Tomado de EL PAÍS, 21/10/2006
En un reciente artículo, escrito al hilo del discurso papal de Ratisbona, Tariq Ramadán* afirmaba que el principal defecto del mismo era la ignorancia del papel desempeñado por el pensamiento musulmán, y aquí citaba los nombres señeros de Averroes y de Abenjaldún, en la conformación de una Europa vista erróneamente como producto exclusivo de una marca de origen grecocristiana. La observación es parcialmente cierta, ya que en ocasiones esa presencia es soslayada, pero tal cosa no sucede en cuanto el emisor del juicio alcanza un cierto nivel intelectual.
“Abenjaldún es una mente clara, toda luz”, escribió entre nosotros Ortega y Gasset, enunciando una valoración ampliamente compartida. Historiadores como Juan Vernet han mostrado la importancia de la aportación científica árabe y qué decir de Averroes. José Antonio Maravall mostró en su día que el averroísmo paduano resulta fundamental incluso para entender la teoría del dominio colonial en Juan Ginés de Sepúlveda. Otra cosa es que ese reconocimiento, atendiendo a un elemental criterio de ponderación, no llegue a borrar la primacía de la doble matriz griega y cristiana, de la misma manera que en la cultura musulmana están presentes elementos griegos, tomados de Bizancio y de la filosofía clásica, o persas, desde la organización del Estado a la irrigación mediante viajes, sin que tales captaciones empañen la identidad árabe e islámica.
Mayor importancia tiene el olvido de la citada corriente de ideas, que en este caso no concierne al pensamiento europeo, sino al musulmán. Y aquí no estamos ante una simple justa de erudición. Tariq Ramadán reivindica la importancia de los pensadores musulmanes racionalistas de cara a Europa, pero cuando él mismo traza en su libro, publicado ya hace algún tiempo por Bellaterra, la génesis del reformismo musulmán en el que él mismo se inscribe, el lector se topa con autores como Ibn Taymiyya, punto de partida explícito, Abdul Wahhab o Hassan al-Banna, el fundador de los Hermanos Musulmanes, que para nada significan una posibilidad de forjar algo parecido a la crítica ilustrada en el pensamiento islámico, sino la exigencia de aplicar rígidamente las reglas de un modo de creencia y de vida enfrentado al mundo de los infieles. Dicho de otro modo, no es elegido el camino de una racionalización del conocimiento, compatible con la fe, sino de una subordinación de ese conocimiento, y de todos los componentes de la vida, al patrón definido de una vez por todas en el libro sagrado.
La declaración posterior de que no existe incompatibilidad alguna, por ejemplo entre la sharía o ley coránica y las normas del Estado de derecho, es una argucia necesaria para que resulte aceptable la propuesta de Ramadán, de una expansión islámica en Europa como tierra de predicación (dar as-shahada), configurando una umma, comunidad dotada de su propia normativa sagrada que en caso de conflicto -improbable a su juicio- con la ley del Estado sería resuelto para el creyente por su jurisconsulto. De cara a un futuro de creciente peso demográfico de los colectivos musulmanes en Europa, la cuestión no es secundaria, como tampoco lo es la aceptación subsiguiente de supuestos irracionales derivados de la sacralización, del golpecillo dado con el siwak a la mujer, a la condena de los matrimonios mixtos. Si a esto sumamos el rechazo contra la moral y la economía occidentales, o la propuesta de una enseñanza musulmana complementaria de la pública, vemos que las consecuencias de aceptar el supuesto “islamismo moderado”, hoy con el aval de un Blair invasor de Irak, pueden ser graves, al consagrar la fractura entre el colectivo musulmán y el resto de una sociedad a la cual le une de fondo sólo la utilización de los derechos ciudadanos, no la práctica vital de la ciudadanía.
En este sentido, es mucho más abierta, y menos engañosa, la visión de un Islam moderado ofrecida en su último libro El gran robo por el jurista residente en Norteamérica Abu el-Fadl, que además se basa en una crítica a fondo del Islam radical, y específicamente del wahhabismo saudí, ausente en los libros de Ramadán.
