ABC, 27 de noviembre de 2016
Fidel Castro fue un mito, una leyenda, y no sólo de Hispanoamérica, del mundo entero. Fue un mito en la mal llamada América Latina, en las universidades de los Estados Unidos, en Europa Occidental, en la Unión Soviética, en el Japón. Quizá sus creyentes menos fervorosos fueron los soviéticos, que conocían por dentro los mecanismos de fabricación de mitos en el universo estalinista, y que en 1959, después de la muerte de Stalin y del famoso discurso de Nikita Kruschev en el congreso de 1956, habían entrado en un proceso de dudas serias, angustiosas, paralizadoras.
Llegué a Cuba en calidad de diplomático chileno algunos años más tarde, en diciembre de 1970, a pesar de los insistentes consejos en contrario que me había dado en privado, con las debidas reservas, mi amigo Pablo Neruda. A las pocas horas de mi llegada a La Habana me encontraba entre las bambalinas de un enorme teatro, detrás del telón rojo, escuchando el discurso en que Fidel Castro trataba de explicar el fracaso de su proyectada zafra azucarera gigante. Algo más tarde, durante una conversación nocturna en la sala de redacción de «Granma», el diario de la revolución, Fidel me dijo que le pidiéramos ayuda, los chilenos que empezábamos en una aventura socialista, en caso de necesidad, y agregó las siguientes palabras textuales: «porque seremos malos para producir, pero para pelear sí que somos buenos». Ahora bien, Chile y América Latina no necesitaban ayuda militar: necesitaban desarrollo, educación, agricultura eficiente. Casi todos nos equivocamos, y cuando salí de mis errores personales y escribí sobre el tema, fui implacablemente castigado y censurado.