Publicado en EL CORREO DIGITAL, 13/01/10;
Cinco presos de ETA han sido expulsados de la organización porque entienden que el tiempo de la «lucha armada» -así llaman al tiro en la nuca de seres inocentes- no les lleva a ninguna parte. Han decidido ponerse del lado de Arnaldo Otegi, quien, después de saborear el protagonismo político que puede proporcionar la democracia, ha experimentado el frío que hace fuera de las instituciones. Tras sumar ventajas y desventajas, muchos etarras han llegado a la conclusión de que conviene cambiar de estrategia.
Los que propician el cambio cuentan con que los representantes del Estado sabrán valorar el gesto y actuar consecuentemente; es decir, tendrán en cuenta unos principios no escritos pero siempre supuestos en casos de abandono de la violencia por parte de grupos que fundan su política en el uso del terror. Estos principios son dos: que la política es de los vivos y que la autoridad de la soberanía popular está por encima de la ley. Son curiosamente los mismos que invocaba la declaración de la izquierda ‘abertzale’ leída en Venecia y Alsasua el pasado mes de noviembre.
Que la primera tarea del Estado sea la de proteger la vida de sus ciudadanos es algo que nadie discute. En ‘La cuestión judía’, Carlos Marx apuntaba que el Estado moderno está «para garantizar a cada uno de sus miembros la conservación de su persona, de sus derechos y de su propiedad». El derecho a la seguridad es la base de todos los demás, por eso aceptamos sin rechistar los límites a la libertad y a la decencia en los controles aeroportuarios. Eso lo saben muy bien los terroristas a la hora de negociar. Saben que el abandono de las armas es un regalo inmejorable al Estado, pues le permite a éste cumplir su función. Y como saben el valor que tiene para el Estado, cuentan por adelantado los beneficios que ello les puede reportar. Para empezar, pasar página y olvido de los delitos.
La invocación de la soberanía popular es otra carta que ambas partes se guardan en la manga. En su nombre todo es posible. Si las partes están de acuerdo en el trato, el Estado puede propiciar una lectura generosa de la legalidad y hasta orillarla, si hace al caso. Todo texto escrito debe someterse a la voluntad no escrita de los negociadores porque nada hay por encima de la voluntad del pueblo.
La novedad es que esa estrategia ya no vale. Esos principios ya han sido superados por la conciencia ciudadana y por la racionalidad moral. Ahora relacionamos la política de los vivos con la justicia a los muertos. Si queremos construir una sociedad en paz, no podemos perder de vista la violencia anterior. Cada nuevo asesinato complica más la salida, pues añade un nuevo significado al crimen que pasará factura a la hora de construir la convivencia futura. La razón de este cambio de época es la significación creciente que está adquiriendo la víctima, gracias a la irrupción en la escena política de un factor hasta ahora desconsiderado, a saber, la memoria. Las víctimas han dejado de ser un efecto colateral para pasar a ser piedra angular de la política. Las víctimas, al hacerse visibles, nos dicen sobre qué sufrimientos, injusticias o hipotecas está construido el presente, obligándonos a hacernos cargo.
La autoridad de la memoria está afectando al principio de la soberanía popular. No cualquier decisión es de recibo. La moralidad de una decisión no depende sólo del grado de autonomía con que se tome, sino también de que quien decide esté dispuesto a asumir responsabilidades heredadas. Nacemos con una hipoteca o responsabilidad que no derivan de actos nuestros, sino del lugar en el que nos insertamos. La patria en que nacemos tiene una deuda -un patrimonio material y espiritual construido sobre el sufrimiento de otros- que tenemos que asumir y que por eso condiciona nuestra libertad. La soberanía popular tiene sus límites.
Esta revolución conceptual está teniendo lugar sin que el famoso ‘movimiento de liberación nacional vasco’ al parecer se haya enterado. Lógico que a los presos se les haya parado el reloj en el día del juicio, pero deberían tomar nota de ello todos esos círculos concéntricos, tan bien estudiados por Aurelio Arteta y que van desde el apoyo material y espiritual, desde cátedras y púlpitos, hasta la indiferencia de los espectadores. ETA no se sostiene sólo por el uso de las pistolas, sino también y principalmente por el apoyo cultural que le viene de lugares con prestigio. Esos intelectuales, clérigos o articulistas deberían saber que sus tópicos ya no se sostienen argumentalmente. Imaginemos que el Estado pasara página por el solo hecho de abandonar las armas, ya que así garantizaría la vida de los vivos. ¿Qué impediría volver a matar si basta dejar de hacerlo para que todo se olvide? Para construir la política sin violencia es imprescindible mantener viva la memoria de la violencia pasada.
Otegi y sus amigos no pueden contar con la complicidad del Estado en la invocación de esos dos principios. Se han quedado anclados en un tiempo que ya no existe. El Estado de Derecho es un proceso que se ha ido enriqueciendo con contenidos cada vez más exigentes. Pues bien, hemos llegado a un punto en el que la significación moral de la memoria de las víctimas le impide al Estado, nos impide a todos, pasar página bajo ningún concepto. El abandono de las armas ya no cotiza políticamente, sólo es un paso para la integración social que implica el reconocimiento del daño causado y la demanda de perdón.