A las masas siempre les resulta más asequible lo concreto que lo abstracto, lo que se puede ver y tocar que los atributos abstractos de los dioses, los objetivos cercanos que los lejanos. De ahí el valor sempiterno de las reliquias, que no son una invención de la Iglesia católica.
Nos cuenta Pausanias en Descripción de Grecia que los esciros, antiguo pueblo griego, no querían revelar a los atenienses el lugar donde yacían enterrados los huesos de Teseo, quien los había liberado del terror del Minotauro al que tenían que pagar un tributo en doncellas. Un día el ateniense Cimón vio que un águila escarbaba con el pico y revolvía con las uñas la tierra en la cima de una colina, y lo consideró como una señal del cielo. Entonces fue a picar donde había visto actuar al águila y, al poco de estar trabajando, fue a dar con un ataúd de piedra, el cual contenía un esqueleto con una lanza de bronce y una espada. Era el esqueleto de Teseo. Los atenienses lo llevaron con todos los honores a Atenas y lo enterraron en un templo al que llamaron el Recinto de Teseo.
La Iglesia cristiana, desde muy temprano, rindió culto a los mártires, testigos de la fe que ella predicaba. Por eso sus restos mortales, las reliquias, siempre disfrutaron de especial veneración entre los creyentes. A lo largo de la Historia, se han hecho innumerables guerras para conseguir y defender reliquias. Los santuarios y los lugares modernos de peregrinación están rodeados de tiendas y mercados en los que los peregrinos pueden comprar toda clase de recuerdos: imágenes, reproducciones del santuario, tallas del santo patrón del santuario. Muchos niegan que en Santiago estén los restos del Apóstol. «Si restos hay, serían los de Cucufate», dicen algunos historiadores. «Me da lo mismo; lo que importa es la fe», me dijo un peregrino. «Eso ya no existe, nadie le da importancia; es más, a penas se comprende por qué la gente hacía guerras, mataba y se dejaba matar por las reliquias», me decía un taxista.
Los motivos por los que hoy se rinde culto a ciertas reliquias son diferentes de los de antaño, pero el culto sigue. Los posmodernos vuelven a tener en gran estima las reliquias. Así, las camisetas de los futbolistas son expuestas en vitrinas, guardadas como reliquias; y muchos compraron una brizna de hierba cuando cambiaron de césped al campo después de ganar la Copa de Europa. La camiseta con la que llega a París el vencedor del Tour, la camiseta que Maradona vestía cuando fue la mano de Dios, la guitarra de un divino de la música, el vestido de la gran estrella de una magnífica película… Hay multimillonarios -y a veces gente que necesita lo que tiene para comer- que pagan sumas fabulosas por objetos que pertenecieron a tal o cual personaje. Las gentes se sacan de las manos las reliquias que luego terminan tirándolas al borde del camino porque no saben qué hacer con ellas, como ocurre en Blow-up de Antonioni. Las gentes acuden en peregrinación a santuarios en los que se concentran gran cantidad de reliquias; por ejemplo, el museo del Barça, el más visitado de la Ciudad Condal. Mutatis mutandis, es como visitar un santo al que le cuelgan exvotos del cuello, de los brazos y se los atan a las piernas.
Los alrededores de los estadios los días de partido se llenan de chiringuitos que venden camisetas de los ídolos, bufandas, pancartas, gorros todos alusivos al equipo de su devoción. Los diarios deportivos, conociendo la devoción de sus lectores, lanzan ciñéndose a las exigencias del momento, colecciones de vasos, medallas y otras obras de arte, alusivos al equipo. Hay hinchas que han convertido su casa en un altar de reliquias; han llenado su casa de colecciones.
