REPORTE
ESPECIAL/LA REDACCIÓN
Revista
Proceso
No. 1988, 6 de diciembre de 2014
Hacia
afuera, el dolor desgarra. En lo íntimo, el dolor es retrospección, reflexión,
evocación creativa. Hoy Proceso vive el dolor de la pérdida que no tiene
vuelta. Con la muerte de Vicente Leñero perdemos en Proceso –como la parte del
país con la que pueden compartirse la cotidianidad y la historia– al hombre que
deja huella honda en el periodismo y en las múltiples expresiones de la
creación artística. Pero aquí tenemos una pérdida adicional. Partió uno de los
fundadores y un pilar de lo que ha sido y es Proceso: un sueño, un proyecto,
una realidad, una historia y el futuro en permanente desafío.
Leñero
está en la esencia de lo que nosotros, los que aquí trabajamos y los que en
esto creemos, hemos llamado el espíritu de Proceso. Como subdirector de la
revista durante 20 años, lado a lado, piel a piel con Julio Scherer García,
contribuyó a inspirarnos en la búsqueda de la verdad, de la integridad
profesional, la independencia ante el poder, la honestidad, la crítica
implacable, la denuncia sin concesiones, en el periodismo que, como él lo
describía, “es trabajo sinfónico de equipo, es la búsqueda necia, emprendida
entre todos los que forman un grupo, por desatar los nudos del mundo en que vivimos”.
Llegamos
a entender, en su compañía, que en el periodismo “no hay descanso ni gloria
permanente. Hay exigencia de humildad, de aceptar con modestia la pequeñez
humana ante lo inmenso que nos resulta siempre el monstruo inabarcable de la
maldita realidad”.
Leñero
hace mutis, como dijo Luis de Tavira en la oración fúnebre, en días aciagos
para un país herido que quiere despertar pero aún no se decide; para un pueblo
esperanzado que avista el horizonte que se aleja.
Experimentamos
un dolor íntimo, con una certeza: como el grito que se escuchó en el Palacio de
Bellas Artes durante el homenaje a Vicente Leñero, Proceso sigue.
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Vicente,
Vicente/JULIO
SCHERER GARCÍA
Como
director de Excélsior, Julio Scherer García invitó en 1972 a Vicente Leñero a
colaborar con él y le encargó la conducción de Revista de Revistas. Desde ese
momento establecieron una estrecha relación profesional y amistosa. Pieza clave
en su creación, Leñero fue durante 20 años subdirector de Proceso y
protagonista central de momentos memorables, algunos de los cuales son evocados
en estos apuntes inéditos de su fundador.
Escuché
a Vicente Leñero por teléfono, la voz lenta, húmeda:
“Llegó
nuestro tiempo, Julio. Tengo un tumor en el pulmón. Cáncer. Los médicos me dan
dos años de vida.”
Vicente
me evitó una respuesta que habría sido superflua. Simplemente se retiró del
teléfono.
Yo
me acompañaba en la casa con algunos de mis hijos y en ese momento nada les
dije acerca de la noticia que me laceraba. Necesitaba estar solo.
La
palabra de Vicente tenía dos acentos: el irónico y el sarcástico. Ahora asomaba
el lenguaje del dolor que ya no lo abandonaría.
Vicente
rehuía a los médicos como augures de las malas nuevas. Los galenos se las
ingeniaban para encontrar males en cuerpos perfectos. Del momento de la derrota
no quería saber. Quería para él final súbito. Un plomazo o un infarto y ya.
Sería todo.
Sus
amigos le urgíamos para que confrontara su pasión por el tabaco. No era buen
camino su adicción: cajetilla y media o dos paquetes diarios. Él replicaba con
humo equívoco.
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Había
visto en El País una fotografía reciente de Manuel Fraga, constructor de la
democracia española. La información daba cuenta de su edad: 89 años. Se veía
satisfecho y no apartaba el cigarro de la boca. Lo disfrutaba como si anduviera
en los cincuenta.
Saludé
a José Pagés Llergo en su casa, ya vigilante la agonía. Vivía para continuar
vivo. Sus pulmones estaban deshechos por su incontrolada pasión por fumar. Para
él no había colilla que sobrara. Trabajaba y fumaba, fumaba y escribía.
Permanecían a su lado una enfermera y un tanque de oxígeno de metro y medio de
altura, color verde, deteriorado. Pagés, vanidoso, dejaba que corriera una
entrevista con Hitler en 1945. La entrevista se reducía al intercambio de unas
frases de cortesía y un apretón de manos. Nada.
A
corta distancia de Pagés vi el rostro de la desesperación. Sin oxígeno en los
pulmones quería atrapar aire del medio ambiente de su recámara, las ventanas
siempre abiertas. Francisco Martínez de la Vega, su compañero, lo lloraba. De
buena fe, tersa la intención, el 7 de junio, día de la libertad de prensa,
Martínez de la Vega dijo, en Los Pinos, que sin el consentimiento del jefe de
la nación, no habría medio impreso que pudiera subsistir. Martínez de la Vega
abogaba para que Proceso contara con los recursos necesarios para sobrevivir,
entre ellos, la publicidad.
