Mensaje de Pascua de Benedicto XVI
* * *
Hermanos y hermanas del mundo entero,
¡hombres y mujeres de buena voluntad!
¡Cristo ha resucitado! ¡Paz a vosotros! Se celebra hoy el gran misterio, fundamento de la fe y de la esperanza cristiana: Jesús de Nazaret, el Crucificado, ha resucitado de entre los muertos al tercer día, según las Escrituras. El anuncio dado por los ángeles, al alba del primer día después del sábado, a Maria la Magdalena y a las mujeres que fueron al sepulcro, lo escuchamos hoy con renovada emoción: "¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado!" (Lc 24,5-6).
No es difícil imaginar cuales serían, en aquel momento, los sentimientos de estas mujeres: sentimientos de tristeza y desaliento por la muerte de su Señor, sentimientos de incredulidad y estupor ante un hecho demasiado sorprendente para ser verdadero. Sin embargo, la tumba estaba abierta y vacía: ya no estaba el cuerpo. Pedro y Juan, avisados por las mujeres, corrieron al sepulcro y verificaron que ellas tenían razón. La fe de los Apóstoles en Jesús, el Mesías esperado, había sufrido una dura prueba por el escándalo de la cruz. Durante su detención, condena y muerte se habían dispersado, y ahora se encontraban juntos, perplejos y desorientados. Pero el mismo Resucitado se hizo presente ante su sed incrédula de certezas. No fue un sueño, ni ilusión o imaginación subjetiva aquel encuentro; fue una experiencia verdadera, aunque inesperada y justo por esto particularmente conmovedora. "Entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros»" (Jn 20,19).
Ante aquellas palabras, se reavivó la fe casi apagada en sus ánimos. Los Apóstoles lo contaron a Tomás, ausente en aquel primer encuentro extraordinario: ¡Sí, el Señor ha cumplido cuanto había anunciado; ha resucitado realmente y nosotros lo hemos visto y tocado! Tomás, sin embargo, permaneció dudoso y perplejo. Cuando, ocho días después, Jesús vino por segunda vez al Cenáculo le dijo: "Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente!". La respuesta del apóstol es una conmovedora profesión de fe: "¡Señor mío y Dios mío!" (Jn 20,27-28).
"¡Señor mío y Dios mío!". Renovemos también nosotros la profesión de fe de Tomás. Como felicitación pascual, este año, he elegido justamente sus palabras, porque la humanidad actual espera de los cristianos un testimonio renovado de la resurrección de Cristo; necesita encontrarlo y poder conocerlo como verdadero Dios y verdadero Hombre. Si en este Apóstol podemos encontrar las dudas y las incertidumbres de muchos cristianos de hoy, los miedos y las desilusiones de innumerables contemporáneos nuestros, con él podemos redescubrir también con renovada convicción la fe en Cristo muerto y resucitado por nosotros. Esta fe, transmitida a lo largo de los siglos por los sucesores de los Apóstoles, continúa, porque el Señor resucitado ya no muere más. Él vive en la Iglesia y la guía firmemente hacia el cumplimiento de su designio eterno de salvación.
Cada uno de nosotros puede ser tentado por la incredulidad de Tomás. El dolor, el mal, las injusticias, la muerte, especialmente cuando afectan a los inocentes - por ejemplo, los niños víctimas de la guerra y del terrorismo, de las enfermedades y del hambre-, ¿no someten quizás nuestra fe a dura prueba? No obstante, justo en estos casos, la incredulidad de Tomás nos resulta paradójicamente útil y preciosa, porque nos ayuda a purificar toda concepción falsa de Dios y nos lleva a descubrir su rostro auténtico: el rostro de un Dios que, en Cristo, ha cargado con las llagas de la humanidad herida. Tomás ha recibido del Señor y, a su vez, ha transmitido a la Iglesia el don de una fe probada por la pasión y muerte de Jesús, y confirmada por el encuentro con Él resucitado. Una fe que estaba casi muerta y ha renacido gracias al contacto con las llagas de Cristo, con las heridas que el Resucitado no ha escondido, sino que ha mostrado y sigue indicándonos en las penas y los sufrimientos de cada ser humano.
"Sus heridas os han curado" (1 P 2,24), éste es el anuncio que Pedro dirigió a los primeros convertidos. Aquellas llagas, que en un primer momento fueron un obstáculo a la fe para Tomás, porque eran signos del aparente fracaso de Jesús; aquellas mismas llagas se han vuelto, en el encuentro con el Resucitado, pruebas de un amor victorioso. Estas llagas que Cristo ha contraído por nuestro amor nos ayudan a entender quién es Dios y a repetir también: "Señor mío y Dios mío". Sólo un Dios que nos ama hasta cargar con nuestras heridas y nuestro dolor, sobre todo el dolor inocente, es digno de fe.
