3 nov 2006

El Poder de China


El triángulo del Este asiático/Joseph S. Nye

En vísperas de la prueba nuclear coreana, el nuevo primer ministro de Japón, Shinzo Abe, celebró en China una reunión con el presidente Hu Jintao. Fue un avance prometedor. Pero Abe llega al cargo con la reputación de ser más nacionalista que su predecesor, Junichiro Koizumi, cuya insistencia en visitar el polémico santuario de Yasukuni (en el que están enterrados los criminales de guerra japoneses más destacados de la II Guerra Mundial) contribuyó a enturbiar las relaciones con China. Y para mantener la estabilidad en Asia las relaciones chino-japonesas deben mejorar.

Aunque las ambiciones nucleares de Corea del Norte son inquietantes y desestabilizadoras, el elemento estratégico clave en el Este asiático es la ascensión de China. En las tres últimas décadas, su economía ha crecido entre el 8 y el 10% anual; y el gasto en Defensa a un ritmo aún mayor. Y sin embargo, los lideres chinos hablan del “ascenso pacífico” de su país.
Hay quienes opinan que China no puede tener un ascenso pacífico y que tratará de obtener la hegemonía en Asia oriental, con el consiguiente conflicto con Estados Unidos y Japón. Otros señalan que China lleva a cabo políticas de “buena vecindad” desde los años noventa: ha resuelto disputas fronterizas, ha empezado a desempeñar un papel más activo en las instituciones internacionales y ha reconocido las ventajas de utilizar el poder blando.
Hace diez años supervisé la elaboración del Informe Estratégico sobre el Este Asiático del Pentágono, que ha servido de orientación de la política estadounidense durante las administraciones de Clinton y Bush. Entonces existía un debate entre quienes querían contener la fuerza creciente de China y quienes deseaban acelerar su integración en el sistema internacional. La contención era imposible porque, a diferencia de la Unión Soviética durante la guerra fría, los vecinos de China no consideraban que este país representase un peligro claro e inminente. Además, tratar a China como un enemigo era garantizar que se convirtiera en tal.
La estrategia que escogimos fue la de “equilibrar e integrar”. El equilibrio de poder del Este asiático descansaba sobre el triángulo formado por China, Japón y EE UU. Al reafirmar la relación de seguridad entre Estados Unidos y Japón, la declaración Clinton-Hashimoto de 1996 ayudó a estructurar un equilibrio regional favorable. Cuando, al mismo tiempo, animamos a China a que se incorporase a la Organización Mundial de Comercio y otras instituciones, creamos incentivos para una buena conducta. La integración estaba protegida por una dosis de realismo en caso de que las cosas salieran mal.

Esta estrategia, en general, ha funcionado. El poder militar de China ha aumentado, pero su conducta es más moderada que hace un decenio. Está muy lejos de representar, para la preponderancia estadounidense, el mismo tipo de reto que suponía la Alemania del káiser para Gran Bretaña a principios del siglo XX. La clave del poder militar en nuestros días, en la era de la información, está en la capacidad de integrar sistemas complejos de vigilancia desde el espacio, ordenadores de alta velocidad y armas “inteligentes”. No parece probable que China vaya a reducir a corto plazo sus distancias con EE UU.

Evidentemente, el hecho de que China tenga pocas probabilidades de competir con Estados Unidos a escala mundial no significa que no pueda constituir un reto en el Este asiático, o que no sea posible una guerra por Taiwan. Si la isla declarara su independencia, lo más seguro es que China recurriera a la fuerza, sin tener en cuenta los presuntos costes económicos o militares. Pero tendría escasas probabilidades de ganar esa guerra, y la prudencia política por parte de todos puede hacer difícil que se produzca.
¿Cuál es entonces el problema estratégico? La estabilidad en el Este asiático depende de que haya buenas relaciones entre los tres lados del triángulo Estados Unidos-China-Japón, pero las relaciones entre China y Japón se deterioraron durante los años de Koizumi. China permitió manifestaciones -a veces violentas- ante los consulados japoneses en protesta por las modificaciones en los libros de texto de Japón que suavizaban el relato de la invasión japonesa de los años treinta. Veintidós millones de chinos firmaron un documento en contra de la presencia de Japón en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, tras lo que el primer ministro, Wen Jiabao, anunció la oposición de Pekín a dicha incorporación.