Pagés
fue hombre generoso. Nos ofreció, a los expulsados de Excélsior, un piso en un
edificio de su propiedad, en avenida Chapultepec, para que ahí pudiéramos
planear nuestro futuro. Vicente fue el primero que rechazó la oferta. Dijo que
Siempre, el semanario de Pagés, no era independiente del gobierno. Ahí se
publicaron textos contra el gobierno pero siempre tuvo un límite, la voluntad
del ejecutivo que gobernaba en todas partes. Si en verdad queríamos una
publicación libre, con todos los riesgos, no teníamos sino un camino. En esos
días renunciaron algunos compañeros al proyecto y otros esparcían su veneno.
Las traiciones estuvieron a la orden del día. “Julio está loco –oía decir–.
Quiere venganza”. Francisco Galindo Ochoa, el portavoz de la palabra presidencial,
decía:
“Julio
pierde los estribos. En su insensatez perderá hasta su casa. Ya le hice saber
que pagaría las consecuencias si publica la fotografía y arma un reportaje
sobre la casa del Presidente en la Colina de Cuajimalpa.”
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Una
tarde de ésas en las que finalmente la luz triunfa sobre la bruma que se
extendía por el Valle de México, recibí la visita de José Antonio Zorrilla,
director de la Federal de Seguridad. Era portador de un mensaje del secretario
de Gobernación, Manuel Bartlett, su jefe.
En
tono duro me dijo que en Gobernación tenían informes acerca de un próximo
reportaje que publicaría Proceso. Me advertía que en caso de contrariar la
voluntad del Presidente, sufriría las consecuencias. Respondí que consultaría
con el subdirector de la revista, Vicente Leñero. A solas me dijo que
publicaríamos el texto sin una coma de más ni un punto de menos. Zorrilla se
fue satisfecho y nosotros quedamos con el preciado as en la mano: nuestro
trabajo en nuestras manos y la decisión de publicarlo cuando lo creyéramos
conveniente.
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No
escapaban a nuestro quehacer los mensajes amenazantes. Discutíamos cuál debía
ser nuestra actitud. Ya se nos había presentado un asunto grave por un
reportaje firmado por Alejandro Gutiérrez.
El
artículo de Alejandro está fechado el 13 de mayo de 2007 en Apatzingán,
Michoacán. En él, hacía referencia de cómo cada día eran más los ciudadanos que
padecían violencia e imposiciones de los narcotraficantes y de cómo los
operativos policiacos y militares, que se justificaban sólo para restaurar la
seguridad pública, incrementaban los riesgos de la población por vivir en un
país convertido en campo de batalla: detenciones ilegales, allanamientos,
torturas y hasta robos, fueron y son algunos de los abusos que han cometido las
Fuerzas Armadas.
Alejandro
Gutiérrez, según Ramón Eduardo Pequeño García, quien fuera titular de Seguridad
Regional de la Secretaría de Seguridad Pública, debía contar con dos hombres de
confianza que lo protegieran de un posible atentado. Vicente se opuso al punto
de vista. La seguridad de nuestro personal debía depender de nosotros mismos.
Agradecimos la atención y optamos por nombrar a Alejandro, corresponsal de
Proceso en España.
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Echeverría
(otro tiempo, el mismo país, idéntica lacra de la política), encargó a un
emisario de promisorio futuro decirnos que el Presidente era un bien nacional y
estábamos obligados a cuidar de su buena fama. A su arenga llegó la
advertencia: más nos valía que protegiéramos el nombre y la figura presidencial
o podríamos pasar momentos desagradables. Sin embargo, a Vicente ya nadie
podría detenerlo.
Siempre
de buen humor, extrañaba la literatura. Fue así como fundó El Mollete
Literario. Ya concluida la jornada de trabajo se iba con perdones, al parecer a
recrearse con libros y escritores. Juró que nunca dejaría ir a José Emilio
Pacheco y su Inventario, ambos de nuestra sección cultural. l
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La amistad*/JULIO SCHERER GARCÍA
Años después del 8 de julio de 1976, con Los periodistas en las librerías, Vicente Leñero me contó de su ánimo en la asamblea. Pensaba que me había adelantado a los acontecimientos al ponerme de pie y anunciar el camino a la calle. Me dijo:
–Creo que te precipitaste. Tu nombre ya se coreaba en la asamblea. Debiste aguardar unos minutos.
Los sucesos que seguirían al golpe modificarían el punto de vista de Vicente. No podría olvidar su juicio:
–Frente a cualquier crítica adversa, sostendría que te habías mantenido en la línea correcta.
Vicente me llevó a la zona profunda de la amistad. Su crítica adversa, en momentos cruciales, habría terminado con lo poco que restaba de mí.
Permanecimos juntos un primer año, luego un segundo y en una larga etapa, veinte años. Vicente me decía que deseaba volver a su vocación en el teatro, los libros, la cultura, los talleres que impartía, su condición de profesor. Me obsequiaba parte de su tiempo esencial.
*Fragmento de Vivir (2012).