¡Cuántas heridas, cuánto dolor en el mundo! No faltan calamidades naturales y tragedias humanas que provocan innumerables víctimas e ingentes daños materiales. Pienso en lo que ha ocurrido recientemente en Madagascar, en las Islas Salomón, en América latina y en otras Regiones del mundo. Pienso en el flagelo del hambre, en las enfermedades incurables, en el terrorismo y en los secuestros de personas, en los mil rostros de la violencia - a veces justificada en nombre de la religión -, en el desprecio de la vida y en la violación de los derechos humanos, en la explotación de la persona. Miro con aprensión las condiciones en que se encuentran tantas regiones de África: en el Darfur y en los Países cercanos se da una situación humanitaria catastrófica y por desgracia infravalorada; en Kinshasa, en la República Democrática del Congo, los choques y los saqueos de las pasadas semanas hacen temer por el futuro del proceso democrático congoleño y por la reconstrucción del País; en Somalia la reanudación de los combates aleja la perspectiva de la paz y agrava la crisis regional, especialmente por lo que concierne a los desplazamientos de la población y al tráfico de armas; una grave crisis atenaza Zimbabwe, para la cual los Obispos del País, en un reciente documento, han indicado como única vía de superación la oración y el compromiso compartido por el bien común.
Necesitan reconciliación y paz: la población de Timor Este, que se prepara a vivir importantes convocatorias electorales; Sri Lanka, donde sólo una solución negociada pondrá punto final al drama del conflicto que lo ensangrienta; Afganistán, marcado por una creciente inquietud e inestabilidad. En Medio Oriente - junto con señales de esperanza en el diálogo entre Israel y la Autoridad palestina -, por desgracia nada positivo viene de Irak, ensangrentado por continuas matanzas, mientras huyen las poblaciones civiles; en el Líbano el estancamiento de las instituciones políticas pone en peligro el papel que el País está llamado a desempeñar en el área de Medio Oriente e hipoteca gravemente su futuro. No puedo olvidar, por fin, las dificultades que las comunidades cristianas afrontan cotidianamente y el éxodo de los cristianos de aquella Tierra bendita que es la cuna de nuestra fe. A aquellas poblaciones renuevo con afecto mi cercanía espiritual.
Queridos hermanos y hermanas: a través de las llagas de Cristo resucitado podemos ver con ojos de esperanza estos males que afligen a la humanidad. En efecto, resucitando, el Señor no ha quitado el sufrimiento y el mal del mundo, pero los ha vencido en la raíz con la superabundancia de su gracia. A la prepotencia del Mal ha opuesto la omnipotencia de su Amor. Como vía para la paz y la alegría nos ha dejado el Amor que no teme a la Muerte. "Que os améis unos a otros - dijo a los Apóstoles antes de morir – como yo os he amado" (Jn 13,34).
¡Hermanos y hermanas en la fe, que me escucháis desde todas partes de la tierra! Cristo resucitado está vivo entre nosotros, Él es la esperanza de un futuro mejor. Mientras decimos con Tomás: "¡Señor mío y Dios mío!", resuena en nuestro corazón la palabra dulce pero comprometedora del Señor: "El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará" (Jn 12,26). Y también nosotros, unidos a Él, dispuestos a dar la vida por nuestros hermanos (cf. 1 Jn 3,16, nos convertimos en apóstoles de paz, mensajeros de una alegría que no teme el dolor, la alegría de la Resurrección. Que María, Madre de Cristo resucitado, nos obtenga este don pascual.
Hermanos y hermanas del mundo entero,
¡hombres y mujeres de buena voluntad!
¡Cristo ha resucitado! ¡Paz a vosotros! Se celebra hoy el gran misterio, fundamento de la fe y de la esperanza cristiana: Jesús de Nazaret, el Crucificado, ha resucitado de entre los muertos al tercer día, según las Escrituras. El anuncio dado por los ángeles, al alba del primer día después del sábado, a Maria la Magdalena y a las mujeres que fueron al sepulcro, lo escuchamos hoy con renovada emoción: "¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado!" (Lc 24,5-6).
No es difícil imaginar cuales serían, en aquel momento, los sentimientos de estas mujeres: sentimientos de tristeza y desaliento por la muerte de su Señor, sentimientos de incredulidad y estupor ante un hecho demasiado sorprendente para ser verdadero. Sin embargo, la tumba estaba abierta y vacía: ya no estaba el cuerpo. Pedro y Juan, avisados por las mujeres, corrieron al sepulcro y verificaron que ellas tenían razón. La fe de los Apóstoles en Jesús, el Mesías esperado, había sufrido una dura prueba por el escándalo de la cruz. Durante su detención, condena y muerte se habían dispersado, y ahora se encontraban juntos, perplejos y desorientados. Pero el mismo Resucitado se hizo presente ante su sed incrédula de certezas. No fue un sueño, ni ilusión o imaginación subjetiva aquel encuentro; fue una experiencia verdadera, aunque inesperada y justo por esto particularmente conmovedora. "Entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros»" (Jn 20,19).
Ante aquellas palabras, se reavivó la fe casi apagada en sus ánimos. Los Apóstoles lo contaron a Tomás, ausente en aquel primer encuentro extraordinario: ¡Sí, el Señor ha cumplido cuanto había anunciado; ha resucitado realmente y nosotros lo hemos visto y tocado! Tomás, sin embargo, permaneció dudoso y perplejo. Cuando, ocho días después, Jesús vino por segunda vez al Cenáculo le dijo: "Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente!". La respuesta del apóstol es una conmovedora profesión de fe: "¡Señor mío y Dios mío!" (Jn 20,27-28).
