La cuestión turca/Gema Martín Muñoz, directora general de Casa Árabe y su Instituto de Estudios Árabes y del Mundo Musulmán
Publicado en El País, EL PAÍS, 01/07/2008;
Los sectores recalcitrantes del laicismo autoritario turco están llevando a su país a una situación de crisis político-institucional que abre las puertas a la incertidumbre con el indeseable riesgo de retroceso económico y repliegue democrático. Esto no conviene ni a Turquía ni a Europa ni a Oriente Medio.
En realidad, lo que se está jugando en Turquía es un ajuste de cuentas de añejas élites que con una concepción patrimonial del Estado y de su interpretación laica se han visto desplazadas del poder a través de las urnas… y no se resignan a ello. Tratan de manipular el “miedo al islamismo” (si bien el PJD es un posislamismo democrático autodefinido como “partido conservador”) y arrogarse la defensa del laicismo (versión fundamentalista y excluyente considerada “una forma de vida” susceptible de ser impuesta a todos los ciudadanos que, lejos de basarse en la neutralidad confesional del Estado, coarta sus libertades individuales) para derrocar al Gobierno democrático con estratagemas jurídicas (ilegalizar al partido gobernante arrogándose el dudoso derecho de interpretar el laicismo a su imagen y semejanza). Argumentos seudojurídicos abanderados por un Tribunal Constitucional que desde 1980 ha ilegalizado a más de 20 partidos políticos y cuya mayoría de jueces fue nombrada por el anterior presidente de la República, el kemalista-laico Ahmet Necdet Sezer.
Acusar al PJD de atentar contra el laicismo es dar la espalda a la realidad social mayoritaria turca que en un 80% no ve contradicción entre el hiyab y el laicismo, y al 69,3% de ciudadanos que se muestra decididamente contrario a la disolución de ese partido (encuesta del Centro Metropol de Investigaciones Sociales y Estratégicas de Ankara, publicada en el diario Yani Shafaq el 6 de junio de 2008).
El PJD no sólo es la alternativa democrática, resultado de las elecciones de 2002 y 2007, sino que su Gobierno dirigido por Recep Tayyip Erdogan es, hoy por hoy, el único capaz de llevar adelante la transformación profunda que necesita el país. Su política económica liberal cuenta con el apoyo de los actores económicos turcos y ha logrado un crecimiento impensable hace menos de una década; su ritmo reformista es dinámico y progresivo, incluidos viejos tabúes que el ultranacionalismo turco, representado por ejército y jueces, consideraba sagrados (delitos de opinión contra la monolítica identidad nacional turca, mejora en los derechos de las minorías…); su europeísmo es convencido y voluntarista; su política exterior cuida las relaciones con Europa, Estados Unidos e Israel a la vez que mira y se interesa por su entorno medio-oriental, lo que le permite desempeñar un papel tan complejo como mediar entre Siria e Israel.
¿Qué otra fuerza política podría llevar a cabo esta acción interior y exterior que le está valiendo a Turquía el respeto y la credibilidad de la mayoría de dentro y de fuera? Los dos partidos que consiguieron representación en el Parlamento, el Partido del Movimiento Nacional, contrario al ingreso en la UE, y el Partido Republicano del Pueblo, que apoya incondicionalmente la injerencia del Ejército en política, pertenecen a ese universo ajeno a la evolución de la sociedad turca y enraizado en un ultranacionalismo aislacionista incapaz de promover el potencial interior y exterior turco.
Si el proceso de ilegalización sigue adelante y se prohíbe a sus dirigentes formar parte de grupo político alguno en cinco años, se abrirá una gran fractura social, Turquía volverá a los riesgos de la inestabilidad política y el proceso democrático y la economía se resentirán (de hecho la lira y la Bolsa turcas así lo hicieron desde el mismo día del anuncio de emprender dicho proceso). En fin, una triste victoria de quienes, dentro y fuera, se oponen a la integración europea de Turquía. Pero, quizás, efímera.
Ante la imposibilidad de llegar a un entendimiento con ese particular sector “laico”, Erdogan parece estar dedicado sobre todo a impedir la fragmentación cuando sus 341 diputados se encuentren sin liderazgo y sin agrupación política, refundar el partido (él podrá presentarse a las elecciones como candidato independiente) y llevar a cabo las necesarias reformas que pongan fin a las injerencias del Ejército y del poder judicial en el poder legislativo, es decir, consoliden un Estado de derecho democrático, aprovechando el descrédito interno y externo que todo este proceso va a entrañar.
La Turquía de hoy no es la de 1997 cuando el precursor del PJD, el partido Refah, padeció un proceso similar, como tampoco el PJD de hoy es el Refah de ayer, ni Necmettin Erbakan era Tayyip Erdogan. Eso es lo que no entiende esa vieja guardia “laica”, anclada en el pasado, ensoñadora de la intervención del Ejército y ajena a los cambios de la política nacional, regional e internacional. Esperemos que la Europa de hoy tampoco sea la Europa de entonces y sepa estar a la altura de la necesaria defensa de quienes están siendo objeto de un acoso judicial muy poco democrático y que sin embargo acatarán la sentencia buscando una nueva respuesta democrática que siga llevando a Turquía por la vía del cambio.
En realidad, lo que se está jugando en Turquía es un ajuste de cuentas de añejas élites que con una concepción patrimonial del Estado y de su interpretación laica se han visto desplazadas del poder a través de las urnas… y no se resignan a ello. Tratan de manipular el “miedo al islamismo” (si bien el PJD es un posislamismo democrático autodefinido como “partido conservador”) y arrogarse la defensa del laicismo (versión fundamentalista y excluyente considerada “una forma de vida” susceptible de ser impuesta a todos los ciudadanos que, lejos de basarse en la neutralidad confesional del Estado, coarta sus libertades individuales) para derrocar al Gobierno democrático con estratagemas jurídicas (ilegalizar al partido gobernante arrogándose el dudoso derecho de interpretar el laicismo a su imagen y semejanza). Argumentos seudojurídicos abanderados por un Tribunal Constitucional que desde 1980 ha ilegalizado a más de 20 partidos políticos y cuya mayoría de jueces fue nombrada por el anterior presidente de la República, el kemalista-laico Ahmet Necdet Sezer.
Acusar al PJD de atentar contra el laicismo es dar la espalda a la realidad social mayoritaria turca que en un 80% no ve contradicción entre el hiyab y el laicismo, y al 69,3% de ciudadanos que se muestra decididamente contrario a la disolución de ese partido (encuesta del Centro Metropol de Investigaciones Sociales y Estratégicas de Ankara, publicada en el diario Yani Shafaq el 6 de junio de 2008).
El PJD no sólo es la alternativa democrática, resultado de las elecciones de 2002 y 2007, sino que su Gobierno dirigido por Recep Tayyip Erdogan es, hoy por hoy, el único capaz de llevar adelante la transformación profunda que necesita el país. Su política económica liberal cuenta con el apoyo de los actores económicos turcos y ha logrado un crecimiento impensable hace menos de una década; su ritmo reformista es dinámico y progresivo, incluidos viejos tabúes que el ultranacionalismo turco, representado por ejército y jueces, consideraba sagrados (delitos de opinión contra la monolítica identidad nacional turca, mejora en los derechos de las minorías…); su europeísmo es convencido y voluntarista; su política exterior cuida las relaciones con Europa, Estados Unidos e Israel a la vez que mira y se interesa por su entorno medio-oriental, lo que le permite desempeñar un papel tan complejo como mediar entre Siria e Israel.
¿Qué otra fuerza política podría llevar a cabo esta acción interior y exterior que le está valiendo a Turquía el respeto y la credibilidad de la mayoría de dentro y de fuera? Los dos partidos que consiguieron representación en el Parlamento, el Partido del Movimiento Nacional, contrario al ingreso en la UE, y el Partido Republicano del Pueblo, que apoya incondicionalmente la injerencia del Ejército en política, pertenecen a ese universo ajeno a la evolución de la sociedad turca y enraizado en un ultranacionalismo aislacionista incapaz de promover el potencial interior y exterior turco.
Si el proceso de ilegalización sigue adelante y se prohíbe a sus dirigentes formar parte de grupo político alguno en cinco años, se abrirá una gran fractura social, Turquía volverá a los riesgos de la inestabilidad política y el proceso democrático y la economía se resentirán (de hecho la lira y la Bolsa turcas así lo hicieron desde el mismo día del anuncio de emprender dicho proceso). En fin, una triste victoria de quienes, dentro y fuera, se oponen a la integración europea de Turquía. Pero, quizás, efímera.
Ante la imposibilidad de llegar a un entendimiento con ese particular sector “laico”, Erdogan parece estar dedicado sobre todo a impedir la fragmentación cuando sus 341 diputados se encuentren sin liderazgo y sin agrupación política, refundar el partido (él podrá presentarse a las elecciones como candidato independiente) y llevar a cabo las necesarias reformas que pongan fin a las injerencias del Ejército y del poder judicial en el poder legislativo, es decir, consoliden un Estado de derecho democrático, aprovechando el descrédito interno y externo que todo este proceso va a entrañar.
La Turquía de hoy no es la de 1997 cuando el precursor del PJD, el partido Refah, padeció un proceso similar, como tampoco el PJD de hoy es el Refah de ayer, ni Necmettin Erbakan era Tayyip Erdogan. Eso es lo que no entiende esa vieja guardia “laica”, anclada en el pasado, ensoñadora de la intervención del Ejército y ajena a los cambios de la política nacional, regional e internacional. Esperemos que la Europa de hoy tampoco sea la Europa de entonces y sepa estar a la altura de la necesaria defensa de quienes están siendo objeto de un acoso judicial muy poco democrático y que sin embargo acatarán la sentencia buscando una nueva respuesta democrática que siga llevando a Turquía por la vía del cambio.