El regreso a Abenjaldún es aquí pertinente y explica su nula utilidad para quienes siguen aferrados a una visión fundamentalista del Corán y de los hadices, por mucho que adopten un vocabulario moderno en términos filosóficos y sociológicos. Entre los ensayos incluidos en el precioso catálogo de la reciente exposición de Sevilla, hay dos, los de los profesores tunecinos Muhammad Talbi y Abdelmajid Charfi, que explican con claridad la importancia del método de conocimiento racionalista empleado por Abenjaldún del todo acorde con su condición de creyente, pero sin subordinar el conocimiento y la interpretación de la realidad a las descripciones contenidas en el Corán o en los hadices. “Abenjaldún pone entre paréntesis a Dios”, resume Charfi. En el libro sexto del Muqaddima o los Prolegómenos, queda claro que es la reflexión fundada sobre la experiencia lo que permite literalmente al hombre hacerse tal por encima de un mundo animal sujeto a los sentidos. Cabe admitir por cuestión de fe una forma de conocimiento superior, estrictamente espiritual, propio de los ángeles, pero sin incidencia alguna sobre el conocimiento humano.
Es sobradamente conocida la utilización de este criterio para explicar el carácter cíclico de las civilizaciones, y a su núcleo, la interacción conflictiva entre el modo de vida nómada y el urbano o civilizado. Lo es menos la profundización que lleva a cabo Abenjaldún en el análisis de una vida nómada, adscrita al mundo árabe, sin concesión alguna y en la cual va incluida una interpretación de la génesis del Islam de cuya vigencia dan cuenta especialistas como Patricia Crone. Dotado de una fuerza propia, derivada de la cohesión grupal o asabiyya, el mundo árabe nómada es violento, depredador y en principio incapaz de formar un imperio. Todo cambia, sin embargo, cuando sobre esa rudeza de costumbres incide la religión llevada por un Profeta a sus corazones: “Entonces la unificación más cabal se lleva a efecto entre ellos poniéndolos en condiciones de efectuar las conquistas y de fundar un imperio”.
Vale la pena contrastar esta explicación con la tradicionalista proporcionada por Ramadán en su librito sobre la yihad, donde la falsa consideración de que el Profeta no fue guerrero y actuó sólo como respuesta se basa nada menos que en el relato fantástico acerca del rechazo a sus emisarios y al Corán por parte de los emperadores bizantino y persa. Lástima que el Corán no estuviese compilado en vida de Mahoma. Pero a Ramadán, esta vez de cara a los creyentes, no al lector laico, le da lo mismo. Se trata de presentar la yihad como fruto inevitable de la “resistencia”, el mismo concepto clave del yihadismo. Asentar el conocimiento en artículos de fe o en historia sagrada desemboca así en un abierto irracionalismo.
Ramadán nunca será capaz de enmendar lo que en sentido figurado llamaríamos los errores de Dios. (Ratzinger, con su regreso al creacionismo, tampoco). Y esos errores de Dios, es decir, las interpretaciones agresivas fundadas sobre la aceptación acrítica de los textos sagrados, han costado ya demasiada sangre. No es casual que en su recién publicada “vida del Profeta”, y a efectos hagiográficos, Ramadán modifique la versión ofrecida sobre el episodio del clan judío de los Banu Qurayza por las biografías canónicas, del tipo Ibn Ishaq o Ibn Hisham, donde queda claro que por miedo no se alían con los enemigos de Mahoma, a pesar de lo cual acaban degollados. Nuestro profesor de Oxford les culpa sin más de “traición” y la matanza resulta así justificada.
Ahora bien, el problema de la ceguera fruto de la sacralización no es sólo propio del islamismo. Nos lo acaba de recordar el politólogo italiano Emilio Gentile en su magnífico libro La democracia de Dios, donde analiza el enorme peso de la tradición religiosa sobre la vida política norteamericana, en una trayectoria ascendente que culmina en el actual presidente. Bush es semianalfabeto en cuestiones teológicas, no distingue a la Iglesia episcopaliana de la metodista, pero comparte el fundamentalismo de ambas. Tampoco fue capaz de explicar por qué consideraba a Cristo filósofo. Nada que ver con la imagen clásica del siglo IV en el museo bizantino de Atenas. Sólo intuye que la fe en Cristo es superior a toda filosofía. Una fe compartida por millones de americanos evangélicos que consiste en ver en Jesús el agente de la redención y el guía en la lucha contra el mal, que ha de ser puesta en práctica por la gran nación americana, tanto en su política interna como en la exterior.
“Bush es un cristiano convencido de la infalibilidad de la palabra de Dios revelada en la Biblia”, resume Gentile. De los fundamentalistas sólo le separa un cierto aliento ecuménico, aplicable también por cierto en sentido positivo al Islam. La democracia norteamericana es la encarnación política del designio divino y ha de aceptar cualquier desafío para conseguir la victoria del bien, de su bien. Una vez más la sacralización cierra el paso a una consideración racional de la política y los errores de Dios dominan la escena en una construcción que puede ser calificada con rigor como una teología de la guerra.
*El texto a que se hace referencia puede verse en: