Tomado de EL PAÍS, 25/10/2006:
Uno no tiene sólo los maestros que se le asignan, sino los que busca. Cuando fui a estudiar a la Universidad de Chicago, los cursos de Hannah Arendt no entraban en mi programa. Acudí a ellos por indicación de una filosófica compañera que me recomendó que no ignorara a “la única pensadora política original de nuestros días”. Me sorprendió la hipérbole, pues venía de una escéptica. Pero fui a escucharla, y allí me quedé. Lo hice contra la opinión de dos profesores que intentaron disuadirme. Uno de ellos, Friedrich von Hayek, era entonces mi tutor.
Cuando llegué a Chicago ya tenía un primer y tergiversado conocimiento de sus Orígenes del totalitarismo pues había entrado un ejemplar en mi Universidad de Barcelona. Fue sentenciado lapidariamente por un colega como pernicioso. Su equiparación del terror stalinista al fascista, manifiesto en los primeros párrafos del libro, lo ponía sin más en el index librorum prohibirtorum de la progresía hispana. La hoy célebre y exasperada pregunta de otro profesor de Chicago, Hans Morgenthau (”Señorita Arendt, hable claro, ¿es usted de izquierdas o de derechas?”) fue formulada entonces, aunque yo no me encontraba en el cenáculo en que lo fue.
El curso de Hannah Arendt versaba sobre la revolución. Consistió en una versión ampliada del hoy famoso texto On Revolution. Miss Arendt -así la llamábamos invariablemente- daba clase en el Social Sciences Building, por la tarde. Es éste de estilo gótico Rockefeller, en la calle 59, una anchurosa avenida con arbolado y campos de césped. Entraba, ligerísimamente encorvada, con su cara seria, de mirada melancólica. Tenía, echando cuentas, unos 57 años en 1963, pero a mí me parecía aún mayor. Su faz, con sus obvias arrugas y ojos grandes, con párpados cansados, era atractiva: resplandecía en ella la sabiduría. Sus vestidos estaban siempre desajustados y eran holgados, pero tenía un aire de limpio desaliño. Su acento alemán era suave, aunque no recuerdo que fuera capaz de habérselas con la erre inglesa. Su sintaxis era correcta, pero parecía extraña a algunos de mis compañeros. Nadie ignoraba que procedía directamente de Heidegger, su maestro, y de su otro maestro -y amigo de siempre, hasta el final- Karl Jaspers. Su doctorado sobre la amistad en San Agustín lo había dirigido él.
Me cuesta expresar la sensación de intensidad y gravitas intelectual de aquella mujer cuando, frente a una clase en la que seríamos unas dos docenas de estudiantes, tomaba la palabra con un lenguaje tan alejado del estilo analítico y preciso que predominaba en el departamento de Filosofía como del pragmático que caracterizaba al de Sociología.
Abro ahora la edición de bolsillo de The Human Condition que compré en junio de 1961. Recuerdo que lo leí durante aquel verano, para empezar a entender a quien me había enseñado durante el año académico que acababa. Era un estudio que ya no leí con las anteojeras que me había puesto antes para los Orígenes. Es mucho más integrador de las diversas corrientes formativas de la autora. Sus observaciones en torno al triunfo del homo faber, sobre la vita activa así como sobre la infausta victoria del animal laborans en nuestro tiempo son muy considerables. Lo serían aún más si la autora hubiera explorado también la aparición devastadora del homo otiosus del consumismo de nuestro tiempo, como obvia degradación del ludens. Claro está que a un estudio publicado por vez primera en 1958 no se le podía pedir que trascendiera estos conceptos clave de una sociedad industrial que sólo la revolución mediática y telemática posterior había de modificar.
Aquel ensayo nos lleva a través de Platón, Aristóteles, San Agustín y Marx, a varias interpretaciones de la vita activa propia de ciudadanos responsables y libres. Agradezco a su autora que me llamara la atención sobre la pertinencia de que los modernos nos interesemos en serio por San Agustín. La aparición de este último en mi disertación doctoral se la debo a Hannah Arendt. La redacté sobre la noción moderna de ’sociedad masa’. Como ella me indicó, la primera vez que alguien habla de ‘las masas’ fue San Agustín, en el sentido de massa damnata, la multitud de los condenados por su malignidad y pecado. El mundo había de esperar siglos para que una nueva ideología, la totalitaria, invirtiera los términos y decidiera que las supuestas masas -no el pueblo ni los ciudadanos- estaban destinadas al triunfo terrenal. Para esclavizarlas mejor. También son massa damnata.
Mi deuda se extiende a la notable distinción que hacía Arendt entre ‘naturaleza’ y ‘condición’ humana: fue algo así como una revelación para solucionar un rompecabezas teórico que asediaba entonces mis preocupaciones de sociólogo en ciernes. Aunque Arendt fuera notoriamente escéptica acerca de la posibilidad de que lleguemos a conocer la naturaleza humana -sólo un dios podría, sostenía- tengo para mí que la diferenciación entre una ‘naturaleza’ humana identificable y atemporal y una ‘condición’ más variable e histórica puede enriquecer tanto la sociología como la filosofía moral.
La vi sonreír poco. Hablé con ella con cierta frecuencia pero creo haber estado en su muy reducido despacho dos o tres veces nada más. Mi impresión es que, con respecto a los estudiantes graduados, cumplía con corrección. Sin ser antipática, no era demasiado accesible. Que yo sepa, en Chicago hizo poca o nula escuela. Dicen que se encontró mucho mejor luego en la New School de Nueva York, a la que se incorporó en 1967. Sería precipitado concluir que la New School, ese islote europeo en el mundo intelectual norteamericano, le daría mejor cobijo o que Chicago le era hostil, puesto que el contingente europeo, así como la presencia de la intelectualidad judía en la Universidad, eran muy pronunciados. Pero éstas son sólo impresiones.
Cuando conocí a Hannah Arendt acababa de publicar su célebre artículo en el New Yorker, Eichmann en Jerusalén, y por lo tanto vivía en plena polémica pública. Su tesis sobre la “banalidad del mal” -implícita en los Orígenes- estaba causando temblores internacionales. Arendt ha sido víctima de la celebridad de una de sus aportaciones. Ésta ha oscurecido las demás, que son de mayor talla. Sin embargo, el curso que impartió aquel año era totalmente ajeno al fracas (esa expresión francesa usó) que desencadenó Eichmann, y no sólo en los círculos judíos. Su curso sobre la revolución quería hacernos entender lo que significa intentar instaurar un novus ordo saeculorum, crear un hombre nuevo y uncir la historia a una idea predeterminada del progreso. Me costaría exagerar mi fascinación por la vehemencia con que Arendt expresaba esa idea.
Mientras Hannah Arendt reflexionaba sobre la esencia de la revolución, los acontecimientos parecían darle toda la razón: en Cuba Castro hablaba entonces del hombre nuevo. Quería imponerlo. La simpatía que muchos sentían por él contrastaba con la implacable política de Kennedy contra Cuba, pero su regimentación de la sociedad cubana y la eliminación sistemática de todo pluralismo ilustraban las nociones arendtianas sobre la obliteración partidista y organizativa de la responsabilidad moral. Arendt introdujo el lenguaje de la responsabilidad en la filosofía política del siglo XX. Y, añadiría yo, el de la culpa. Hannah Arendt transformó la filosofía política en filosofía moral política.
Su exploración de la barbarie a que conduce lo que más tarde, en la Argentina, se llamaría obediencia debida no tiene parangón. Los aparatos políticos y organizativos son irresponsables. Liberan a gente mediocre, no necesariamente sádica, para la puesta en vigor del terror, la ejecución rutinaria de la barbarie. En Guantánamo lo ejerce el Gobierno de un país que no es totalitario.
Ni las lecciones que escuché de Miss Arendt, ni las que dio en la New School en las turbulencias de los años 60 y 70, tuvieron efectos inmediatos sobre el tenor de la filosofía política. Su aportación ha debido esperar. Me hallo entre quienes opinan que el pensamiento de Arendt sufre de ambigüedades endémicas, sobre todo en su póstuma e inacabada Vida de la Mente. Pero no detecto tales ambigüedades en su tratamiento de las implicaciones morales del sueño moderno de crear un novus ordo, ni en los daños inmensos que causa imponer orden a los demás con violencia burocrática u organizativa en nombre de una virtud arbitrariamente definida por quienes detentan el poder y sus resortes. El análisis de la maldad en los tiempos modernos tal y como lo propuso Hannah Arendt no es ignorable.
Tampoco puede uno dejar de sentirse conmovido por su deseo ferviente de pertenecer a una humanidad libre y emancipada, al tiempo que se encontraba atrapada en la necesidad moral de definirse y sentirse judía. Merced a esa tensión, Arendt anunció con singular nitidez el debate (muy posterior a su muerte, en 1975) que había de surgir entre el individualismo liberal y el comunitarismo particularista. Su posición dentro de tal debate, su solución republicana tanto frente a la liberal como a la comunitaria, es otra de las enseñanzas que de ella recibí y en la que hasta hoy me he mantenido. En el curso que seguí con ella, Miss Arendt distinguió muy claramente entre el republicanismo jacobino de potencial totalitario y el pluralista, enraizado en la sociedad civil, confiado en la autonomía del pueblo y en las asociaciones cívicas propias de la joven república norteamericana. Algunos han entendido que su posición más favorable a la revolución americana que a la francesa la hacía poco menos que amiga del imperialismo yanqui. Eso es una caricatura cruel. Lo que a Arendt interesaba era la capacidad de las gentes para generar una vita activa política autónoma frente a cualquier leviatán estatal, partido o aparato engañoso y manipulador. De ahí su interés por formas de democracia directa y autogestión que algunos intérpretes, desengañados y hasta cínicos, consideran elemento ingenuo de la visión democrática republicana propuesta por Hannah Arendt. A fuer de ingenuo también, sostengo que el abandono de ese republicanismo cívico significaría una derrota muy grave para la filosofía política del siglo XXI.
Hannah Arendt, en nombre de la humanidad que compartimos, acalló en su pecho la voz de la tribu hebraica, pero otra tribu hostil vino a despertársela. Y entre los bárbaros que la poblaban estaban algunos a quienes ella había amado. Cuando acudía a sus clases y seminarios nada de ello sabía yo. Sólo tenía las sospechas que todos albergamos cuando nos enfrentamos con alguien que ha debido desterrarse para salvar su piel. Lo supe después, cuando varios detalles de su vida han venido a caer en el dominio público, cuando sus vicisitudes personales han atraído mayor atención que su considerable obra como filósofa moral política. Suele suceder. Me ha quedado, por encima de todo, un recuerdo: su melancólica seriedad. Su completa seguridad de que la vida del espíritu merece la pena. Y no me cuesta escuchar aún su voz, en el silencio religioso del aula, precaviéndonos contra la tragedia de una modernidad que, a pesar de todo, asumía como suya.