China también rechazó las declaraciones de Japón a propósito de Taiwan. Y existen además varias disputas territoriales sobre pequeñas islas y posibles reservas de gas cerca de la frontera marítima entre China y Japón.
El asunto más controvertido, de todas formas, han sido las visitas del primer ministro japonés al santuario de Yasukuni. Hasta el viaje de Abe, China se había resistido a participar en cualquier cumbre con Japón, mientras dichas visitas continuaran. Aunque China se ha convertido en el mayor socio de Japón en materia comercial y de inversiones exteriores directas, los nacionalistas de los dos países han alimentado mutuamente su extremismo, y sus Gobiernos están jugando con fuego.
Los intereses de Estados Unidos dependen de la estabilidad regional y el crecimiento continuo del comercio y las inversiones. Por eso, el presidente George W. Bush pudo decirle discretamente a Abe que EE UU ve con buenos ojos la mejora de las relaciones entre Japón y China y que las visitas al santuario de Yasukuni perjudican los intereses japoneses en el Este asiático. Para los asiáticos es un recuerdo del Japón repugnante de los años treinta, en vez del Japón atractivo de hoy.
Por otro lado, Estados Unidos puede mostrarse precavido a la hora de dejar que Japón intervenga en todo lo relacionado con Taiwan -un punto delicado para China- y, al mismo tiempo, fomentar el desarrollo de instituciones asiáticas que amplíen los contactos y apaguen los conflictos. Entre ellas pueden estar la Cumbre del Este Asiático, la reanimación de la Cooperación Económica de Asia y el Pacífico (APEC) y la evolución de las negociaciones actuales a seis bandas sobre Corea del Norte hasta convertirse en una instancia permanente de Diálogo para la Seguridad del Noreste Asiático.
Afortunadamente, existen indicios de que tanto China como Japón están tratando de salir del estancamiento de los últimos años. Aunque Abe ha mantenido su postura sobre Yasukuni, su reunión con el presidente chino Hu Jintao fue un avance prometedor. Por su parte, algunos analistas chinos reconocen el peligro de alentar un nacionalismo excesivo con respecto a Japón.
Estados Unidos debe intentar impulsar todos estos avances de manera discreta. La alianza entre EE UU y Japón sigue siendo crucial para la estabilidad en el Este asiático, pero hacen falta tres lados para formar un triángulo.

*Decano de la Kennedy School of Government de la Universidad de Harvard, fue presidente del Consejo Nacional de Inteligencia de Estados Unidos y Secretario Adjunto de Defensa en el gobierno de Clinton; en la actualidad es catedrático de la Universidad de Harvard
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Tomado de EL PAÍS, 31/10/2006):

Ley de Comisiones Militares

Ojala Bush fuera conservador/Irene Lozano*

EL presidente de Estados Unidos se define a sí mismo como un patriota, asegura defender los valores americanos e identifica su «guerra contra el terrorismo» con la salvaguardia de esas esencias. Sin embargo, la Ley de Comisiones Militares recién aprobada por el Congreso, impide a los sospechosos de terrorismo el recurso de habeas corpus, un viejo derecho que, en las sociedades justas, permite a los detenidos solicitar que un juez revise la legalidad de su detención.
El habeas corpus tiene tal arraigo en EE UU, que cuando todavía era colonia británica los revolucionarios ya lo consideraban una de las protecciones básicas de la libertad individual. Como tal se incluyó desde los orígenes en su Constitución, precisando que no puede suspenderse, «salvo que, en caso de rebelión o invasión, la seguridad pública lo requiera». Las garantías frente a una detención arbitraria forman parte de los valores esenciales de aquella nación, y de hecho, desde la Guerra Civil, ningún presidente las ha suspendido. Pero Bush las liquida de un plumazo en nombre de esos valores.
Se dice que Bush es ultraconservador, de hecho, él mismo llamó a su política «conservadurismo compasivo», pero lo cierto es que la Ley de Comisiones Militares introduce cambios radicales. Prohíbe, por ejemplo, que los procesos se basen directa o indirectamente en las Convenciones de Ginebra, un tratado internacional para la protección de los civiles y los soldados en tiempo de guerra cuyas bases se sentaron en 1864. En nombre del conservadurismo y la ley, se pisotea una larga tradición legal. Dice Bush que así se salvarán vidas estadounidenses, pero lo cierto es que el rechazo a las Convenciones de Ginebra dejará a los soldados norteamericanos en otros países en una situación de indefensión.

Las comisiones militares garantizarán a los acusados, en opinión de Bush, un juicio justo en el que podrán escuchar las pruebas contra ellos. Sin embargo, si la administración considera que revelar algunas de esas pruebas puede beneficiar a los terroristas, el detenido no las conocerá. El criterio para decidir qué información puede resultar útil a los terroristas es discrecional y, de hecho, otorga al Estado una zona de sombra que permite condenar a un acusado sin que sepa en base a qué se le impone el castigo. La Ley no obliga al Gobierno a liberar a presos que no hayan sido acusados, como tantos en Guantánamo, ni siquiera a los que hayan sido exonerados por un tribunal. En nombre de la justicia, se acepta la detención indefinida y arbitraria, o sea, injusta.
De manera explícita la Ley prohíbe la tortura, la violación y los experimentos biológicos con los detenidos, que constituirían crímenes de guerra. Pero se admite el endurecimiento de los interrogatorios, y la coerción física y psicológica sobre el detenido. ¿Cómo es exactamente un interrogatorio coercitivo? Sólo Bush lo sabe: él tendrá la potestad de definir cómo se puede presionar al interrogado. Deberá hacer públicos sus criterios, pero como la Ley autoriza por otro lado los interrogatorios de la CIA -cuyos procedimientos son secretos porque revelarlos «ayudaría a los terroristas a aprender cómo resistirlos», según Bush- bastará con transferir a un detenido a uno de los campos de detención ilegales de la CIA para que la torturita se convierta en tortura.

En realidad, a Bush no le hacía falta referirse a la tortura, pues la octava enmienda de la Constitución de Estados Unidos ya prohíbe los «castigos crueles e inusuales»; por eso hay que sospechar que estas modificaciones legales buscan redefinir el concepto, para establecer que cierto tipo de torturas son aceptables. Pero cuando lo que está en juego son principios esenciales, no vale el juicio cuantitativo, no vale decir «un poquito de tortura está bien, pero mucha no», ni «una cierta presunción de inocencia se puede respetar, pero sin pasarse». Ese discurso resulta a la larga mucho más peligroso que el de los que defienden abiertamente la tortura, ya que éstos, al menos nos escandalizan y nos ponen en guardia. Christopher Graveline, uno de los miembros del Ejército estadounidense que investigó los abusos en Abu Ghraib, lo ha expuesto con claridad en The Washington Post: «Al disociar la responsabilidad penal de los interrogatorios excesivamente agresivos -que podrían considerarse violaciones «menores» de la Convención de Ginebra- y establecer diferentes procedimientos de interrogación para el Ejército y la CIA, nuestro presidente asegura nuevos abusos». Se legaliza la tortura en nombre del rechazo a la tortura.
En innumerables discursos Bush se ha presentado como adalid de la democracia, y ha señalado al terrorismo fundamentalista como la mayor amenaza para los sistemas democráticos. Pero en la Ley de Comisiones Militares se arroga la facultad no sólo de legalizar ciertas técnicas de interrogatorio, sino también de decidir cuándo un preso es considerado «combatiente ilegal». La Ley además deja a su arbitrio mantener los campos secretos de la CIA, donde no rige ninguna de las normas anteriores. En nombre de la democracia, el presidente se dota de poderes excepcionales y mecanismos de opacidad que dificultan el control de sus actos.