"¡Señor mío y Dios mío!". Renovemos también nosotros la profesión de fe de Tomás. Como felicitación pascual, este año, he elegido justamente sus palabras, porque la humanidad actual espera de los cristianos un testimonio renovado de la resurrección de Cristo; necesita encontrarlo y poder conocerlo como verdadero Dios y verdadero Hombre. Si en este Apóstol podemos encontrar las dudas y las incertidumbres de muchos cristianos de hoy, los miedos y las desilusiones de innumerables contemporáneos nuestros, con él podemos redescubrir también con renovada convicción la fe en Cristo muerto y resucitado por nosotros. Esta fe, transmitida a lo largo de los siglos por los sucesores de los Apóstoles, continúa, porque el Señor resucitado ya no muere más. Él vive en la Iglesia y la guía firmemente hacia el cumplimiento de su designio eterno de salvación.
Cada uno de nosotros puede ser tentado por la incredulidad de Tomás. El dolor, el mal, las injusticias, la muerte, especialmente cuando afectan a los inocentes - por ejemplo, los niños víctimas de la guerra y del terrorismo, de las enfermedades y del hambre-, ¿no someten quizás nuestra fe a dura prueba? No obstante, justo en estos casos, la incredulidad de Tomás nos resulta paradójicamente útil y preciosa, porque nos ayuda a purificar toda concepción falsa de Dios y nos lleva a descubrir su rostro auténtico: el rostro de un Dios que, en Cristo, ha cargado con las llagas de la humanidad herida. Tomás ha recibido del Señor y, a su vez, ha transmitido a la Iglesia el don de una fe probada por la pasión y muerte de Jesús, y confirmada por el encuentro con Él resucitado. Una fe que estaba casi muerta y ha renacido gracias al contacto con las llagas de Cristo, con las heridas que el Resucitado no ha escondido, sino que ha mostrado y sigue indicándonos en las penas y los sufrimientos de cada ser humano.
"Sus heridas os han curado" (1 P 2,24), éste es el anuncio que Pedro dirigió a los primeros convertidos. Aquellas llagas, que en un primer momento fueron un obstáculo a la fe para Tomás, porque eran signos del aparente fracaso de Jesús; aquellas mismas llagas se han vuelto, en el encuentro con el Resucitado, pruebas de un amor victorioso. Estas llagas que Cristo ha contraído por nuestro amor nos ayudan a entender quién es Dios y a repetir también: "Señor mío y Dios mío". Sólo un Dios que nos ama hasta cargar con nuestras heridas y nuestro dolor, sobre todo el dolor inocente, es digno de fe.
¡Cuántas heridas, cuánto dolor en el mundo! No faltan calamidades naturales y tragedias humanas que provocan innumerables víctimas e ingentes daños materiales. Pienso en lo que ha ocurrido recientemente en Madagascar, en las Islas Salomón, en América latina y en otras Regiones del mundo. Pienso en el flagelo del hambre, en las enfermedades incurables, en el terrorismo y en los secuestros de personas, en los mil rostros de la violencia - a veces justificada en nombre de la religión -, en el desprecio de la vida y en la violación de los derechos humanos, en la explotación de la persona. Miro con aprensión las condiciones en que se encuentran tantas regiones de África: en el Darfur y en los Países cercanos se da una situación humanitaria catastrófica y por desgracia infravalorada; en Kinshasa, en la República Democrática del Congo, los choques y los saqueos de las pasadas semanas hacen temer por el futuro del proceso democrático congoleño y por la reconstrucción del País; en Somalia la reanudación de los combates aleja la perspectiva de la paz y agrava la crisis regional, especialmente por lo que concierne a los desplazamientos de la población y al tráfico de armas; una grave crisis atenaza Zimbabwe, para la cual los Obispos del País, en un reciente documento, han indicado como única vía de superación la oración y el compromiso compartido por el bien común.
Necesitan reconciliación y paz: la población de Timor Este, que se prepara a vivir importantes convocatorias electorales; Sri Lanka, donde sólo una solución negociada pondrá punto final al drama del conflicto que lo ensangrienta; Afganistán, marcado por una creciente inquietud e inestabilidad. En Medio Oriente - junto con señales de esperanza en el diálogo entre Israel y la Autoridad palestina -, por desgracia nada positivo viene de Irak, ensangrentado por continuas matanzas, mientras huyen las poblaciones civiles; en el Líbano el estancamiento de las instituciones políticas pone en peligro el papel que el País está llamado a desempeñar en el área de Medio Oriente e hipoteca gravemente su futuro. No puedo olvidar, por fin, las dificultades que las comunidades cristianas afrontan cotidianamente y el éxodo de los cristianos de aquella Tierra bendita que es la cuna de nuestra fe. A aquellas poblaciones renuevo con afecto mi cercanía espiritual.
Queridos hermanos y hermanas: a través de las llagas de Cristo resucitado podemos ver con ojos de esperanza estos males que afligen a la humanidad. En efecto, resucitando, el Señor no ha quitado el sufrimiento y el mal del mundo, pero los ha vencido en la raíz con la superabundancia de su gracia. A la prepotencia del Mal ha opuesto la omnipotencia de su Amor. Como vía para la paz y la alegría nos ha dejado el Amor que no teme a la Muerte. "Que os améis unos a otros - dijo a los Apóstoles antes de morir – como yo os he amado" (Jn 13,34).
¡Hermanos y hermanas en la fe, que me escucháis desde todas partes de la tierra! Cristo resucitado está vivo entre nosotros, Él es la esperanza de un futuro mejor. Mientras decimos con Tomás: "¡Señor mío y Dios mío!", resuena en nuestro corazón la palabra dulce pero comprometedora del Señor: "El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará" (Jn 12,26). Y también nosotros, unidos a Él, dispuestos a dar la vida por nuestros hermanos (cf. 1 Jn 3,16, nos convertimos en apóstoles de paz, mensajeros de una alegría que no teme el dolor, la alegría de la Resurrección. Que María, Madre de Cristo resucitado, nos obtenga este don pascual.
¡Feliz Pascua a todos!
[Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana]
Mensaje de Pascua del patriarca latino de Jerusalén
JERUSALÉN, domingo, 8 abril 2007
[Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana]
Mensaje de Pascua del patriarca latino de Jerusalén
JERUSALÉN, domingo, 8 abril 2007
Mensaje de Pascua que ha dirigido el patriarca latino de Jerusalén, Su Beatitud Michel Sabbah.
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Queridos Hermanos y Hermanas
¡Cristo ha resucitado! ¡Sí, verdaderamente ha resucitado!
1. Contemplamos en esta fiesta la Gloria del Cielo que ha descendido sobre la Tierra y ha renovado la vida. Jesús dijo: “Yo soy la Resurrección. Quien vive y cree en mi no morirá para siempre” (Jn 11, 25). Las fiestas son un tiempo en el cual el creyente renueva la acogida de la vida y la alegría de vivir. El creyente entra en la presencia divina y recuerda los beneficios de Dios. En la fiesta de Pascua, revivimos la memoria de Cristo resucitado, vencedor de la muerte y del pecado y traemos recordamos que El murió por nuestros pecados, como dice el profeta Isaías: “El fue traspasado a causa de nuestros crímenes, triturado a causa de nuestras faltas. Por nuestra paz El ha sido castigado” (Is 53,5). A causa de nuestros pecados y por nuestra paz, El murió. El murió y resucitó, y nos dio también a nosotros y a toda persona humana, el poder de vencer a la muerte que se encuentra en el fondo de nuestro ser, es decir, al pecado.
2. Por su Resurrección, el Señor nos da una vida nueva y un nuevo entusiasmo a fin de poder vencer el pecado en nosotros y en nuestra sociedad: “por lo tanto si alguno está en Cristo, es una creatura nueva”, dice san Pablo. En todas nuestras relaciones con nuestra sociedad, la Resurrección de Cristo nos da una nueva fuerza, por la vida y por el amor, que enseña y a la vez nos ayuda a perdonar y a establecer la justicia. Amar es ver en cada persona humana la Faz del Altísimo, es entonces amar a Dios mismo en su creatura, y es perdonar como El perdona a cada uno de nosotros, y es aprender de Dios mismo a practicar la justicia en nuestras relaciones de unos con otros. Amar como Dios ama, es penetrar en las profundidades del misterio de su Providencia, y con El, el Señor de la historia, llegar a ser capaces de contribuir a la creación de nuestra historia y de transformar nuestra tierra de muerte y de pecado en tierra de vida nueva.
3. Jesús dice: “Yo soy la Resurrección. Quien vive y cree en mi no morirá para siempre” (Jn 11,25). Esto, nuestra fe nos lo vuelve a decir, cuando nosotros hacemos frente en el corazón de la Tierra Santa a una realidad permanente de muerte, en sus diversos aspectos, de odio, miedo, desequilibrio en las relaciones entre las personas y a nivel de los gobiernos. Nuestra tierra es al mismo tiempo una tierra de resurreción y de muerte, pero su vocación y su misión fundamental es la de ser tierra de amor y de vida, de vida abundante para todos sus habitantes, de todas las religiones. Esto supone que todo creyente, de toda religión, acepte las consecuencias de su fe en Dios: que todos nosotros somos creatura de Dios y la obra de sus manos, y que, creer en Dios quiere decir también acoger todos los hijos de Dios. De este modo, todos aceptan a todos, todos respetan a todos; ninguno ejercita la violencia sobre otro; no hay más fuerte ni más débil; no hay ni ocupación, ni muros, ni barreras militares, ni miedo ni violencia.
4. Este año conmemoramos cuarenta años pasados sobre el gran desequilibrio en nuestra Tierra Santa, que se refleja sobre la región y sobre el mundo. Nuestros gobernantes y la Comunidad Internacional, ¿podrán finalmente poner fin a este desequilibrio? La cuestión en sí es simple, dos pueblos hacen la guerra y uno ocupa la casa del otro. La solución sería simplemente que cada uno ocupe su propia casa, los israelíes la de ellos y los palestinos la suya. Es cierto que el miedo ha complicado las cosas, y quiere hacer ver en los palestinos a terroristas o a personas impotentes a asegurar la seguridad. Además, muchos fenómenos mundiales aparecieron en el mundo, como consecuencia directa o indirecta de este desequilibrio de Tierra Santa, e hicieron nacer un gran temor que ha complicado más aún las cosas que en sí son sencillas. Con todo esto, nosotros siempre vemos que mientras la ocupación de la casa del otro continúe el desequilibrio continuará. Y mientras este desequilibrio de la Tierra Santa continuará la región y el mundo padecerán. Hay que tomar el riesgo de la paz, poner fin a la ocupación -cada cual en su casa-, a fin de comenzar el proceso de sanación en nuestra tierra, en la región y en el mundo.
5. Nuestra tierra es al mismo tiempo una tierra de resurrección y de muerte, pero su vocación y su misión fundamental es la de ser tierra de amor y de vida, de vida abundante para todos sus habitantes, de toda religión y nacionalidad. Nosotros pedimos a Dios de concedernos esto y de darnos a todos, por la gracia de la Resurrección, la vida abundante, la tranquilidad y la bendición.
¡Cristo ha resucitado! ¡Sí, verdaderamente ha resucitado!
¡Felices Pascuas!
[Taducción distribuida por el Patriarcado Latino]
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Queridos Hermanos y Hermanas
¡Cristo ha resucitado! ¡Sí, verdaderamente ha resucitado!
1. Contemplamos en esta fiesta la Gloria del Cielo que ha descendido sobre la Tierra y ha renovado la vida. Jesús dijo: “Yo soy la Resurrección. Quien vive y cree en mi no morirá para siempre” (Jn 11, 25). Las fiestas son un tiempo en el cual el creyente renueva la acogida de la vida y la alegría de vivir. El creyente entra en la presencia divina y recuerda los beneficios de Dios. En la fiesta de Pascua, revivimos la memoria de Cristo resucitado, vencedor de la muerte y del pecado y traemos recordamos que El murió por nuestros pecados, como dice el profeta Isaías: “El fue traspasado a causa de nuestros crímenes, triturado a causa de nuestras faltas. Por nuestra paz El ha sido castigado” (Is 53,5). A causa de nuestros pecados y por nuestra paz, El murió. El murió y resucitó, y nos dio también a nosotros y a toda persona humana, el poder de vencer a la muerte que se encuentra en el fondo de nuestro ser, es decir, al pecado.
2. Por su Resurrección, el Señor nos da una vida nueva y un nuevo entusiasmo a fin de poder vencer el pecado en nosotros y en nuestra sociedad: “por lo tanto si alguno está en Cristo, es una creatura nueva”, dice san Pablo. En todas nuestras relaciones con nuestra sociedad, la Resurrección de Cristo nos da una nueva fuerza, por la vida y por el amor, que enseña y a la vez nos ayuda a perdonar y a establecer la justicia. Amar es ver en cada persona humana la Faz del Altísimo, es entonces amar a Dios mismo en su creatura, y es perdonar como El perdona a cada uno de nosotros, y es aprender de Dios mismo a practicar la justicia en nuestras relaciones de unos con otros. Amar como Dios ama, es penetrar en las profundidades del misterio de su Providencia, y con El, el Señor de la historia, llegar a ser capaces de contribuir a la creación de nuestra historia y de transformar nuestra tierra de muerte y de pecado en tierra de vida nueva.
3. Jesús dice: “Yo soy la Resurrección. Quien vive y cree en mi no morirá para siempre” (Jn 11,25). Esto, nuestra fe nos lo vuelve a decir, cuando nosotros hacemos frente en el corazón de la Tierra Santa a una realidad permanente de muerte, en sus diversos aspectos, de odio, miedo, desequilibrio en las relaciones entre las personas y a nivel de los gobiernos. Nuestra tierra es al mismo tiempo una tierra de resurreción y de muerte, pero su vocación y su misión fundamental es la de ser tierra de amor y de vida, de vida abundante para todos sus habitantes, de todas las religiones. Esto supone que todo creyente, de toda religión, acepte las consecuencias de su fe en Dios: que todos nosotros somos creatura de Dios y la obra de sus manos, y que, creer en Dios quiere decir también acoger todos los hijos de Dios. De este modo, todos aceptan a todos, todos respetan a todos; ninguno ejercita la violencia sobre otro; no hay más fuerte ni más débil; no hay ni ocupación, ni muros, ni barreras militares, ni miedo ni violencia.
