Por Fred Halliday, profesor de Relaciones Internacionales en la London School of Economics y en el Institut Barcelona d’Estudis Internacionals. Es autor de El islam y el mito del enfrentamiento (Bellaterra, 2005). Traducción de María Luisa Rodríguez TapiaTomado de EL PAÍS, 05/10/2006.
En los últimos años, y especialmente desde que Estados Unidos invadió Irak, en marzo de 2003, se han visto en todo el mundo señales de una convergencia creciente entre las fuerzas de la militancia islamista y la izquierda antiimperialista. Aparte de una simpatía muy extendida -aunque normalmente no expresada- hacia los atentados del 11-S, justificada porque “los americanos se lo merecían”, desde 2003 hemos visto una coincidencia explícita de políticas y un sólido apoyo a la “resistencia” iraquí -en la que hay fuertes elementos islamistas- y, más recientemente y de forma todavía más explícita, al Hezbolá libanés.
Hace poco, unos manifestantes radicales vascos marcharon precedidos por un militante que ondeaba una bandera de Hezbolá. Además, como la mayoría de los que se opusieron a la invasión de Irak en 2003 también se habían opuesto a la invasión de Afganistán en 2001, existe asimismo, reconocida o no, una actitud de apoyo a los grupos armados antioccidentales, es decir, talibanes, que están actuando en dicho país.
Al mismo tiempo, algunos políticos de extrema izquierda en Europa han tratado de hacer causa común con representantes de los partidos islamistas en temas relacionados con el antiimperialismo y la exclusión social en Occidente. Un ejemplo es la acogida dada por la izquierda británica -incluido el alcalde de Londres- al líder de los Hermanos Musulmanes, el jeque Yusuf al Qaradaui. Y más importantes aún que el apoyo a los grupos guerrilleros islamistas, por supuesto, son las alianzas entre Estados: Irán cuenta cada vez más con el apoyo de Venezuela. Chávez ha ido a Teherán un mínimo de cinco veces. Nos encontramos, quizá de manera incipiente, ante un nuevo frente unido internacional.
Lo cierto es que este asunto de la relación entre la izquierda radical y el islam político tiene una larga historia que debería hacer reflexionar a quienes tratan hoy de formar una alianza, aunque sea “táctica”, con los movimientos y Estados islamistas. Ya lo intentaron los primeros bolcheviques: ante el bloqueo de la revolución proletaria en Europa después de 1917, volvieron la mirada hacia las fuerzas antiimperialistas y, a veces, islámicas que actuaban en aquella época en Asia. El primer país del mundo que reconoció la Revolución Bolchevique fue el reino de Afganistán, en pleno conflicto con los británicos. Desde aquel momento, Lenin recomendó que la Rusia soviética prestara siempre “especial atención” a las necesidades del pueblo afgano, un consejo que iba a tener consecuencias irónicas pero históricas en 1979. Incluso en los años posteriores a 1945, los estrategas soviéticos intentaron hallar un contenido “democrático nacional” en el islam e interpretar su énfasis en la igualdad, la caridad, el reparto de la propiedad y, no menos importante, la lucha -es decir, la yihad-, como formas primitivas de comunismo. Aunque en Moscú algunos orientalistas describían al profeta Mahoma como un agente del capitalismo comercial, otros autores marxistas, sobre todo el especialista francés Maxime Rodinson, trazaron una imagen más positiva, si bien este último reconoció posteriormente que su admiración por Mahoma derivaba, en parte, de las similitudes que veía entre él y Stalin.
Sin embargo, esta simpatía y esta búsqueda de alianzas tácticas quedaron eclipsadas durante mucho tiempo por otra tendencia, la del enfrentamiento y la lucha entre el comunismo y el socialismo, por un lado, y el islamismo organizado por otro. En los años veinte y treinta, los bolcheviques se encontraron con una inmensa oposición religiosa y tribal en Asia Central y trataron de destruir las bases sociales de la religión organizada, fundamentalmente mediante la emancipación de las mujeres, a las que, en aquel contexto social, veían como un sucedáneo de proletariado. Como presagio de la guerra fría, la insurrección nacional en España, que acababa de vivir sus guerras coloniales en Marruecos, reclutó a decenas de miles de soldados árabes para la Guerra Civil, con el argumento de que el catolicismo y el islam recibían el mismo trato por parte de las fuerzas impías de la República.
