Bajo su autoridad, los organismos de seguridad hicieron desaparecer a 3,000 prisioneros políticos, decenas de miles de disidentes conocieron la tortura y la cárcel, y más de 30,000 chilenos tuvieron que exiliarse.
El mismo juez español Baltasar Garzón emprendió en 1998 un proceso judicial sin precedentes, que consiguió su en un hospital de Londres, donde había ingresado para una intervención quirúrgica. Durante 503 días permaneció arrestado y, aunque finalmente Reino Unido desestimó la petición de extradición solicitada por el juez alegando razones humanitarias debido al delicado estado de salud, ese fue el detonante de una larga serie de causas judiciales que se sucederían después en Chile.
Empero, ningún proceso fructificó, pero durante los últimos ocho años, el antes cruel dictador y después anciano decadente tuvo que mirar la cara de la Justicia.
El Ocaso de un
dictador/Carlos Malamud, investigador principal para América Latina del Real Instituto Elcano Publicado en ABC , 11/12/2006):
Con 91 años moría Augusto Pinochet, como consecuencia de un agravamiento del infarto sufrido la semana anterior y del que se recuperaba en el Hospital Militar de Santiago de Chile. Esta noticia prácticamente coincidía en el tiempo con otra dada el fin de semana por el periódico británico The Independent, que informaba del cáncer de estómago que tendría Fidel Castro y de las remotas posibilidades de pasar del fin de año o, en su defecto, de durar sólo algunos meses. Más allá de la veracidad de la información, la venganza de la historia suele ser, a veces, retorcida y complicada. La posibilidad de que los dos mayores dictadores latinoamericanos del siglo XX murieran juntos hubiera sido algo digno de ser contemplado. No en vano, ambos sintetizan lo peor del totalitarismo y del autoritarismo criollo y retratan, mejor que muchos otros epígonos, los horrores de toda una época.
Como no podía ser de otra forma, los sucesos que rodearon el último cuadro médico que acompañó al infarto de Pinochet de hace una semana atrás fueron objeto de polémica. Fueron muchos los que decían que era una nueva estratagema judicial, que esta vez tenía por objeto eludir la prisión domiciliaria a que estaba sometido como consecuencia del enésimo juicio penal en su contra como consecuencia de violaciones de derechos humanos. La utilización de la enfermedad no era algo nuevo. Venía ocurriendo desde el 16 de octubre de 1998, cuando fue arrestado en Londres por orden del juez Baltasar Garzón. Lo más patético fue la visión del viejo general, en silla de ruedas, levantándose de la misma con renovados bríos, tras aterrizar en suelo chileno el avión que finalmente lo devolvía a su país después de la peripecia europea. Sonaba paradójico que un militar de su graduación, que había hecho del valor a lo largo de toda su vida uno de sus valores más emblemáticos, se escondiera de esa manera detrás de las batas blancas de los galenos que con sus informes científicos podían descargarlo de sus responsabilidades jurídicas.
Como en la fábula del lobo y las ovejas, o en la historia del cántaro y la fuente, a la última fue la vencida. La golpeada salud del duro dictador terminó quebrándose por causa de la edad y, posiblemente, de los remordimientos. En este sentido no es casual que la última declaración pública de Pinochet se hiciera el día de su último cumpleaños, el 25 de noviembre pasado, cuando a través de su esposa admitió la «responsabilidad política» de los actos cometidos tras el golpe de Estado del 11 de septiembre 1973 que acabó con el gobierno constitucional de Salvador Allende. A partir de ese momento la noche se instaló durante largos años y los chilenos sufrieron algo hasta entonces desconocido para ellos. Tuvieron que esperar hasta el 11 de diciembre de 1989, con la elección de Patricio Aylwin, para que retornara la democracia.
Desde el día que bombardeó el Palacio de la Moneda, la imagen de Pinochet está indisolublemente ligada a la de Salvador Allende, en una de las grandes paradojas del Chile contemporáneo. Hablar del fin del uno implica hablar del principio del otro y esto como consecuencia de la aventura golpista iniciada por Pinochet y sus seguidores. Eran los años negros en que muy pocos creían en la democracia en América Latina. No creían en ella ni la izquierda ni la derecha. La izquierda por tratarse de un fenómeno sólo formal y a favor de la burguesía, la derecha por abrir las puertas del comunismo. Como consecuencia, la mejor salida era o bien la revolución o bien un golpe de Estado, pero nunca, nunca, las elecciones, el disenso y la resolución negociada de los conflictos en el marco de un sistema democrático.