4. Este año conmemoramos cuarenta años pasados sobre el gran desequilibrio en nuestra Tierra Santa, que se refleja sobre la región y sobre el mundo. Nuestros gobernantes y la Comunidad Internacional, ¿podrán finalmente poner fin a este desequilibrio? La cuestión en sí es simple, dos pueblos hacen la guerra y uno ocupa la casa del otro. La solución sería simplemente que cada uno ocupe su propia casa, los israelíes la de ellos y los palestinos la suya. Es cierto que el miedo ha complicado las cosas, y quiere hacer ver en los palestinos a terroristas o a personas impotentes a asegurar la seguridad. Además, muchos fenómenos mundiales aparecieron en el mundo, como consecuencia directa o indirecta de este desequilibrio de Tierra Santa, e hicieron nacer un gran temor que ha complicado más aún las cosas que en sí son sencillas. Con todo esto, nosotros siempre vemos que mientras la ocupación de la casa del otro continúe el desequilibrio continuará. Y mientras este desequilibrio de la Tierra Santa continuará la región y el mundo padecerán. Hay que tomar el riesgo de la paz, poner fin a la ocupación -cada cual en su casa-, a fin de comenzar el proceso de sanación en nuestra tierra, en la región y en el mundo.
5. Nuestra tierra es al mismo tiempo una tierra de resurrección y de muerte, pero su vocación y su misión fundamental es la de ser tierra de amor y de vida, de vida abundante para todos sus habitantes, de toda religión y nacionalidad. Nosotros pedimos a Dios de concedernos esto y de darnos a todos, por la gracia de la Resurrección, la vida abundante, la tranquilidad y la bendición.
¡Cristo ha resucitado! ¡Sí, verdaderamente ha resucitado!
¡Felices Pascuas!
[Taducción distribuida por el Patriarcado Latino]
El predicador del Papa sobre la historicidad y la fe en la resurrección de Jesús
Comentario del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap., a la liturgia del próximo domingo
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¡Ha resucitado!
Domingo de Pascua
Hechos 10, 34a. 37-43; Colosenses 3, 1-4; Juan 20, 1-9
Hay hombres --lo vemos en el fenómeno de los terroristas suicidas-- que mueren por una causa equivocada o incluso inicua, considerando sin razón que es buena. Por sí misma, la muerte de Cristo no testimonia la verdad de su causa, sino sólo el hecho de que Él creía en la verdad de ella. La muerte de Cristo es testimonio supremo de su caridad , pero no de su verdad. Ésta es testimoniada adecuadamente sólo por la resurrección. «La fe de los cristianos -dice San Agustín- es la resurrección de Cristo. No es gran cosa creer que Jesús ha muerto; esto lo creen también los paganos; todos lo creen. Lo verdaderamente grande es creer que ha resucitado».
Ateniéndonos al objetivo que nos ha guiado hasta aquí, estamos obligados a dejar de lado, de momento, la fe, para atenernos a la historia. Desearíamos buscar respuesta al interrogante: ¿podemos o no definir la resurrección de Cristo como un evento histórico, en el sentido común del término, esto es, «realmente ocurrido»?
Lo que se ofrece a la consideración del historiador y le permite hablar de la resurrección son dos hechos: primero, la imprevista e inexplicable fe de los discípulos, una fe tan tenaz como para resistir hasta la prueba del martirio; segundo, la explicación que, de tal fe, nos han dejado los interesados, esto es, los discípulos. En el momento decisivo, cuando Jesús fue prendido y ajusticiado, los discípulos no alimentaban esperanza alguna de una resurrección. Huyeron y dieron por acabado el caso de Jesús.
Entonces tuvo que intervenir algo que en poco tiempo no sólo provocó el cambio radical de su estado de ánimo, sino que les llevó también a una actividad del todo nueva y a la fundación de la Iglesia. Este «algo» es el núcleo histórico de la fe de Pascua.
El testimonio más antiguo de la resurrección es el de Pablo, y dice así: «Os he transmitido, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; que fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras; que se apareció a Pedro y luego a los Doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los que la mayor parte viven todavía, si bien algunos han muerto. Luego se apareció a Santiago, y más tarde a todos los apóstoles. Y después de todos se me apareció a mí, como si de un hijo nacido a destiempo se tratara» (1 Corintios 15, 3-8). La fecha en la que se escribieron estas palabras es el 56 o 57 d.C. El núcleo central del texto, sin embargo, está constituido por un credo anterior que San Pablo dice haber recibido él mismo de otros. Teniendo en cuenta que Pablo conoció tales fórmulas inmediatamente después de su conversión, podemos situarlas en torno al año 35 d.C., eso es, unos cinco o seis años después de la muerte de Cristo. Testimonio, por lo tanto, de raro valor histórico.
Los relatos de los evangelistas se escribieron algunas décadas más tarde y reflejan una fase ulterior de la reflexión de la Iglesia. El núcleo central del testimonio, sin embargo, permanece intacto: el Señor ha resucitado y se ha aparecido vivo. A ello se añade un elemento nuevo, tal vez determinado por preocupación apologética y por ello de menor valor histórico: la insistencia sobre el hecho del sepulcro vacío. Para los Evangelios el hecho decisivo siguen siendo las apariciones del Resucitado.
Las apariciones, además, testimonian también la nueva dimensión del Resucitado, su modo de ser «según el Espíritu», que es nuevo y diferente respecto al modo de existir anterior, «según la carne». Él, por ejemplo, puede ser reconocido no por cualquiera que le vea, sino sólo por aquél a quien Él mismo se dé a conocer. Su corporeidad es diferente de la de antes. Está libre de las leyes físicas: entra y sale con las puertas cerradas; aparece y desaparece.