Estos ídolos son los grandes filósofos de nuestro tiempo. Cualquier gesto, acción o palabra del ídolo tiene una resonancia inusitada en la sociedad, muy especialmente en el grupo de sus fans incondicionales. Cualquier declaración suya hace titulares en los más importantes diarios. Los ídolos justifican las ilusiones y las esperanzas de un pueblo sin ilusión y sin esperanza porque sus hazañas crean un círculo mágico, en el que lo posible para el hombre llega a una intuición válida y se transfigura. Dice Nietzsche: «La humanidad no existe por amor de sí misma sino que el fin está en sus cumbres, en los grandes individuos, en los santos, y los artistas». Las agencias de turismo organizan viajes y excursiones para visitar los lugares donde vivieron, por donde pasaron y en donde están enterradas gentes famosas.
En nuestros días la gente no entiende de santos ni de científicos, sino de ídolos televisivos. Los ídolos no sólo son imitados en el vestir sino hasta en la manera de pensar, de actuar. En los primeros puestos de las listas de los 100 españoles más influyentes suelen aparecer siempre algunos deportistas. No figuran en tal lugar de honor por sus aportaciones intelectuales ni por las obras sociales que hasta ahora hayan hecho, sino por la admiración, devoción y entrega incondicional de miles de seguidores que los convierten en objeto de culto y devoción.
Maradona es considerado en Argentina como un semidiós; incluso existe la Iglesia maradoniana, que celebra el 29 de octubre, víspera del nacimiento del héroe. Sus fieles dividen nuestra era en antes y después de Dieguito. En Nápoles se dice que a su llegada se licuó la sangre de San Genaro. En sus años de gloria fue el rostro más popular del planeta. Se forjó la leyenda, después de saber sus aventuras con la droga y la vida peligrosa, de que moriría joven, como los elegidos de los dioses. No hace mucho se podía ver en las pantallas Camino de San Diego sobre los prodigios obrados por Maradona desde que ha colgado las botas. En Argentina, algunas casas dedican su altar doméstico a San Dieguito.
De ahí que estos ídolos no tengan vida privada. Al metérnoslos en casa mil veces cada día, los medios de comunicación convierten a los futbolistas, y a otras estrellas, en alguien tan próximo y tan familiar como los objetos y casi como las personas de casa. Ellos son parte de nuestra vida y de nuestros sueños, son nosotros. Asumimos sus éxitos y sus fracasos como propios aunque están lejos y no remedian nuestros problemas. La vida de cada uno ha de dar sentido a lo que le ocurre. Pero, por el contrario, el sentido de la vida de mucha gente depende de lo que le ocurre, de lo que hace su ídolo. De ahí el vacío existencial en que se sumen y los actos vandálicos que llevan a cabo cuando aquél deja de funcionar, y también la parcialidad con que se miran las cosas. «Lo que hacen los míos está siempre bien. La culpa es de los otros», dicen los aficionados ante las decisiones del árbitro».
El culto a las reliquias y la idolatría actuales son una de las manifestaciones del nihilismo en que vive instalada parte de la sociedad postmoderna. «Yo no voy a misa pero voy al Barça», me respondió mucha gente cuando le pregunté por sus prácticas religiosas. Parece la historia de una expiación: está buscando castigarse, hacer penitencia por algo o por alguien. Es una historia del caos y del azar. No somos nosotros quienes decidimos; siempre son otros quienes lo hacen por nosotros. «Estamos vivos de milagro», dice uno de los personajes de No hay paz para los malvados. La recuperación del sentido a través del héroe, la afirmación del yo revistiendo de carne y hueso un personaje de ficción, esta especie de respeto divino por los futbolistas… son una transformación del respeto a lo sagrado.
El ídolo es un dios reducido a la medida del hombre, haciendo realidad el dicho del clásico: «El hombre es la medida de todas las cosas». La idolatría es la adoración o el culto tributado a entidades, objetos, imágenes, personas o elementos naturales que se consideran dotados de poder divino. El idólatra no se aleja de Dios sino que se acerca a él de manera indebida. La imagen de un héroe puede vehicular intereses espurios, nobles, políticos o religiosos.