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El atentado contra “Excélsior” Relación de los hechos/VICENTE LEÑERO
(Esta es una crónica colectiva, no sólo un testimonio personal)
El golpe contra el Excélsior de Julio Scherer García, orquestado desde las más altas esferas del poder, era silenciado por unos medios nacionales que más bien se unían a la campaña contra la dirección legítima de ese rotativo. Era indispensable que la historia se conociera y para tal efecto los directivos expulsados del periódico decidieron que se publicara una crónica de los hechos. Un primer borrador, elaborado por José Emilio Pacheco, se desechó por no ser el autor un cooperativista ni ser testigo de primera mano. El trabajo final, el de Vicente Leñero, se escribió pero no alcanzó a difundirse ampliamente. Presentamos aquí el texto íntegro, tal como debió darse a conocer en julio de 1976.
En el primer trimestre de 1976, cuando el diario Excélsior y la compañía editorial que lleva su nombre disfrutaban del mayor auge periodístico y económico de su historia, empezaron a surgir problemas internos: los consejos y comisiones que rigen el funcionamiento de la cooperativa quedaron casi unificados contra la dirección de Julio Scherer García y la gerencia de Hero Rodríguez Toro.
Seguidamente, como un signo externo que parecía evidenciar el propósito de destruir a Excélsior como el más importante diario autosuficiente e independiente del país, se produjo un hecho inexplicable: en la madrugada del 10 de junio, supuestos ejidatarios miembros del Consejo Agrarista Mexicano dirigido por Humberto Serrano, candidato a diputado del PRI, invadieron el fraccionamiento Paseos de Tasqueña. Los terrenos en que se levanta este fraccionamiento fueron adquiridos por la cooperativa Excélsior, mediante una operación de permuta, en 1959. En 1973 se obtuvieron las autorizaciones correspondientes para urbanizar y aprovechar económicamente el predio, y los cooperativistas decidieron repartir la mitad del producto en cantidades iguales para todos –independientemente de la antigüedad y del rango escalafonario– de modo que cada uno alcanzaría a recibir un total de 160,000 pesos. La otra mitad se destinaría a la construcción de una gran planta industrial para la empresa, que así garantizaría su independencia económica y su solidez periodística.
En la madrugada misma del 10 de junio, el agente del ministerio público de Coyoacán, licenciado Luis Miravent Jáuregui, levantó un acta sobre la invasión, que fue turnada a la Procuraduría General del Distrito. En las semanas siguientes, la Procuraduría del DF declaró que la invasión no era de su competencia y no admitió más actas de los vecinos de Paseos de Tasqueña, pese a que se referían a robos, despojos, restricción al tránsito legal de personas y vehículos.
Entre tanto, en el interior de la cooperativa, los miembros de consejos y comisiones –en especial el Consejo de Vigilancia– exacerbaron sus ataques contra la dirección y la gerencia en un lenguaje insólito que adquirió tonalidades injuriosas. Al mismo tiempo algunos periódicos de la capital, que habían manifestado una sistemática hostilidad contra Excélsior pasaron directamente al insulto y se desarrolló una campaña ubicua y metódica de notas y desplegados contra la política editorial del diario y, de manera singular, contra el ensayista Gastón García Cantú. La empresa Televisa dedicó gran parte del tiempo de sus noticiarios a presentar el asalto a Paseos de Tasqueña como una legítima reivindicación de los ejidatarios supuestamente despojados –de modo que Excélsior parecía cometer los mismos atracos censurados una y otra vez desde sus páginas– y sus comentaristas vilipendiaron al periódico, sin cuidarse de la fundamentación de sus cargos y en términos que incitaban a la violencia.
Proporcionó un nuevo dato significativo la unión de cooperativistas desafectos quienes, en 1965, se constituyeron durante once años en feroces impugnadores de la empresa y tuvieron difusión en panfletos que circulaban en forma anónima y clandestina. Este grupo de expulsados, que tenía como cabezas visibles a Raúl Beethoven Lomelí y Arnulfo Rodríguez, contó esta vez con el apoyo de Televisa para desplegar en sus noticiarios la significativa unión de fuerzas concertada entre ellos y los miembros rebeldes de los consejos y comisiones de la cooperativa.
Regino Díaz Redondo, responsable de la segunda edición de Últimas Noticias y presidente del Consejo de Administración, se convirtió en caudillo de esta unión. No mostró reticencia alguna en aliarse con los expulsados. Datos internos de la cooperativa, estrictamente confidenciales, se hicieron públicos en algunos de los periódicos oportunistas que se publican los domingos –y que circularon en dependencias oficiales–, y cuando menos una estación de radio, la XEX, se sumó a la campaña contra Excélsior anunciando la celebración de una asamblea extraordinaria como si se tratara de una pelea de box.
Dentro de Excélsior, y sobre todo en la sección de talleres, miembros de los consejos y comisiones esparcieron el rumor de que la invasión a Paseos de Tasqueña –y la posible pérdida de 160,000 pesos por cada cooperativista– constituían una respuesta directa a la política editorial del diario. La crítica a los actos del gobierno –decían– cancelaba todo posible arreglo. Las cosas no volverían a la normalidad hasta que Julio Scherer abandonara la dirección del periódico. En el mismo sentido se expresó más tarde Regino Díaz Redondo cuando, en una reunión pública, confesó haberse entrevistado con Humberto Serrano, el candidato priista, quien le aseguró que en 24 horas sacaría a los invasores de Paseos de Tasqueña si se producía el derrocamiento de las máximas autoridades del periódico.
