Los buenos cantaores nunca mueren
AMELIA CASTILLA
El País Semanal, 05/12/2010
Camarón cumpliría hoy 60 años. Tímido y humilde, como los verdaderos genios, le hundía el peso de la leyenda y solo se sentía a gusto cantando. El País edita 22 libros-CD con toda la discografía de este mito del cante flamenco.
Huele a castañas asadas. En las Callejuelas, el barrio de San Fernando (Cádiz) donde nació Camarón, se vende "auténtico" pescado de estero en la calle. Tan fresco que todavía mueve la cola en la caja de madera donde se exhibe. Cuando era niño, las salinas que bordean el caño de San Fernando quedaban a unos pasos de la casa de sus padres, pero con el paso del tiempo las construcciones fueron ganando terreno a la orilla, aunque el barrio, de viviendas bajas edificadas en cal y albero, con azoteas y almenas, mantiene todavía hoy su carácter. En la calle del Carmen, señalizada con una placa reluciente que ha colocado el Ayuntamiento como parte de lo que se conoce como la ruta de Camarón, se mantiene en pie la humilde casa donde nació. La puerta de madera desvencijada sujeta con un candado, las persianas verdes descolgadas y los desconchones en las paredes contrastan con los cuidados balcones enrejados de las viviendas vecinas.
El niño que fue Camarón vivió el cante desde la cuna. En su casa, empezando por Juana, su madre, que era canastera, todos cantaban y bailaban divinamente. En la nomenclatura gitana, los herreros ocupan un lugar aristocrático. A ese gremio pertenecía su padre, Juan Luis Monge, un hombre bueno y generoso acostumbrado a trabajar en la fragua, primero a la vuelta de la esquina, en la calle de Orlando, y posteriormente en la calle de la Amargura. Apenas a unos pasos de su casa natal, el Liceo, donde en los años cincuenta aprendió con alfileres las cuatro reglas junto al grupo de niños que, como él, no pagaban, aislados de los de pago hasta en la misa. Más que a la escuela, al cantaor, que un día soñó con ser torero, le gustaba acercarse a la plaza de toros -la más grande del mundo, según los vecinos, porque nunca se llena- a presenciar la entrada de los cabestros en el corral. "Entonces los niños pasábamos mucho tiempo en la calle. Nos bañábamos en la bahía y usábamos como trampolín el puente de Zuazo", cuenta Enrique Montiel, escritor y biógrafo del cantaor. Para los críos aquello era la libertad.
La Venta de Vargas, donde cantaba su hermano Manuel, tenía teléfono y servicios, y uno podía encontrarse allí con Manolo Caracol. Por la tarde se escuchaba el canto de los grillos, y aquel gitanillo, al que su tío apodó Camarón por el color de su pelo, corría que se las pelaba para no perderse el reñidero de gallos. "Lo conocía de verlo en el puente, pero ese día estaba subido en una mesa cantando, una escena que no he podido borrar de mi cabeza", recuerda Montiel. Ahí mismo, en el puente de Zuazo, lo esperaban la tarde de su entierro miles de personas que, rotas de dolor, bajaron el féretro del coche que lo transportaba y lo llevaron a hombros hasta el ayuntamiento, donde lo velaron toda la noche.
Camarón (San Fernando, 1950; Badalona, 1992) hubiera cumplido hoy 60 años, pero ni San Fernando ni el mundo del flamenco son los mismos. En vida del cantaor, el grueso de sus cantes se vendía en las cintas de los bares de carretera; ahora su discografía completa, desde el primer disco, Al verte las flores lloran, grabado a los 18 años, se encuentra disponible en todos los formatos, al tiempo que películas, documentales, biografías y una novela de última hora no paran de agrandar su figura. Vendía mucho, pero casi todo lo obtuvo cantando en directo. Se ganó a pulso el título de rey de los festivales. Lo dejaban para el final y no había cartel que no lo programara. Siempre fue generoso con los artistas. Ricardo Pachón, productor de La leyenda del tiempo, el disco que abrió las puertas del flamenco a nuevos registros musicales, recuerda cuando acudieron a tocar en un festival en la provincia de Huelva con Camarón, Lebrijano, Chiquetete y Paco Toronjo, que salió el primero. Fue empezar por sevillanas y el público a rugir. Camarón, que esperaba su turno en el camerino, se dirigió a los presentes: "Señores, esta noche aquí no nos comemos una mierda". Y se cumplió su predicción.
En palabras del escritor Carlos Lencero, José Monge Cruz fue un doctor Jekyll más, uno de esos personajes que tiene dos momentos en su vida. Por un lado está el cantaor superdotado, con un oído privilegiado, capaz de una afinación perfecta. Por otro, un hombre que adquirió una dependencia tan fuerte de las drogas que acabó perdido en su propio bosque. Nunca se retiró del Winston -fumaba hasta tres paquetes diarios- y, como muchos de los de su generación, se enganchó a las drogas en los años ochenta. Entonces se fumaba sobre todo hachís, pero enseguida se introdujeron la cocaína y la heroína sin que se dispusiera de ninguna información sobre los efectos nocivos de su uso. Sus amigos cuentan que el cambio de domicilio de San Fernando a La Línea no ayudó mucho en ese aspecto. A La Línea se la conocía en el argot como "La Raya de la Concepción", porque parte del tráfico de heroína entraba a la Península por esa zona, cercana a la costa africana. Había un menudeo tan grande, con papelinas a 500 pesetas, que algunas jóvenes la tomaban para atenuar las molestias del periodo.
Su fama como cantaor creció en paralelo a su cartel como conflictivo. No cantaba largo, podían ser 40 minutos de gloria bendita o tener que devolver el importe de las entradas. Sus espantás se hicieron sonadas, pero sus seguidores le perdonaban todo. Contaba con un público gitano de incondicionales capaz de seguirlo al fin del mundo. De entre las miles de páginas de prensa que se han escrito, una crónica del crítico de flamenco Ángel Álvarez Caballero, firmada en El País el 18 de marzo de 1989 con las entradas agotadas y gente dando la bulla en la entrada, describe a la perfección cómo se seguían sus actuaciones: "A veces tuvo esas genialidades suyas, los quiebros de sabor flamenquísimo, ese desgarro de increíble belleza al romper la voz a tumba abierta". El ambiente no permitía exquisiteces: "Un constante ruido de fondo, gente que no se callaba, gritos, imprecaciones, 'ya me puedo morir tranquila, Camarón, hijo', 'monstruo, que eres un monstruo', 'callarse, coño".
En la calle Real se venden ahora camisetas con su imagen y en algunos mercadillos hasta las tazas y la vajilla llevan impresa su cara. Los proyectos de crear una fundación y un museo bautizado con su nombre caminan a paso de tortuga. En la peña Camarón suena su voz mientras Antonio, el presidente, afirma: "¡Aquí todo lo pagan los socios! Apenas contamos con ayudas". Este año no entregarán el Camarón de Oro (Paco de Lucía y Alejandro Sanz son candidatos eternos), pero la final del concurso de cante que lleva el nombre del cantaor se dirime hoy. En la abigarrada sala, decorada con fotos de Camarón de todas las épocas, flores de plástico, banderas de Andalucía y bustos del cantaor, se expenden bebidas, y en el escenario se imparten los viernes clases de flamenco.
La madrugada del Jueves Santo, Camarón no se perdía la procesión del Nazareno, del que era devoto. "A la iglesia Mayor fui a pedirle al nazareno que me salvara a mi pare, / me contestó que no, que me dejaba a mi mare", cantaba. Y cuentan que cuando ya se encontraba enfermo y acudió en la última madrugada a ver al Nazareno, llevado en volandas por las Callejuelas, alguien colocó una imagen del cantaor bajo la almohada en la que se apoyan los porteadores.
Su hermano Manuel sigue acudiendo con frecuencia al cementerio, donde su imagen, tallada en granito en posición de echarse un cantecito, aparece rodeada de lirios blancos y morados de tela, junto a clavelinas y una maceta de romero frescas. Su tumba, convertida en lugar de peregrinaje, recibe visitas de seguidores llegados de medio mundo. "Si supiera dónde está enterrado Mozart, también visitaría su tumba", argumenta un paisano, acostumbrado a las preguntas de los visitantes. Dolores Montoya, Chispa para los más cercanos y esposa del cantaor, sigue viviendo en La Línea con sus cuatro hijos y tres nietos, pero no gasta pereza para acercarse al pueblo de su marido. "La gente me para por las calles, se arrodilla y me besa las manos recordando que era el mejor", cuenta la viuda, siempre quejosa por el descontrol económico del legado de su marido. Luis, el primogénito, toca la guitarra, y Gema ha roto a cantar, pero el peso de la figura del padre y las odiosas comparaciones impiden que desarrollen su carrera con normalidad. Quizá por eso Luis ha elegido quedarse en la parte trasera del tablao y ocuparse de los aspectos técnicos de la obra de su padre. Después de muchos arreglos, hoy sale a la venta el disco con el último concierto de Camarón, grabado en el colegio mayor San Juan Evangelista de Madrid.