una de las figuras más destacadas del siglo XX español, Manuel Azaña. A favor de esta crítica jugó, sin duda, la saña implacable con la que, tras la derrota de la República, fue borrado cualquier rastro de su último presidente, llegando al extremo de sustituir el nombre de un pueblo toledano, Azaña de la Sagra, por el simple motivo de que coincidía con el suyo. Confiscados por la Gestapo y entregados al régimen franquista buen número de sus escritos, destruido en los archivos el registro sonoro de sus innumerables discursos, la tarea pública de Manuel Azaña quedó durante décadas a merced del sambenito infamante de estar movida por no se sabe qué rencor ni qué resentimiento. En definitiva, a merced de ese género de acusaciones que el poder que es criticado desde la razón suele lanzar contra la persona cuando es incapaz de contestar los argumentos.
La publicación de sus Obras completas en 1966, compiladas para la editorial mexicana Oasis por Juan Marichal, sólo alcanzó a realizar una contribución modesta aunque rigurosa a la reparación de esta injusticia. Faltaban en sus cuatro volúmenes textos a los que Marichal no pudo tener acceso, tanto por encontrarse él fuera de España como por el hecho de que esos textos se custodiaban en los sótanos de la Dirección General de Seguridad y en manos de Franco y sus herederos. Pero, sobre todo, los condicionantes ideológicos de la época, no ya entre los vencedores, sino también entre los vencidos, no favorecieron la recepción que merecían aquellos miles de páginas publicadas por Oasis: las fuerzas políticas más activas contra la dictadura no estaban en condiciones de leer, y menos aún de reconocer como propio, a un político que reclamaba desde la izquierda el liberalismo y la democracia, además de una visión social que alcanzó su pleno desarrollo en la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Después del trabajo pionero de Marichal, Santos Juliá ha llevado a cabo para el Centro de Estudios Constitucionales una ejemplar labor de recuperación y edición de manuscritos, publicaciones y otros documentos que hacen que las Obras completas de Azaña lo sean de verdad o, al menos, estén más cerca de serlo. Con unos condicionantes ideológicos menos compulsivos que los de 1966, hoy no debería cometerse otra vez el error de la indiferencia; un error que no sólo es signo de que no se comprende el ideario político y artístico de Azaña, sino de que la historia de las ideas en España sigue lastrada por algunos prejuicios del nacionalismo decimonónico y por el respeto reverencial a figuras ambivalentes.
La obra literaria de Azaña ha sido enjuiciada en demasiadas ocasiones en función de la personalidad pública del autor, dando por descontado que el aprecio o la discrepancia hacia sus posiciones políticas podía trasladarse a su trabajo de creación. El teatro, el ensayo o la narrativa de Azaña, por no hablar de sus Diarios, han sido tomados, así, por una mera extensión del campo de batalla, sólo útil para extraer pormenores de su actividad al frente del Ministerio de la Guerra, la Jefatura del Gobierno o la Presidencia de la República. Cierto es que existe una indiscutible coherencia entre las diversas vertientes de su actividad, pero cada expresión es cada expresión, y la crítica literaria no debería abandonar sus instrumentos en favor de los de la crítica política, y viceversa.
Azaña fue un dramaturgo mediano que, además, incurrió en el desatino de estrenar cuando ya formaba parte del Gobierno. Como ensayista, en cambio, es uno de los críticos más certeros de la generación del 98, todavía hoy venerada sin advertir la naturaleza de sus ideas, y de ahí que los ámbitos de reflexión de Azaña aparezcan en gran medida como un contrapunto ilustrado y democrático a los autores del Desastre: la historia de España, la interpretación del arte y la literatura de los siglos XVI y XVII o los remedios para sacar al país del atraso. Aparte de su narrativa más breve, Azaña no fue sólo un novelista de la introspección. La crisis personal del protagonista de El jardín de los frailes al descubrir las falacias de su educación coincide con la crisis del país a raíz de la pérdida de las últimas colonias, dos hechos entre los que el relato establece un significativo paralelismo. La inconclusa Fresdeval se atiene a la estructura de las sagas familiares, pero es también un alegato contra el sistema caciquil.
Pero, tal vez, el Azaña que mejor explota sus dotes de escritor es el que recurre, revitalizándolos en nuestra lengua, a géneros entonces poco frecuentados, como el diálogo y, hasta cierto punto, los diarios. La velada en Benicarló no es una pieza de teatro, por más que el talento de José Luis Gómez consiguiera popularizar una versión bajo esa forma; es un diálogo, o dicho en otros términos, una obra que prolonga un género del que ya se valieron en España las corrientes erasmista e ilustrada. Y es, además, algo que un extraño pudor ha impedido afirmar durante mucho tiempo: una de las más conmovedoras, profundas y extraordinarias creaciones literarias en español del siglo XX. Otro tanto cabe decir de los Diarios, en especial de los escritos por Azaña durante la guerra, sólo que, en este caso, su indiscutible valor testimonial, su ingente información historiográfica, parece condenar al segundo plano la sostenida reflexión sobre los grandes problemas humanos que recogen sus páginas. Es de suponer que, a medida que el referente político se vaya desvaneciendo en el olvido, los Diarios comiencen a ser leídos como una proteica obra literaria en la que se dan cita recuerdos, descripciones, graves cuestiones filosóficas, juicios morales de valor universal.
Sería injusto, sin embargo, que el imprescindible reconocimiento del Azaña escritor se llevara a cabo sobre la condena del político, según pretendieron, en efecto, algunos de sus críticos más inicuos. Como todo gobernante, pudo cometer errores, pero fueron errores dentro de las instituciones democráticas, errores que nunca procedieron de una traición a su máxima de que el Gobierno debe ejercerse con razones y con votos. Del Azaña político se ha dicho que fracasó; pocas veces se ha reparado en el sinsentido o en la monstruosidad del que parte la afirmación de ese supuesto fracaso. Sinsentido, porque es difícil sostener que ha fracasado un político que alcanza la máxima magistratura de su país ateniéndose a las normas constitucionales y que, al alcanzarla, se le reprocha que su formidable capacidad exigía que permaneciese en la Jefatura de Gobierno y no aceptar la del Estado. Monstruosidad, porque si lo que se pretende sugerir es que había motivos para que unos generales se levantaran en armas, entonces se está legitimando que los ejércitos tienen un papel que desempeñar en la política democrática. La República fue derrotada, Azaña fue derrotado y, si en esa derrota hay un fracaso, es el mismo fracaso que cosechó la Europa democrática que sucumbió al empuje del totalitarismo. Si las tornas cambiaron fue porque la Europa democrática se unió en la lucha y contó con el apoyo de Estados Unidos y, también, de la Unión Soviética. La República española combatió a solas y sucumbió a solas.
La publicación de las Obras completas compiladas por Santos Juliá para el Centro de Estudios Constitucionales, retomando el esfuerzo de Juan Marichal para la editorial mexicana Oasis, suponen una segunda oportunidad para Manuel Azaña, para su obra literaria y para el juicio sobre su tarea política. Una segunda oportunidad que no debería malgastarse en una carrera propagandística para determinar quién entre los dirigentes y los partidos actuales puede hacer más exhibición de azañismo. Los escritos y los discursos de Manuel Azaña exigen, para ser cabalmente comprendidos, trazar de nuevo la genealogía del liberalismo español, corrigiendo la que hoy sigue dándose por válida. Ésa sería la mayor contribución de la historia de las ideas, la mayor contribución de estas Obras completas de Manuel Azaña, a una España más democrática y más justa.