Tras largos trámites innecesarios y dilaciones, la Secretaría de la Reforma Agraria dio, al fin, su ratificación definitiva a convenios celebrados tiempo atrás entre la cooperativa y los antiguos ejidatarios, y declaró satisfactoria la permuta en todos sus aspectos. Los plenos derechos de Excélsior sobre Paseos de Tasqueña demostraron así de manera indubitable, el delito en que estaban incurriendo los invasores, cuyo número aumentaba todas las noches. Ninguna dependencia del gobierno dio un paso para resolver la contradicción: legal y socialmente todo se hallaba en orden en las transacciones; sin embargo, los ocupantes permanecían allí. Expresamente, la Procuraduría General de la República avisó que procedería al desalojamiento del fraccionamiento sólo el viernes; es decir, después del 8 de julio.
Este hecho permitió que los miembros de consejos y comisiones manejaran demagógicamente ante sus compañeros –siempre al nivel del rumor, de la plática en grupos– la “prueba fehaciente” de la incapacidad de sus autoridades.
Sabedor de que su cargo como presidente del Consejo de Administración terminaba en diciembre de 1975 –al cabo de dos años de ejercicio–, Regino Díaz Redondo tuvo que participar en los acontecimientos y convocar a una asamblea extraordinaria que a todas luces, dados los feroces ataques del exterior que soportaba la empresa, se consideraba inoportuna: se corría el riesgo de dividir a la cooperativa en momentos en que era objetivamente necesario consolidar la unidad interna.
En dos pretextos de muy diferente categoría y relevancia apoyó Díaz Redondo la “necesidad urgente” de celebrar una asamblea extraordinaria: el caso de Juventino Olivera, subgerente de administración y presidente del Consejo de Vigilancia, y el caso de la empresa PEPSA (Promotora y Editora de Publicaciones, S.A.), filial de Excélsior.
El caso de Juventino Olivera se desarrolló durante la segunda quincena de junio, cuando ya el Consejo de Vigilancia se había convertido en el ariete de la oposición a Julio Scherer García y a Hero Rodríguez Toro, recurriendo a insultos directos, actitud inusitada en el seno de las reuniones oficiales.
Hasta el día 21, y pese a su calidad de Presidente del Consejo de Vigilancia, Olivera no se había manifestado solidario de los impugnadores ni de las autoridades. Mantenía una aparente neutralidad. Fue entonces cuando 14 cooperativistas, reunidos para decidir qué hacer ante los ataques externos e internos, concluyeron que resultaba muy importante pedir a Olivera una definición al respecto. Para ello, el 21 de junio, acudieron a su oficina cinco de esos 14 cooperativistas. Arturo Sánchez Aussenac, jefe de redacción de Excélsior, 34 años de antigüedad en la cooperativa; Leopoldo Gutiérrez, secretario de redacción, 25 años de cooperativista; Ángel Trinidad Ferreira, reportero, con 24 años; Jorge Villalobos Alcalá, encargado de la primera edición de Últimas Noticias, con 21 años, y Arnulfo Uzeta, jefe de información de Excélsior, con 28 años en la cooperativa.
En diálogos con sus compañeros, Olivera se solidarizó con la institución. Dijo estar escandalizado, en desacuerdo con los consejeros y dispuesto a hacer pública su repulsa en un escrito. Para tal efecto dictó allí mismo, en su oficina, ante los cinco, una carta que textualmente decía así:
H. Consejo de Administración
Presente.
Ante la actitud asumida por algunos miembros del H. Consejo de Vigilancia que me honro en presidir, y con la lealtad inquebrantable que ha caracterizado mi trayectoria de 34 años en esta Cooperativa, me permito expresar categóricamente mi desacuerdo con dicha actitud, porque considero que enturbiar la convivencia de los compañeros cooperativistas, por motivos inconfesables que no alcanzo a comprender, constituye un acto de la mayor gravedad.
Estimo que convertir la normal vigilancia de los asuntos de nuestra sociedad, el trámite de los problemas inevitables en toda organización, en motivo de mítines, enfrentamientos personales, propalación de versiones parciales, tendenciosas e insidiosas, no sólo equivale a contrariar la función del propio Consejo de Vigilancia, sino que significa atacar los legítimos intereses de la Cooperativa.
Atentamente
Juventino Olivera López
Subgerente de Administración
Súbitamente, en ese instante, cuando Olivera terminaba de dictar su carta, un grupo de miembros de los consejos y comisiones trató de irrumpir en la oficina cerrada profiriendo voces. Se les abrió la puerta y entraron, irritados, con ánimo de “defender” a Olivera porque les habían informado –según dijeron después– que “lo tenían amenazado”. Pacíficamente salieron los cinco, con la carta del subgerente, y dejaron a los comisionados reunidos con Olivera.
Por la tarde de ese mismo día, en los talleres y oficinas circulaba la versión de que Olivera había sido amenazado por los cinco, pistola en mano, para que suscribiera la carta de repulsa. Los rumores calumniosos lo convertían en un mártir de actos gangsteriles.
En la noche de ese día 21, Olivera y los consejeros y comisionados se reunieron con el director de Excélsior. Olivera ratificó su absoluta confianza a Julio Scherer García y estuvo de acuerdo en romper su primera carta como acto simbólico de buena voluntad. La entrevista terminó en abrazos. Pese a ello, y acto seguido, Olivera fue paseado por consejeros y comisionados a través de los talleres de Excélsior como un héroe ofendido y victorioso, mientras se insistía en la versión de que el subgerente había sido encañonado con un arma.
Al día siguiente, martes 22, en sesión de consejo y a petición de Díaz Redondo, Olivera mostró una segunda carta en la que afirmaba que la primera había sido obtenida bajo presión. Propuso, sin embargo, que todo debía quedar en familia, y prometió romper esa segunda carta, al mismo tiempo que amenazaba renunciar a la cooperativa si alguien pretendía llevar adelante el asunto. Rompió la carta, en efecto; pero después de un receso de 40 minutos durante el cual se ausentó de la sala en compañía de varios consejeros, regreso diciendo: “Como hombre, rompo la carta, pero me asocio a las decisiones del H. Consejo de Vigilancia”, que exigía la consignación de los cinco cooperativistas involucrados en el asunto.
Los impugnadores de la dirección y la gerencia encontraron así, en ese hecho, un motivo artificial para acentuar sus ataques y difundir el descontento, y un pretexto para convocar a una asamblea -extraordinaria.
El otro pretexto fue el caso PEPSA.
Esta empresa subsidiaria de Excélsior fue creada en 1969, un año antes de que Hero Rodríguez Toro asumiera la gerencia con objeto de extender el ámbito de actividades de Excélsior hasta abarcar el campo de la edición y la distribución de libros, así como hacer inversiones productivas que aumentaran los ingresos de los cooperativistas y sobre todo mantener fuentes de trabajo remunerativas para los socios que laboran en los departamentos de rotograbado, encuadernación, fotocomposición y rotocolor. PEPSA comenzó a funcionar formalmente en marzo de 1974, y se encargó de su administración a Miguel Scorza, quien parecía experto en la edición y venta de libros, y su auditoría a Antonio Zavala Tobón, auditor interno de la cooperativa y, a partir de 1975, miembro de la Comisión de Control Técnico.
Al año del funcionamiento de PEPSA, el gerente Hero Rodríguez Toro se vio obligado a suspender a esas personas que provocaron un caos administrativo, y nombró una nueva administración encabezada por el licenciado Ignacio Álvarez Icaza, bajo el estricto control de erogaciones de Juventino Olivera.
La administración de Álvarez Icaza no tardó en descubrir que los manejos de Scorza y Zavala no sólo habían provocado un caos administrativo sino que acusaban una disposición indebida de fondos por parte de este último: Zavala no ingresó a PEPSA la cantidad de 400,000 pesos que Excélsior le había entregado para sufragar sus gastos de operación de acuerdo con pólizas adjuntas, además de no justificar gastos por un monto de 600,000 pesos.
En mayo de 1976, mientras la administración de Álvarez Icaza rectificaba el rumbo de la empresa y la abocaba a una creciente tarea de edición, una comisión designada por el Consejo de Administración por instancias de la propia gerencia general de Excélsior se propuso estudiar la situación real de PEPSA. Sin embargo, contrató para ello los servicios de un despacho de contadores sin ningún reconocimiento profesional y que, además, por sus relaciones personales con Zavala Tobón, resultaba sospechoso de parcialidad. En efecto, el informe rendido por el despacho de contadores y avalado por la comisión nombrada por el Consejo de Administración, emitió datos erróneos. Entre otros, atribuyó a PEPSA una pérdida de 6.372,000 pesos, evidentemente falsa, tanto por el monto como porque tal cifra no podía considerarse como una pérdida empresarial. En realidad se trataba de un déficit de operación representado por inversiones comprobables de 2.692.676.90 pesos, que para una empresa que llevaba funcionando menos de tres años –en uno de los cuales sufrió una caótica administración– no era desde ningún punto de vista considerable. Menos aún si se tomaba en cuenta que, por la venta en un año de los volúmenes existentes, PEPSA obtendría una utilidad neta de 8.000,000 pesos.
No obstante las rectificaciones que se hicieron a este informe presentado por la comisión designada –y a la decisión de la gerencia de encomendar a una organización de alto prestigio la realización de una auditoría que esclareciera definitivamente la situación– los consejeros impugnadores difundieron dolosamente el informe parcial y esparcieron rumores de que se habían cometido grandes fraudes imputables a las autoridades del periódico. Las calumnias encontraron eco en publicaciones dominicales panfletarias en las que se inventaban cifras cuantiosas y se acusaba insistentemente a Scherer y a Rodríguez Toro. Algunos trabajadores de talleres parecieron dar crédito a éstos y otros infundios, y se acentuó la división en el seno de la cooperativa.
En este clima de tensión exacerbada se convocó –con irregularidades jurídicas– a la asamblea del 8 de julio en cuya orden del día no se daba cabida, insólita pero significativamente, a los informes de la dirección y la gerencia.
En vísperas del acontecimiento, y con objeto de ilustrar a compañeros malinformados que habían prestado oídos a las calumnias y se dejaban liderar por los opositores, un grupo de cooperativistas hizo circular, entre otros documentos, uno en el que se asentaba:
“Este es un nuevo capítulo de la historia de las agresiones a nuestro periódico. Los ataques del exterior han tenido, más de una vez, cómplices entre miembros de la cooperativa. Es clara la coincidencia entre la invasión de la Candelaria (Paseos de Tasqueña) y nuestros problemas internos. También es muy clara la relación entre los agravios que antiguos compañeros lanzan ante la televisión y en las páginas de muchos pasquines y la actitud dolosa de consejeros y comisionados. Nos oponemos a esta actitud inmoral de consejeros y comisionados. Ellos saben que los infundios que han propalado serán destruidos por la verdad. Por eso pretenden acallarla. La convocatoria a la asamblea no sólo viola los principios de convivencia cooperativa sino que también infringe las normas jurídicas que nos rigen.”
Enterados de la situación, y conocedores del peligro que se cernía contra la libertad de expresión en México –puesta en juego por la crítica situación de Excélsior– cerca de 50 colaboradores del diario y de las demás publicaciones de la empresa elaboraron por voluntad propia un manifiesto en defensa de la libertad de expresión y de solidaridad con Julio Scherer García y Hero Rodríguez Toro. El manifiesto debía aparecer en la última plana, la número 22, de la primera sección de la edición del 8 de julio.
A las tres de la madrugada de ese día 8 –día de la asamblea– se consumó la primera operación del golpe: miembros de los consejos y comisiones se presentaron en el departamento de rotativas y, guiados por Díaz Redondo, en franca rebeldía contra las órdenes del director, eliminaron el texto e hicieron que el periódico se publicara con una página en blanco: afrenta al lector y humillación jamás inferida a las publicaciones Excélsior.
Horas después, la atmósfera que se respiraba dentro y en torno a las instalaciones de la empresa era ya de franca tirantez. Una patrulla de la policía circulaba continuamente por Paseo de la Reforma con su sistema de sirenas encendido, y pequeños grupos de individuos sospechosos –con aspecto de agentes, con aire de espías– paseaban en torno a los edificios. Un par de ellos incluso, entraron en el edificio, se identificaron abiertamente como agentes policiacos ante los reporteros de guardia y preguntaron dónde se hallaba la sala de asambleas. Los talleres, a su vez, se encontraban invadidos y cercados por gente extraña a la cooperativa: muchos fueron identificados como “porros”, otros eran simplemente desconocidos que denunciaban en su semblante los efectos del alcohol y la droga; todos integraban una especie de fuerza de choque que pretendía amedrentar a los socios de la cooperativa y que instalaba, definitivamente, un ambiente de violencia. Era clara también la presencia de armas que abultaba, en algunos de estos desconocidos, la parte posterior de su vestimenta.
Por otra parte, los cooperativistas rebeldes habían decidido uniformarse con sombreros de palma –en los que se leía la inscripción 8 de julio– y se identificaban a sí mismos como “la indiada”, bajo el pretexto de que los trabajadores de talleres habían recibido ese mote, a manera de insulto, de parte de miembros de la redacción en épocas anteriores.
Ante la violencia ambiental que gobernaba las instalaciones de Excélsior, horas antes de la celebración de la asamblea, uno de los colaboradores de las páginas editoriales, Ricardo Garibay, intentó desde las oficinas de la redacción, y en presencia de varios corresponsales extranjeros, una comunicación telefónica con el presidente de la República para enterarlo de la situación que se estaba viviendo y que hacía peligrar a la institución. El secretario privado del presidente recibió el mensaje de Ricardo Garibay, pero éste no obtuvo contacto telefónico con el primer mandatario, quien, según le informaron, asistiría a una premiación de niños aplicados.
Poco antes de las once y media de la mañana, Julio Scherer García y Hero Rodríguez Toro, seguidos por toda la redacción y por empleados administrativos y de talleres entraron en el salón de asambleas que se encuentra ubicado en el segundo piso de Bucareli 17, cerca de la sección de rotativas, y que tiene acceso también por el edificio de Reforma.
El salón donde habitualmente se realizan las asambleas, y que en esos instantes merecía para muchos el nombre de “ratonera”, de “trampa”, es un largo recinto rectangular, positivamente incómodo, que sólo cuenta con una angosta puerta de acceso ubicada en el extremo posterior al sitio donde se instala el presídium. Se habilita para tales efectos con sillas plegadas de lámina agrupadas en dos sectores que sólo dejan libre un pasillo central como única vía de tránsito entre el presídium y la puerta. Esta vez, el exceso de sillas obligaba a “amontonarse” a los concurrentes y hacía más estrecho el estrecho pasillo.
Cuando el grupo solidario al director y al gerente entró en el salón de la asamblea, los trabajadores identificados con sombreros de palma ocupaban ya casi el sector cercano al presídium donde tomaron asiento Scherer y Rodríguez Toro. Sus seguidores, en cambio, se vieron pronto apresados en la sección central, pues las filas posteriores se llenaron, instantes después, con quienes se identificaban como “la indiada” y entre los que había numerosos desconocidos, creando así una especie de sándwich que contribuía a acrecentar la presión. Por si esto fuera poco, el pasillo central se fue ocupando paulatinamente con los de sombrero de palma, de modo que se constituyó un émbolo humano que dificultaba no sólo la visibilidad, sino el libre movimiento de los que se hallaban incómodamente sentados. También llevaban sombreros de palma, además de un brazalete rojo, los miembros de la comisión de orden, nombrados por el Consejo de Administración y situados, lógicamente, en el repleto pasillo central. Tales comisionados ejercitaban muy arbitrariamente su función: cuando minutos después se inició la asamblea, los comisionados del orden hostigaban a los cooperativistas leales: les impedían ponerse en pie, los empellaban, trataban de silenciarlos con amenazas y abucheaban sus intervenciones. Era evidente la intromisión de abundantes individuos ajenos a la cooperativa, en cuya actitud provocadora se les adivinaba estar dispuestos a provocar un zafarrancho que, en un lugar así, hubiera tenido consecuencias catastróficas.
La entrada al salón de los distintos miembros de los consejos y comisiones, casi todos ellos ensombrerados y con los ojos enrojecidos, provocó aclamaciones de los soliviantados, obedientes siempre a un sistema de porras perfectamente organizado. Cuando Juventino Olivera cruzó el pasillo central, los del sombrero lo aclamaron. El subgerente agradecía los gritos balanceando el brazo derecho y sonriendo, con desacostumbrada expresión de orgullo, como un político en triunfo.
Transcurrió más de una hora antes de que Díaz Redondo, como presidente del Consejo de Administración, declarara abierta la asamblea. Lo hizo al fin sin comunicar la existencia o inexistencia del quórum legal, y procedió a solicitar proposiciones para el nombramiento de seis escrutadores. Su participación fue del todo arbitraria: rápidamente admitió la inscripción de los candidatos que le gritaban los que llevaban sombrero, y alegaba no escuchar, no entender en medio de la gritería, los nombres que le proponían los cooperativistas fieles a la institución.
La gritería era realmente fenomenal. Las voces del grupo opositor y sus comparsas, y el hostigamiento de los comisionados del orden, impedía toda expresión libre y el adecuado desarrollo del proceso. Díaz Redondo, sin embargo, sometió a votación los nombres que él consideró propuestos –sólo dos de los solicitados por los cooperativistas solidarios– y en forma también arbitraria –atisbando de una simple ojeada las manos que se alzaban, los sombreros que se agitaban– declaró triunfadores a cinco escrutadores de sus incondicionales y a sólo uno del otro grupo de cooperativistas. Estos escrutadores, ahora en connivencia con Díaz Redondo, hicieron válido el dudoso triunfo que el propio presidente del Consejo de Administración –desoyendo la petición de una votación nominal– decidió conceder para presidir la asamblea al candidato propuesto por los del sombrero, Jorge Castillero, sobre el candidato propuesto por el otro sector: Manuel Becerra Acosta, subdirector del periódico.
En medio de una gritería incontrolable se protestó fuertemente la decisión, al tiempo que las porras que dirigía un reportero de espectáculos, Ricardo Perete –quien se trepó al presídium y con expresiones desorbitadas agitaba su sombrero– coreaban burdamente: “¡la indiada ya votó!… ¡la indiada ya votó!”.
A estas alturas, la violencia ambiental había llegado a extremos francamente peligrosos. La farsa de asamblea que se habían propuesto celebrar los adictos a Díaz Redondo era palpable. Para evitar un incidente grave, y convencidos de que no existía posibilidad alguna de ejercitar la democracia, el director y el gerente decidieron abandonar el salón. Trabajosamente se formó una valla en el pletórico pasillo central para defender la integridad física de los dirigentes. Entre exclamaciones de “¡Scherer-Excélsior!, ¡Scherer-Excélsior!”, lanzadas por numerosos cooperativistas, salieron el director y el gerente acompañados de un considerable grupo, mientras algunos opositores gritaban “¡Fuera!” y otros se mantenían atónitos, repentinamente emocionados ante los encendidos gritos de apoyo a la institución y de repulsa al golpe que se acababa de instrumentar.
El director, el gerente y los cooperativistas que abandonaron el recinto, se -reunieron entonces en la sala de redacción del diario para celebrar allí, ante un notario público, la asamblea extraordinaria que no había podido desarrollarse en el salón de talleres.
Mientras se acondicionaba la redacción, varios de los principales dirigentes de Excélsior, reunidos en la dirección y encabezados por el director y el gerente, celebraron con los corresponsales extranjeros que habían llegado al periódico horas antes una entrevista de prensa. Allí dieron cuenta de lo acontecido en el salón, informaron de los antecedentes y de la significación del atentado contra la libertad de expresión, y denunciaron la intromisión de individuos extraños a la cooperativa y que los propios corresponsales detectaban sin dificultad.
Durante la asamblea en la sala de redacción, los cooperativistas allí escucharon y aprobaron por unanimidad los informes que rindieron el director y el gerente, y decidieron desconocer a los consejos y comisiones por su franca actitud de rebeldía y de ilegalidad.
En su informe, el director dijo: “Hemos venido padeciendo graves ataques del exterior. No necesito insistir en cuánto escozor causa nuestro trabajo –el de todos nosotros, absolutamente todos nosotros– a quienes en México se oponen al orden, a la independencia y a la honestidad. Hemos sabido contestar a los enemigos de afuera. ¡Cuántos quieren que Excélsior desaparezca como el único diario independiente y autosuficiente!…
“Pero resulta intolerable que la conspiración invada nuestras propias filas, que quienes tienden la trampa de Paseos de Tasqueña sean los mismos que asaltan la rotativa y lanzan a la calle un periódico mutilado, que quienes se han dicho nuestros amigos y compañeros atenten contra su propia fuente de trabajo para lograr finalidades ajenas. Siempre hemos puesto nuestro afán en que Excélsior sea el mejor, el más limpio, el más importante periódico de nuestra patria. Todos los días, desde sus páginas, hemos pedido al gobierno y a la nación respeto y amor para cada uno de los mexicanos. Excélsior ha sido combatido pero nunca juzgado con el desprecio con que puede comenzar a ser juzgado desde ahora. Díganme si destruyéndonos a nosotros mismos, si echándonos lodo a nosotros mismos, si haciendo de nosotros objeto de ineficacia, burla y anarquía podremos seguir demandando y defendiendo todo aquello que ha sido hasta la madrugada de hoy nuestra divisa.”
Terminada la asamblea, los cooperativistas presentes ocuparon las principales instalaciones de Reforma 18 –donde se encuentran las oficinas de redacción y administración– ante la noticia de que los asambleístas reunidos en el salón de talleres habían acordado suspender al director, al gerente y a los cinco socios implicados en el incidente de Olivera.
Se temía en esos instantes un acto de fuerza desencadenado por los soliviantados y el contingente de “porros”, algunos de ellos evidentemente armados, y ante tal peligro se solicitó telefónicamente la protección policiaca en presencia del notario público y de los corresponsales extranjeros. La protección no llegó jamás. Quienes llegaron hasta la oficina del director, ocupada por cooperativistas leales, fueron los integrantes de una comisión nombrada por los adictos a Díaz Redondo quienes comunicaron las suspensiones aprobadas en su reunión, la decisión de ocupar de inmediato las oficinas del director y del gerente, y la determinación de convertir al Consejo de Administración en la única autoridad para fijar la política editorial del periódico y su manejo administrativo.
No había pacto posible. Resultaba patente que negarse a acatar tales órdenes, resistirse a la ocupación de las oficinas, provocaría enfrentamientos violentos, toda vez que los accesos a las instalaciones se hallaban controlados por los soliviantados y los desconocidos, quienes a esas alturas ocupaban además las escaleras del edificio de Reforma formando un cordón y asumiendo actitudes acechantes.
Fue así como los dirigentes del periódico decidieron abandonar el edificio y salir a la calle, seguidos por un nutrido grupo de cooperativistas, trabajadores eventuales y colaboradores que entendían claramente la significación del golpe. Se trataba de un atentado artero contra la libertad de expresión en el que se habían conjuntado intereses ajenos a la cooperativa y ambiciones internas de quienes se convirtieron en instrumentos para la ejecución de un crimen. Un crimen que eclipsa, por el momento, la posibilidad de contar en México con una prensa libre, profesional, autónoma, independiente, verdaderamente analítica de la realidad y del mundo en que vivimos.
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La dignidad*/JULIO SCHERER GARCÍA
Al abandonar el edificio de Excélsior, en Reforma 18, me sentí perro sin dueño. Sin saber qué hacer con mi cuerpo, no había más mundo que el mundo interior. Algo me decía que mi comportamiento en la asamblea que nos había puesto en la calle había sido propio de un cobarde, pero algo me decía que no, que en el momento extremo me había acompañado la lucidez, tocado el periódico de muerte.
De esto hablaba a solas con Susana. Yo sentía que se apretaba contra mí, que nada mejor podía hacer en el agobio que era nuestra vida. La miraba a los ojos para mirar atrás de su mirada verde y descendía a los labios que tanto me gustaban. Temía lo peor, el despertar en ella de una amorosa compasión, irrepetibles los días que no se quieren olvidar.
Sin frontera que separe las palabras del pensamiento, un día me dijo Vicente Leñero: “Quizá abandonamos la asamblea antes de tiempo. Ya se coreaba tu apellido. En fin, no sé”.
Un agujero me devoró. Si nos habíamos salido antes de tiempo, el miedo me había ganado.
Trabajábamos en Proceso, la revista ya levantaba vuelo y volvió Vicente, directo e inesperado. Me dijo que había escrito un libro, Los periodistas, que me dedicaba la obra de la que yo era eje y que no me mostraría una línea del manuscrito. No se expondría ni me expondría a un punto de vista adverso, a la sugerencia de alguna modificación significativa o circunstancial.
Vicente se reflejaba en las palabras de Kertész, el Nobel húngaro: “¿La Verdad o mi Verdad? La Verdad. ¿Y si no es la Verdad? Entonces el error, pero el mío”.
Fui leyendo Los periodistas como quien camina, hablando y escuchando, observando y sintiéndome observado, comprendiéndome entre muchos, agradecido en las lágrimas de las que sólo yo puedo dar cuenta.
Las páginas se fueron haciendo una cadencia dolorosa, un andante y fui sabiendo que, poco a poco, recuperaba el sentido de mi propia dignidad. l
Presentación de Los periodistas, de
Vicente Leñero. Edición especial a 30 años del golpe a Excélsior (Joaquín Mortiz, 2006)
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953 días de impunidad
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