A partir de los años cincuenta y sesenta, la situación empezó claramente a cambiar. En el mundo árabe, frente al ascenso del nacionalismo laico -sobre todo el “nacionalismo árabe” de Egipto-, Occidente y varios Estados conservadores como Arabia Saudí recurrieron a la religión, denunciaron el comunismo como un invento de los judíos y criticaron el socialismo por promover el ateísmo y la lucha de clases. En 1965, Arabia Saudí creó su propia organización internacional en contra de los socialistas, la Liga Islámica Mundial, a través de la cual financiaba y guiaba a grupos de todo el mundo; la Liga sigue en activo, sobre todo entre los inmigrantes musulmanes en Europa occidental, y mantiene -cosa tal vez sintomática- un gran edificio en el centro de Bruselas. En Egipto, el enfrentamiento entre los Hermanos Musulmanes y el régimen nasserista fue en aumento, y su líder, Sayyid Qutb -posteriormente, la inspiración intelectual de Osama Bin Laden-, murió ejecutado en 1966.
Varios países de Oriente Próximo utilizaron la oposición creciente entre la izquierda laica y las fuerzas islamistas en el contexto de la guerra fría. Por ejemplo, en Turquía, el ejército promovió a grupos islamistas contra la extrema izquierda en los años setenta. En Siria, los opositores al régimen baazista fomentaron un levantamiento de los Hermanos Musulmanes en 1982. Incluso en Israel, en los años setenta, las autoridades de ocupación, decididas a debilitar las instituciones laicas de Al Fatah, permitieron que varios grupos islamistas, que más tarde se convirtieron en Hamás, abrieran centros educativos y universidades y recibieran fondos de la Liga Islámica Mundial.
Esta movilización del islam contra la izquierda resultó evidente, sobre todo, en tres países. En Sudán, la llegada al poder en 1989 del Frente Islámico Nacional -una rama alejada de los Hermanos Musulmanes- representó el recurso generalizado a la cárcel, la tortura y la ejecución contra los opositores laicos y de izquierdas. El FIN seguía el modelo de partido leninista y pretendía, además de aplastar a los comunistas en Sudán, llevar a cabo la política revolucionaria de exportar su modelo a Egipto, Túnez, Argelia y Eritrea, entre otros lugares. En esta tarea contó con la ayuda, entre 1990 y 1996, de un distinguido huésped internacionalista, Osama Bin Laden. Aún mayor fue la represión en Indonesia en 1965, cuando el ejército se volvió en contra del Partido Comunista, en aquel entonces el más numeroso fuera de los países comunistas. Los grupos islamistas unieron sus fuerzas a las del ejército y otros grupos interesados en arreglar cuentas locales y, en una serie de matanzas cometidas en Java y otras islas, asesinaron a un millón de personas.
La alianza más espectacular y con más consecuencias entre Occidente y el islamismo fue, claro está, la que se produjo en Afganistán. En la mayor operación secreta llevada a cabo por la CIA, Estados Unidos, con ayuda de Arabia Saudí y Pakistán, trabajó a lo largo de los años ochenta para movilizar a las fuerzas islamistas en contra del Gobierno del Partido Democrático Popular y las fuerzas soviéticas que acudieron en su auxilio en diciembre de 1979. Fue en Afganistán donde Bin Laden organizó su ejército de combatientes yihadistas procedentes de todo el mundo y donde elaboró la ideología de lucha internacional que cristalizó el 11 de septiembre de 2001. No parece que a los que respaldaban a los islamistas afganos en los años ochenta les preocuparan las consecuencias posteriores de sus actos. Y, sin embargo, la guerra afgana fue al mundo del siglo XXI lo que la Guerra Civil española a la II Guerra Mundial, la cocina del diablo en la que se prepararon por primera vez todos los caldos que después envenenaron al mundo.
A esta historia de la yihad contra la izquierda, a lo largo de muchos decenios, hay que añadir otra cosa más, las enormes diferencias que deberían separar cualquier programa imaginable de la izquierda radical de los de los partidos islamistas. Los derechos de la mujer, el secularismo, la libertad de expresión, son temas en los que estas dos corrientes políticas se oponen radicalmente. Como deberían oponerse en relación con otro aspecto, que es la falta absoluta, en el programa islamista, de cualquier internacionalismo de inclusión; por el contrario, al mismo tiempo que hacen sus llamamientos a la umma, la comunidad de los musulmanes, los islamistas -tanto Al Qaeda como Hezbolá- desprenden veneno y un chovinismo implacable respecto a los cristianos, los judíos e incluso los musulmanes que no sean de su misma secta. Seguramente, quienes desde la izquierda se alían hoy con los islamistas lo hacen remitiéndose a cierto concepto de falsa conciencia. Pero está por ver qué conciencia es la más equivocada.