Una explicación diferente de la resurrección, aquella que presentó Rudolf Bultmann, todavía la proponen algunos, y es que se trató de visiones psicógenas, esto es, de fenómenos subjetivos del tipo de las alucinaciones. Pero esto, si fuera verdad, constituiría al final un milagro no inferior que el que se quiere evitar admitir. Supone de hecho que personas distintas, en situaciones y lugares diferentes, tuvieron todas la misma impresión o alucinación.
Los discípulos no pudieron engañarse: eran gente concreta, pescadores, lo contrario de personas dadas a las visiones. En un primer momento no creen; Jesús debe casi vencer su resistencia: «¡tardos de corazón en creer!». Tampoco pudieron querer engañar a los demás. Todos sus intereses se oponían a ello; habrían sido los primeros en sentirse engañados por Jesús. Si Él no hubiera resucitado, ¿para qué afrontar las persecuciones y la muerte por Él? ¿Qué provecho material podían sacar?
Negado el carácter histórico, esto es, el carácter objetivo y no sólo el subjetivo, de la resurrección, el nacimiento de la Iglesia y de la fe se convierte en un misterio más inexplicable que la resurrección misma. Se ha observado justamente: «La idea de que el imponente edificio de la historia del cristianismo sea como una enorme pirámide puesta en vilo sobre un hecho insignificante es ciertamente menos creíble que la afirmación de que todo el evento –o sea, el dato de hecho más el significado inherente a él- realmente haya ocupado un lugar en la historia comparable al que le atribuye el Nuevo Testamento».
¿Cuál es entonces el punto de llegada de la investigación histórica a propósito de la resurrección? Podemos percibirlo en las palabras de los discípulos de Emaús: algunos discípulos, la mañana de Pascua, fueron al sepulcro de Jesús y encontraron que las cosas estaban como habían referido las mujeres, quienes habían acudido antes que ellos, «pero a Él no le vieron». También la historia se acerca al sepulcro de Jesús y debe constatar que las cosas están como los testigos dijeron. Pero a Él, al resucitado, no lo ve. No basta constatar históricamente, es necesario ver al Resucitado, y esto no lo puede dar la historia, sino sólo la fe.
El ángel que se apareció a las mujeres, la mañana de Pascua, les dijo: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?» (Lucas 24, 5). Os confieso que al término de estas reflexiones siento este reproche como si se dirigiera también a mí. Como si el ángel me dijera: «¿Por qué te empeñas a buscar entre los muertos argumentos humanos de la historia, al que está vivo y actúa en la Iglesia y en el mundo? Ve mejor y di a tus hermanos que Él ha resucitado».
Si de mí dependiera, querría hacer sólo eso. Hace treinta años que dejé la enseñanza de la Historia de los Orígenes Cristianos para dedicarme al anuncio del Reino de Dios, pero en estos últimos tiempos, ante las negaciones radicales e infundadas de la verdad de los Evangelios, me he sentido obligado a volver a tomar las herramientas de trabajo. De aquí la decisión de emplear estos comentarios a los evangelios dominicales para contrarrestar una tendencia frecuentemente sugerida por intereses comerciales, y para dar a quien tal vez los lea la posibilidad de formarse una opinión sobre Jesús menos influenciada por el clamor publicitario.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
Comentario del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap., a la liturgia del próximo domingo
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¡Ha resucitado!
Domingo de Pascua
Hechos 10, 34a. 37-43; Colosenses 3, 1-4; Juan 20, 1-9
Hay hombres --lo vemos en el fenómeno de los terroristas suicidas-- que mueren por una causa equivocada o incluso inicua, considerando sin razón que es buena. Por sí misma, la muerte de Cristo no testimonia la verdad de su causa, sino sólo el hecho de que Él creía en la verdad de ella. La muerte de Cristo es testimonio supremo de su caridad , pero no de su verdad. Ésta es testimoniada adecuadamente sólo por la resurrección. «La fe de los cristianos -dice San Agustín- es la resurrección de Cristo. No es gran cosa creer que Jesús ha muerto; esto lo creen también los paganos; todos lo creen. Lo verdaderamente grande es creer que ha resucitado».
Ateniéndonos al objetivo que nos ha guiado hasta aquí, estamos obligados a dejar de lado, de momento, la fe, para atenernos a la historia. Desearíamos buscar respuesta al interrogante: ¿podemos o no definir la resurrección de Cristo como un evento histórico, en el sentido común del término, esto es, «realmente ocurrido»?
Lo que se ofrece a la consideración del historiador y le permite hablar de la resurrección son dos hechos: primero, la imprevista e inexplicable fe de los discípulos, una fe tan tenaz como para resistir hasta la prueba del martirio; segundo, la explicación que, de tal fe, nos han dejado los interesados, esto es, los discípulos. En el momento decisivo, cuando Jesús fue prendido y ajusticiado, los discípulos no alimentaban esperanza alguna de una resurrección. Huyeron y dieron por acabado el caso de Jesús.
Entonces tuvo que intervenir algo que en poco tiempo no sólo provocó el cambio radical de su estado de ánimo, sino que les llevó también a una actividad del todo nueva y a la fundación de la Iglesia. Este «algo» es el núcleo histórico de la fe de Pascua.