Con ánimo tranquilizador, los republicanos han insistido en que estas regulaciones sólo se aplicarán a los extranjeros, lo cual habrá desasosegado a muchos americanos convencidos de que la ley ha de ser igual para todos. Ojalá Bush fuera conservador y respetara esa peculiaridad tan estadounidense de ser un país de emigrantes, donde los que vienen de fuera encuentran una oportunidad, y no un tinglado penal paralelo que los convierte, como escribía hace unos días el editorialista de The New York Times, en «culpables hasta que se demuestre que son culpables».
Todo esto es muy grave, pero además es muy extraño. Porque el escándalo discurre por cauces normales, por las amplias avenidas de la vida pública, sin sobresaltos. En esas avenidas las palabras no designan lo que significan y, sin embargo, no hay mentiras; la verborrea no oculta la verdad, sino que construye una realidad paralela en la que la propaganda no se percibe como tal. Lo importante no es escamotear las trampas al escrutinio público, sino configurar una realidad intrínsecamente tramposa, como pretendía la empresa de El método Grönholm: «No queremos una buena persona que parezca un hijo de puta, sino un hijo de puta que parezca una buena persona». Inmersos en esa espesa niebla están todos. Y el miedo. El miedo de la población a ser víctima de un atentado, el miedo de los intelectuales críticos a ser tildados de antipatriotas, el miedo de los demócratas a ser vistos como «débiles».

En el colmo de la tergiversación, el portavoz del Congreso de EE UU acusó de querer crear «nuevos derechos para los terroristas» a los que votaron contra la supresión de viejos derechos de los ciudadanos. Es una forma extraña de hacer política ésta que sustituye el debate de ideas por las emboscadas semánticas y la demolición de los grandes conceptos. Y además es peligrosa, porque quiebra un consenso tan básico que nos pasa desapercibido en circunstancias normales: el del lenguaje.

Es posible que el Tribunal Supremo de Estados Unidos restablezca en el futuro la legalidad, como hizo hace unos meses. Pero no habrá Corte alguna capaz de restaurar los escombros a que se están reduciendo las palabras más nobles ni de darnos un término para designar este tipo de gobernantes a los que no sabemos calificar aunque, eso sí, parecen buenas personas.
* periodista, lingüista y Premio Espasa de Ensayo 2005
Tomado de ABC, 01/11/2006):

Retirarse de Irak


Por qué intervenir en Darfur y retirarse de Irak/Paul Kennedy*
Tuvo algo de conmovedor y anticuado el discurso que el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, pronunció el pasado agosto ante la Legión Americana en Salt Lake City y en el que prácticamente acusó a los partidarios de “salir corriendo” de Irak de pertenecer a la tradición, tristemente famosa, de las políticas de apaciguamiento de Neville Chamberlain en los años treinta.
¿Por qué “anticuado”? Porque, como han descubierto los estudiosos del periodo de entreguerras, la distinción tajante que hace Rumsfeld entre los cobardes apaciguadores y los valientes anti-apaciguadores (invocó el nombre de Winston Churchill) no sirve de mucho. Las cosas son mucho más complicadas.

¡Salir de Irak, la mejor salida!


Planear la retirada, la mejor opción en Irak/Richard Holbrooke*

Estimado señor presidente de Estados Unidos:

En cuanto pasen las elecciones legislativas de mitad de mandato -e independientemente de sus resultados-, usted tendrá que tomar la decisión más trascendental de su presidencia, seguramente la más complicada que ha tenido que tomar cualquier presidente norteamericano desde que Lyndon Johnson decidió intensificar las operaciones en Vietnam en 1965, y mucho más difícil que las que usted mismo tomó tras el 11 de septiembre de 2001. Entonces movilizó a un país en estado de conmoción, derrocó a los talibanes en Afganistán y a Sadam Husein en Irak, y se enfrentó a Irán y Corea del Norte a propósito de sus programas nucleares; y en todas esas situaciones actuó con seguridad y con el abrumador respaldo del país.
Ahora, esos cuatro proyectos están en peligro. Con un apoyo mucho menor de la población, y una presidencia que empieza a acercarse a su fin, debe usted invertir la reciente espiral de deterioro en Afganistán, lograr que Corea del Norte vuelva a las conversaciones a seis bandas, aislar a un Irán insolente y peligroso, convencido de que el viento sopla a su favor, y, sobre todo, decidir qué hacer con Irak. De modo que permítame que le haga unas sugerencias nada solicitadas sobre esta última guerra.
En términos generales, tiene usted tres opciones: mantener el rumbo, emprender una escalada o empezar a retirarse de Irak mientras presiona para que haya un acuerdo político. Voy a defender la tercera opción, no porque sea perfecta, sino porque es la menos mala.
En su discurso radiofónico de hace dos semanas, dijo: “Nuestro objetivo en Irak está claro y no ha cambiado: la victoria”. Añadió que lo único que cambia “son las tácticas. Los jefes militares que están sobre el terreno adaptan constantemente sus métodos para adelantarse al enemigo, sobre todo en Bagdad”. Confiemos en que eso que dice no sea literal, en que no se lo crea. “Mantener el rumbo” no es una estrategia; es un lema que tiene su utilidad en política nacional pero que no significa nada a la hora de la verdad.
Ahora su verdadero dilema se reduce a la escalada o la retirada. Si su objetivo es realmente la victoria -se defina como se defina-, debería haber enviado más tropas hace mucho. El secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, y usted dicen que los jefes militares en Irak les aseguran una y otra vez que no necesitan más soldados, pero, seamos francos, incluso aunque eso sea técnicamente verdad, es incomprensible. La verdad es que no hay ni ha habido nunca suficientes soldados en Irak para llevar a cabo la misión.
¿Pero de dónde saldrían más tropas? El Pentágono dice que el Ejército, compuesto por voluntarios, está al límite de sus posibilidades; está ya reclutando a gente de 42 años y rebajando los criterios de incorporación. Afganistán también necesita más efectivos. ¿Y si la llegada de más soldados no cambia las cosas? ¿Qué hace entonces Estados Unidos, enviar todavía más? Ni siquiera los partidarios de intensificar los esfuerzos están seguros de que eso pudiera servir de algo.
La última opción es la más difícil para un presidente en tiempo de guerra y rodeado de polémica: cambie sus objetivos, retírese de la guerra civil que ya está librándose en Irak, centre sus esfuerzos en lograr un acuerdo de reparto del poder político en ese país y trate de limitar los daños en la región y en el mundo.
Incluso sus mayores críticos son conscientes de que retirarse es una operación cargada de riesgos. Usted nos ha avisado sobre las sangrientas consecuencias que podría tener una salida de EE UU de Irak. Su máxima prioridad debe ser evitar esa tragedia. Por ese motivo y otros,no soy partidario de establecer un calendario fijo para la retirada, porque significaría perder toda la flexibilidad y la capacidad de maniobra que nos queden.
Pero las matanzas que prevé usted tras la marcha de nuestras tropas se están produciendo ya de todos modos, y nada de lo que hemos hecho ha impedido su rápido aumento. Al ritmo que vamos, superaremos con creces los 40,000 asesinatos anuales en Irak. Un reciente estudio de la Universidad de Maryland muestra que, para el 78% de los iraquíes entrevistados, la presencia de Estados Unidos “está provocando más conflicto que el que previene”, y el 71% es partidario de que los estadounidenses se retiren antes de un año.
Le ruego que se fije unos objetivos realistas, revise el despliegue de nuestras tropas y se centre en la búsqueda de una solución política. Se lo debemos a los iraquíes que celebraron la caída de Sadam y depositaron su confianza en nosotros pero que luego han visto que sus vidas están en peligro como consecuencia de ello.
Al hablar de una solución política quiero decir algo mucho más ambicioso que los esfuerzos actuales para mejorar la situación del primer ministro Nouri al Maliki a base de cambiar de ministros. Los senadores Joe Biden y Les Gelb han defendido lo que llaman una solución política “a lo Dayton” -en referencia a las negociaciones que pusieron fin a la guerra de Bosnia en 1995-, es decir, una estructura federal más relajada, con una gran autonomía para cada uno de los tres grupos principales y un acuerdo para compartir los ingresos del petróleo. Su Gobierno rechazó estas propuestas desde el primer momento, y el tiempo que hemos perdido desde que las presentó Gelb, hace más de dos años, hace que ahora sean mucho más difíciles de conseguir.
Sin embargo, hace sólo dos semanas, el Parlamento iraquí dio un gran paso hacia la creación de unas regiones con más poder, con la interesante condición de que la puesta en marcha se aplazara 18 meses. Usted podría utilizar esta legislación como arma para negociar un acuerdo pacífico de reparto del poder y de los ingresos del petróleo, al tiempo que modifica el despliegue de nuestras tropas y reduce nuestra presencia en el país. Si esta vía fracasa, no habremos perdido nada por intentarla.
Quienes afirman que esta propuesta pretende dividir Irak en tres países (cosa que no es) y que desencadenaría una guerra civil declarada están dando una interpretación equivocada de la idea y no ofrecen nada a cambio. Independientemente de todo lo demás que haga, señor presidente, tiene que enviar tropas al norte de Irak, a Kurdistán -que es una zona todavía segura pero cada vez más llena de tensiones- con el fin de disminuir el peligro, muy real, de una guerra entre kurdos y turcos. Tanto turcos como kurdos acogerían de buen grado esa presencia estadounidense, pero a ello habría que añadir que los kurdos dejaran de hacer incursiones terroristas en Turquía. Desde allí, las Fuerzas Especiales podrían dirigirse rápidamente a otras zonas de Irak en caso de que surgiera algún objetivo terrorista y el mundo vería que usted no había abandonado los compromisos de Estados Unidos con Irak.
En los últimos años, casi siempre que alguien ha propuesto un cambio de política se le ha acusado de querer “salir corriendo”. Esa retórica hace daño a la colaboración entre los dos partidos que necesita la crisis actual.
Si usted se decidiera a reducir el número de soldados estadounidenses -sin un calendario fijo- y a buscar un compromiso político, la dirección del Partido Demócrata estaría dispuesta, sin duda, a colaborar con usted, sobre todo si el Grupo de Estudio sobre Irak, presidido por James Baker y Lee Hamilton, recomienda unos cambios de estrategia significativos que podrían servirle como punto de partida para reconstruir el consenso nacional.
Esta crisis es demasiado grave para andar con recriminaciones. Si todavía seguimos en guerra cuando llegue la campaña de 2008 -como parece probable si no cambia usted de rumbo-, eso no beneficiará a ningún partido y dejará a su sucesor las mismas opciones a las que se enfrenta ahora usted, salvo que en circunstancias mucho peores.
*ex embajador del presidente Clinton en la ONU.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Tomado de EL PAÍS, 02/11/2006):