Pese al deseo de las muchas de las víctimas, y sus familiares, de sus horribles crímenes contra los derechos humanos cometidos durante los largos años de dictadura, Pinochet nos dejó sin haber sido condenado por la justicia de su país. No es éste el fallo de la historia y de la opinión pública chilena, que ya han emitido su duro veredicto. Por eso, no llama la atención el resultado de una encuesta publicada el domingo por la mañana (antes de conocerse la noticia de su muerte), por La Tercera, de Santiago, según la cual el 55 por ciento de los chilenos considera que Pinochet no debe ser enterrado con honores de Jefe de Estado. Es más, un 72 por ciento se niega a declarar duelo oficial y sólo un 51 por ciento aprueba que las Fuerzas Armadas le rindan honores como Comandante en Jefe del Ejército.
Se trata de un gran vuelco en el sentir de muchos chilenos, un vuelco que comenzó a vivirse tras su detención londinense. Todavía entonces, fuera de Chile y especialmente en España, posiblemente por el complejo de culpa por haber propiciado su detención, muchos temían en un rebrote autoritario. Eran los que especulaban con un golpe de mano militar contra un gobierno que luchaba por traerlo de vuelta pero no por reivindicarlo políticamente. Nada de eso pasó, más allá de los insultos y las bolsas de basura que los energúmenos pinochetistas arrojaban sobre nuestra embajada en Santiago. La democracia chilena evidenció ser más sólida de lo que parecía y hoy, tras su muerte, la calma prevalecerá en el país. El vuelco definitivo de la opinión pública, especialmente de sus seguidores más recalcitrantes, se dio cuando se hicieron públicas las noticias de los fondos que el general tenía en cuentas secretas de la Banca Riggs. Pinochet había dejado de ser un dictador excepcional, el que libró al país de los peligros del comunismo, pese a haber empleado métodos execrables, para compararse al resto de sus «coleguillas» de entonces, que no sólo eran reprochables militares sino también vulgares rateros.
Sin embargo, a diferencia de otros dictadores latinoamericanos de los años setenta, como Jorge Videla o Alfredo Stroessner, Pinochet tenía numerosos seguidores. No debe olvidarse que llegó al poder con un importante respaldo popular y un más que extendido consenso social. Pinochet no es, no fue, sólo el reflejo de sus propias patologías sino de los males de la sociedad de su época. Esto se demostró cuando se aprobó su Constitución, en 1980, en un plebiscito, así como en los numerosos votos que obtuvo cuando la campaña para impedir su reelección en el referéndum de 1988, que abrió las puertas a la transición democrática.
Pese a la pérdida de peso que los pinochetistas han tenido en la vida política chilena, su nostalgia y su melancolía pueden provocar, todavía, más de un dolor de cabeza. Por eso, una de las mayores preocupaciones del gobierno de Michelle Bachellet, despejado el escenario sobre el tipo de honores, funeral y representación política en el mismo, es qué hacer con las cenizas de Pinochet. Difícil es que retornen en forma de una tragedia renovada. En este sentido, la mayoría de los chilenos y los políticos que los representan han sabido dar a su transición a la democracia una seriedad y una solidez que se echan en falta en muchas otras partes de América Latina.
SE FUE EL PENULTIMO/
Raúl Rivero, poeta y colaborador habitual de EL MUNDO. Acaba de publicar Vida y oficios: los poemas de la cárcel Tomado de EL MUNDO, 11/12/2006
ste domingo, cuando se paralizó en Santiago de Chile el asediado corazón de Augusto Pinochet Ugarte, el gorila de capa y espada hizo su último gesto público en contra de Fidel Castro porque lo dejó solo en la pavorosa galería de dictadores autoritarios que gobernaron en aquel continente a punta de pistola.
Lo ha abandonado en la soledad del opresor de fondo. Le ha traspasado la escaramuza final y las negociaciones para entregar la plaza sin condiciones. Le ha cedido, con un rápido saludo militar a la visera, el ambiguo privilegio de clausurar una dinastía que tuvo sus más altos fulgores iniciales a mediados del siglo pasado con el medallero ensangrentado de Marcos Pérez Jiménez, Fulgencio Batista y Rafael Leónidas Trujillo.
Le pasó los despojos de la tropilla de oficiales, a quienes sus compatriotas les pagaron con generosidad sus ciclos de preparación profesional y cogieron el relevo, después, en el Cono Sur para atiborrar cada minuto de aquel tiempo de vergüenza hemisférica y de muertes violentas, torturas, desapariciones y de prácticas esquizofrénicas como la de lanzar al mar a los opositores desde aviones y helicópteros en vuelos nocturnos.
Claro, se va el más rimbombante y legítimo. Un hombre que quizás por la ruta de mediocridad y disimulo por la que transitó hacia sus estrellas de hojalata, necesitó, ya en el poder que consiguió a cañonazos, proyectar esa imagen de dureza, de amo y señor de los fusiles y de la geografía afilada de Chile. Puede explicarse, quizá, esa pasión por las escuadras, ese odio que llevaba en la charreteras junto a las insignias de sus rangos, por la rara noción que tenía (que tienen los dictadores) de la patria. Siempre han creído que la patria son ellos, su familia y sus amigos y los otros hombres y mujeres nacidos en la misma tierra, animales al margen o sirvientes. Cuando más, un hato que se puede poner en movimiento para provecho propio en fechas de peligro o en noches de festejos.
Yo no creo en cuentos de tiranos. Ni en filosofías o políticas económicas que justifiquen la muerte, el exilio, la prisión de miles de hombres y mujeres para avalar la actuación de Pinochet. Nadie me puede convencer tampoco de que el doctor Salvador Allende, con la asesoría de Castro y el Palacio de La Moneda invadido por policías y académicos cubanos, iba a sacar a su país de la pobreza y a ofrecerle un porvenir.
De modo que en aquella encrucijada de septiembre se eligió una vía que enlutó al país, lo dividió y le hizo dar un rodeo doloroso de casi dos décadas para reencontrar un ámbito de democracia y diálogo. Ningún manjar, ningún mantel se puede comparar con la vida de un hombre. No hay automóvil de lujo, ni puente de carretera, ni propiedad horizontal que pueda pagar la humillación y los sufrimientos de la tortura, los años de cárcel o la lejanía de los exilios.
El general murió en una cama después de bajarse del tigre que él mismo puso a galopar en su país. Descendió con cautela. Primero, con el revolver amartillado durante las maniobras de atraque. Peldaño a peldaño. Después, a toda velocidad, acosado por la Justicia, las demandas legales, las denuncias de los familiares de muertos y de los perseguidos. Encorvado y trastabillando. Con el pecho sin medallas, cubierto al final por certificados médicos y copias de electrocardiogramas.
Pienso que Chile, con esa preparación artillera y esas emboscadas legales, ha dado un recital de tolerancia con justicia. De energía sin ensañamiento. La ley inflexible como instrumento de la democracia. Una fuerza de tarea que dejó a Pinochet sin uniforme, sin espada, como un viejo ladrón avaricioso que escondía dineros ajenos. Un despliegue legal que lo bajó del tanque de guerra y lo puso en una silla de ruedas en el camino de la muerte y el olvido.
- ¿QUIEN MANDA AL EL EJERCITO CHILENO?/
Patricia Verdugo, escritora chilenaTOMADO DE EL MUNDO, 11/12/2006
El gobierno de Michelle Bachelet ha dispuesto ser representado por la ministra de Defensa en el funeral de Pinochet, así como aceptó que el ejército le rinda honores a quien fue su comandante en jefe por veinticinco años. Como era de esperar, los chilenos haremos -como nación- algo que no podremos explicar ante la Historia. Y cuando digo Historia, hablo de nuestros hijos y nietos y todos los que vengan por delante.
Primera pregunta: ¿Es el Ejército un organismo privado que puede decidir por su cuenta y riesgo lo que le venga en gana? La respuesta: no, se trata de un organismo estatal y, por ende, pertenece a todos los chilenos. Es uno de los cuatro organismos de la defensa nacional, cuyos salarios, armas, pertrechos y costoso entrenamiento son pagados con los impuestos de todos los chilenos. A ellos les damos -por ley- el «monopolio en el uso de las armas», justamente porque nos pertenecen a todos.
Segunda pregunta: ¿Quién manda al Ejército? Como ocurre en toda democracia, el poder militar está bajo el mando del poder civil. Hasta hace muy poco no era así, ya que la negociación que dio paso a la transición dejó enclaves autoritarios que impedían al Presidente de la República cambiar a los jefes del ejército, la armada, la aviación y la policía en caso de ser necesario. Además, les confería un rol clave en el Consejo de Seguridad Nacional que coartaba al Jefe de Estado. El cambio se logró durante la administración del Presidente Lagos.
Tercera pregunta: Si el ejército es obediente al poder civil, expresión de la soberanía popular, ¿quién realmente rendirá honores a Pinochet en su funeral? Respuesta: todos los chilenos.
Cuarta pregunta: ¿Amerita el general Pinochet recibir honores militares? Respuesta: no, porque él mismo fue el mejor ejemplo de quien transgrede gravemente el honor militar.
Vamos por puntos.
Rendir honores al general Pinochet es homenajear a quien indultó a los asesinos del comandante en jefe, general René Schneider (crimen cometido en 1970).
Rendir honores a Pinochet es olvidar que su policía secreta asesinó, en Buenos Aires, al ex comandante en jefe Carlos Prats, su antecesor en el cargo. Y con él a su esposa.
Eso, para empezar a hablar.
Sigamos con lo que dijo el general Joaquín Lagos Osorio durante la dictadura, evocando las masacres ocurridas en 1973, mientras era comandante en jefe de la primera división del Ejército:
«Fue y es un dolor tan enorme, un dolor indescriptible. Ver frustrado lo que se ha venerado por toda una vida: el concepto de mando, el cumplimiento del deber, el respeto a los subalternos y el respeto a los ciudadanos que nos entregan las armas para defenderlos y no para matarlos».
El general Pinochet violó todas las leyes nacionales e internacionales, incluyendo la Convención de Ginebra, para perseguir a los disidentes a su dictadura. Ordenó asesinatos, desaparición de prisioneros, torturas. Todo ello está debidamente acreditado en los informes oficiales de las comisiones Rettig y Valech. Con aprobación del Congreso y con cargo a fondos del Estado, se han pagado y se pagan indemnizaciones a las víctimas y sus familias.
Quinta pregunta: Si el Estado ha reconocido las graves y sistemáticas violaciones a los derechos humanos ocurridas durante la dictadura de Pinochet, ¿cómo es que el Estado va a rendir homenaje, a través del Ejército, a quien fue el jefe máximo de los agentes del Estado que cometieron tales crímenes? Respuesta: no debería hacerlo.
No vamos a agregar el fraude al Fisco que investiga la justicia tras descubrirse la red de cuentas secretas y millonarias del general Pinochet.
Alguien podría decir que mientras no haya sentencia hay que darle al ex dictador el beneficio de la duda o la presunción de inocencia.
Pero tenemos que anotar, finalmente, que rendir honores militares al general Pinochet constituye un acto deleznable en el marco de lo que la propia justicia ya ha establecido. Y constituye un acto que atenta gravemente contra la misma democracia que nuestros legítimos representantes -en La Moneda y el Congreso- han jurado defender.
Ultima pregunta: ¿Qué cree usted que van a pensar los jóvenes cadetes de la Escuela Militar al participar en los honores militares para el general Pinochet? Respuesta: que todo lo que hizo quien está en el féretro estuvo bien hecho. Y que mañana, siendo generales, pueden repetir esas acciones.
Si todos los políticos -desde el oficialismo y la oposición- nos repiten «nunca más», si hasta el ex comandante en jefe Emilio Cheyre pronunció ese «nunca más» con solemnidad, ¿en qué quedamos?
Muchos ciudadanos chilenos creemos que esto pone en jaque nuestra futura «seguridad» como nación y tenemos derecho a sentirnos desconcertados.