El testimonio más antiguo de la resurrección es el de Pablo, y dice así: «Os he transmitido, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; que fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras; que se apareció a Pedro y luego a los Doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los que la mayor parte viven todavía, si bien algunos han muerto. Luego se apareció a Santiago, y más tarde a todos los apóstoles. Y después de todos se me apareció a mí, como si de un hijo nacido a destiempo se tratara» (1 Corintios 15, 3-8). La fecha en la que se escribieron estas palabras es el 56 o 57 d.C. El núcleo central del texto, sin embargo, está constituido por un credo anterior que San Pablo dice haber recibido él mismo de otros. Teniendo en cuenta que Pablo conoció tales fórmulas inmediatamente después de su conversión, podemos situarlas en torno al año 35 d.C., eso es, unos cinco o seis años después de la muerte de Cristo. Testimonio, por lo tanto, de raro valor histórico.
Los relatos de los evangelistas se escribieron algunas décadas más tarde y reflejan una fase ulterior de la reflexión de la Iglesia. El núcleo central del testimonio, sin embargo, permanece intacto: el Señor ha resucitado y se ha aparecido vivo. A ello se añade un elemento nuevo, tal vez determinado por preocupación apologética y por ello de menor valor histórico: la insistencia sobre el hecho del sepulcro vacío. Para los Evangelios el hecho decisivo siguen siendo las apariciones del Resucitado.
Las apariciones, además, testimonian también la nueva dimensión del Resucitado, su modo de ser «según el Espíritu», que es nuevo y diferente respecto al modo de existir anterior, «según la carne». Él, por ejemplo, puede ser reconocido no por cualquiera que le vea, sino sólo por aquél a quien Él mismo se dé a conocer. Su corporeidad es diferente de la de antes. Está libre de las leyes físicas: entra y sale con las puertas cerradas; aparece y desaparece.
Una explicación diferente de la resurrección, aquella que presentó Rudolf Bultmann, todavía la proponen algunos, y es que se trató de visiones psicógenas, esto es, de fenómenos subjetivos del tipo de las alucinaciones. Pero esto, si fuera verdad, constituiría al final un milagro no inferior que el que se quiere evitar admitir. Supone de hecho que personas distintas, en situaciones y lugares diferentes, tuvieron todas la misma impresión o alucinación.
Los discípulos no pudieron engañarse: eran gente concreta, pescadores, lo contrario de personas dadas a las visiones. En un primer momento no creen; Jesús debe casi vencer su resistencia: «¡tardos de corazón en creer!». Tampoco pudieron querer engañar a los demás. Todos sus intereses se oponían a ello; habrían sido los primeros en sentirse engañados por Jesús. Si Él no hubiera resucitado, ¿para qué afrontar las persecuciones y la muerte por Él? ¿Qué provecho material podían sacar?
Negado el carácter histórico, esto es, el carácter objetivo y no sólo el subjetivo, de la resurrección, el nacimiento de la Iglesia y de la fe se convierte en un misterio más inexplicable que la resurrección misma. Se ha observado justamente: «La idea de que el imponente edificio de la historia del cristianismo sea como una enorme pirámide puesta en vilo sobre un hecho insignificante es ciertamente menos creíble que la afirmación de que todo el evento –o sea, el dato de hecho más el significado inherente a él- realmente haya ocupado un lugar en la historia comparable al que le atribuye el Nuevo Testamento».
¿Cuál es entonces el punto de llegada de la investigación histórica a propósito de la resurrección? Podemos percibirlo en las palabras de los discípulos de Emaús: algunos discípulos, la mañana de Pascua, fueron al sepulcro de Jesús y encontraron que las cosas estaban como habían referido las mujeres, quienes habían acudido antes que ellos, «pero a Él no le vieron». También la historia se acerca al sepulcro de Jesús y debe constatar que las cosas están como los testigos dijeron. Pero a Él, al resucitado, no lo ve. No basta constatar históricamente, es necesario ver al Resucitado, y esto no lo puede dar la historia, sino sólo la fe.
El ángel que se apareció a las mujeres, la mañana de Pascua, les dijo: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?» (Lucas 24, 5). Os confieso que al término de estas reflexiones siento este reproche como si se dirigiera también a mí. Como si el ángel me dijera: «¿Por qué te empeñas a buscar entre los muertos argumentos humanos de la historia, al que está vivo y actúa en la Iglesia y en el mundo? Ve mejor y di a tus hermanos que Él ha resucitado».
Si de mí dependiera, querría hacer sólo eso. Hace treinta años que dejé la enseñanza de la Historia de los Orígenes Cristianos para dedicarme al anuncio del Reino de Dios, pero en estos últimos tiempos, ante las negaciones radicales e infundadas de la verdad de los Evangelios, me he sentido obligado a volver a tomar las herramientas de trabajo. De aquí la decisión de emplear estos comentarios a los evangelios dominicales para contrarrestar una tendencia frecuentemente sugerida por intereses comerciales, y para dar a quien tal vez los lea la posibilidad de formarse una opinión sobre Jesús menos influenciada por el clamor publicitario.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]