Los sin papeles

Movimientos de Pueblos/Miguel León-Portilla*
Aconteceres muy frecuentes, si no una constante en la historia, son los movimientos o migraciones de pueblos. Unas veces esas marchas han sido voluntarias y otras obligadas. En alemán existe un vocablo, völkerwanderungen, empleado por los historiadores germanos, que literalmente significa “movimientos de pueblos”. Con él se han referido a lo que en otros contextos culturales se han descrito como “invasiones de los bárbaros”, específicamente las incursiones de pueblos germánicos en distintos lugares de Europa durante los siglos V y VI d. C.

Pero las völkerwanderungen se iniciaron en realidad desde los tiempos prehistóricos y continúan ocurriendo en la actualidad. Más aún todo apunta a que los movimientos de pueblos habrán de seguir cada vez con mayor intensidad. Importa tomar conciencia de esto, que desde luego ha ocurrido de formas muy diversas. Hay muchos que hoy ponen el grito en el cielo al ver cómo miles y aun millones de hombres y mujeres se desplazan desde distintos lugares. Los desplazamientos que alarman a los gobiernos y a muchos ciudadanos de los países prósperos son los que provienen de regiones pobres. Allí cada día son más los que -como ocurrió en la antigüedad- emprenden viajes, travesías o recorridos terrestres en busca de lugares en los que esperan encontrar mejores condiciones de vida.

Historias y leyendas hablan de las formas cómo pueblos enteros se pusieron en marcha en busca de una tierra prometida. Así sucedió con los judíos que siguieron a Moisés; también con los que acompañaron a Eneas en su camino a Roma y tal fue asimismo lo que ocurrió a los aztecas o mexicas que, por órdenes de su dios, tras largo peregrinar, llegaron a la que iba a ser la ciudad de México.

Y debemos recordar que en los casos aducidos y en otros más, los peregrinos o migrantes tuvieron que enfrentarse a pueblos encontrados en el camino y a aquellos asentados ya en el lugar en pos del cual marchaban. Tan frecuentes han sido las migraciones de pueblos y sus penetraciones y encuentros en ámbitos ajenos, que la historia universal podría ser estudiada a la luz del concepto de los movimientos de pueblos. Recordaré sólo unos casos más. El de la penetración de europeos en el continente americano. Generalmente se ha hecho referencia a ella como “descubrimientos y conquistas”, aunque en los últimos años, a partir del V centenario en 1992, los descendientes de los pueblos indígenas hablan ya de invasiones.
En ese contexto se inscribe el establecimiento de ingleses que, huyendo de persecuciones religiosas, penetraron en Norteamérica y fueron ensanchando sus territorios a expensas de los indios, repelidos una y otra vez y encerrados a la postre en reservas. Y tiempo después, los angloamericanos, prosiguieron en sus movimientos ensanchando su frontera a costa de México al que arrebataron dos millones de kilómetros cuadrados.
Hay otro caso de penetración europea, si bien precedido por las entradas y conquistas de grupos árabes en África. Las conquistas en dicho continente han sido probablemente para sus habitantes unas de las más trágicas experiencias que registra la historia. No hubo sólo apoderamiento de tierras sino también de seres humanos. Me estoy refiriendo obviamente a la trata de negros. Capítulo posterior, en pleno siglo XIX fue el llamado “reparto de África”. Representantes de las potencias europeas se sentaron en la mesa para adjudicarse territorios en el continente africano.

A la luz de estos hechos, ¿qué habrá que pensar acerca de los miles de africanos que tratan de penetrar en Europa, obviamente “sin papeles”, como tampoco los tuvieron quienes incursionaron antes en sus tierras? Los africanos, que fueron desposeídos por sus antiguos dominadores, se trasladan ahora en busca de trabajo y recursos. Exponen sus vidas en sus migraciones pero están decididos a “pagar la visita” a los descendientes de quienes fueron sus amos.
Y algo parecido ocurre con los millones de mexicanos que penetran indocumentados en territorio que antes fue de sus padres y del que se han adueñado los norteamericanos. Y puede añadirse que en la actualidad los movimientos de pueblos abarcan a gentes innumerables. Colombianos, ecuatorianos, argentinos y muchos más emprenden el camino principalmente hacia España, país con el que comparten lengua y cultura y con el que están vinculados bien sea desde los tiempos de las conquistas o de las ulteriores migraciones de españoles, italianos y otros al Nuevo Mundo.

Como puede verse, la historia es elocuente a propósito de los movimientos de pueblos. Por encima de las diferencias, existe el hecho de su recurrencia. El problema -si así se mira- de “los sin papeles”, no es en última instancia, el de su presencia, sino el de aceptar que lo que ocurre no es algo inesperado. Si muchos de los antepasados de quienes hoy viven en los países ricos, migraron, conquistaron y penetraron en tierras distantes en busca de riquezas, ¿es extraño que los de esas tierras, hoy se pongan en marcha en busca también no ya de oro y diamantes sino siquiera de fuentes de trabajo para salir de su miseria y la de sus propias familias? Y, además, ¿no es cierto que los países receptores requieren muchas veces esa mano de obra para el desarrollo de su economía?
A la vista está el caso de España. De ella salieron millones de seres humanos, primero para “hacer las Américas” y mucho más tarde, con el fin de trabajar en otros países europeos: Francia, Alemania, Suiza… Ese flujo de gentes sólo ha terminado con la transformación económica de España durante las últimas décadas. Y en ello ¿no ha jugado un papel muy importante la ayuda económica que ha recibido de la Unión Europea? ¿Será posible aprovechar esta y otras lecciones de la historia para promover el desarrollo de los países de los que hoy salen torrentes de gente?
Estamos constatando hechos; lo que hoy urge es encontrar formas justas, humanitarias de atender a todo lo que implican estos modernos movimientos de pueblos. El mero rechazo, la construcción de cercas o muros; el envío de helicópteros y patrullas interceptoras, ciertamente no van a ser la solución.
* Antropólogo e historiador mexicano
Tomado de EL PAÍS, 02/10/2006):

Adios Bagdad


Adiós, Bagdad (I y II)/Walter Laqueur*
Dentro de una o dos semanas, el comité bipartidista Hamilton-Baker nombrado por el Congreso presentará sus recomendaciones para finalizar la guerra en Iraq o, hablando con mayor precisión, para una salida de EE UU de esta guerra. No pasa un solo día en que eleven similares propuestas toda clase de políticos, especialistas en Oriente Medio, expertos militares o personas bienintencionadas en la creencia de que pueden ayudar a encontrar una estrategia de salida del país. Término este último que se ha convertido en palabra mágica. Entre asesores y consejeros figuran varios funcionarios veteranos de la CIA que, a decir verdad, no anduvieron con mucho tino en sus esfuerzos por dar caza a Osama bin Laden; sin embargo, manifiestan ahora que se requiere con urgencia su pericia para dar carpetazo al asunto.

La Pontificia Universidad Gregoriana

El Papa Benedicto XVI visitó este viernes 3 de noviembre la Universidad Pontificia Gregoriana, creada por san Ignacio de Loyola, hace más de 450 años y de la que fue profesor en 1971.

La institución esta confiada a la Compañía de Jesús y cuenta con 3,000 estudiantes, procedentes de 130 países, de 821 diócesis y 84 institutos religiosos.
Le dieron la bienvenida, entre otros, el cardenal Zenon Grocholewski, prefecto de la Congregación para la Educación Católica, gran canciller de la Universidad; y el padre general Peter-Hans Kolvenbach, S.J., que como prepósito general de los jesuitas es gran vicecanciller de esta institución, calificada por el Papa como "uno de los más grandes servicios que la Compañía de Jesús ofrece a la Iglesia universal"
En su discurso, el Papa explicó que como Universidad eclesiástica pontificia, este centro académico está comprometido a actuar en comunión con la Iglesia. "Tenemos que amarla como Cristo mismo la amó, asumiendo los sufrimientos del mundo y de la Iglesia para completar lo que falta a la pasión de Cristo".
Al finalizar su largo discurso, lleno de recuerdos, el obispo de Roma recibió algunos regalos de la Universidad, entre ellos el último volumen de la revista "Archivium Historiae Pontificiae", que le interesó particularmente, y un libro sobre el centenario del nacimiento del filósofo y teólogo canadiense Bernard Lonergan S.I.
Después de los discursos, el Papa se encontró con la comunidad jesuita en el Centro de Congresos Matteo Ricci -en los sótanos del edificio- y ha hojeó algunas publicaciones de la Universidad y documentos del archivo.
A encuentro asistieron miembros del cuerpo diplomático y benefactores de la Universidad en todo el mundo, especialmente de Estados Unidos, Alemania e Italia de la Fundación Gregoriana.

Trump nunca habló de intervención, dice Sheinbaum. Ilusa

Comenté ayer los dichos Donal Trump en el marco de un foro  conservador Turning Point, verificado en Phoenix, Arizona la de que desde el 20...