La hermosa charla/Gustavo Martín Garzo, escritor
Publicado en EL PAÍS, 19/12/09;
Un joven historiador se refugia en la montaña de León para terminar su tesis. Allí contempla el desenterramiento de un grupo de personas asesinadas en el verano de 1936, por orden de su abuelo, un líder falangista. Mientras asiste a este hecho, anota en un diario sus reflexiones. Hablan de un pasado familiar conflictivo, pero también de la tensión cainita que parece caracterizar nuestra historia. El joven historiador se pregunta sobre distintos momentos de esa perversa obsesión nacional: la reconquista, la expulsión de los judíos, las luchas fratricidas en la guerra del Perú, las tres Guerras Carlistas o la Guerra Civil. Tal es el argumento de La sima, la última novela de José María Merino.
Según unas declaraciones del escritor leonés, fue el comportamiento extremadamente duro de la oposición en la legislatura socialista a partir del 11-M el que le animó a escribir sobre ese “espíritu terrible de confrontación” que suele reinar entre los españoles. La sima en que el protagonista de su novela contempla los cuerpos de los fusilados durante la guerra es una metáfora de todas esas simas que nos siguen separando, haciendo tan difícil nuestra convivencia.
Puede que la hipótesis de la maldición cainita en la historia española sea insostenible como punto de partida para una investigación sobre la naturaleza real de nuestro país, pero basta con echar una mirada a nuestro alrededor para ver por doquier el fantasma de esa maldición. El tono de muchas tertulias radiofónicas y televisivas, las descalificaciones brutales en el Parlamento, el deseo de dañar al rival hasta límites intolerables, y la ligereza con que se profieren insultos y acusaciones gravísimas, nos advierten de que la amarga tesis del protagonista de la novela de José María Merino tal vez no ande tan descaminada.
¿De verdad los españoles somos así? No deja de ser curioso que los que se expresan o actúan de una manera más inmisericorde sean luego los que anden enarbolando la bandera de la patria o el patriotismo. Pero ¿qué patriotismo es el suyo? ¿Puede fundarse un país sobre esa confrontación permanente entre sus ciudadanos?
Un país, si de verdad quiere merecer ese nombre, necesita espacios donde se debatan sus problemas y se vigile a sus gobernantes, necesita la crítica y la discusión, pero también lugares de sosiego donde encontrarse con los demás y escuchar esas historias que a todos pertenecen. ¿Cuáles son las nuestras? Una de las razones de la riqueza de la cultura judía, y de su pervivencia como pueblo, es la convicción de que, al margen de sus diferencias individuales, había algo que compartían, aunque sólo fuera la idea del exilio y la esperanza de alcanzar alguna vez el regreso a la tierra prometida. ¿Tenemos nosotros algo semejante?
Creo que no, que carecemos de esas historias comunes que dan cohesión a los pueblos. Nuestra “arca de las alianzas” está vacía, y eso ha dado lugar a una proliferación de relatos tendenciosos, sólo dictados por los intereses o la mala fe de quienes los cuentan. Pero los verdaderos relatos deben ser universales, pues hablan del corazón humano y ese corazón no varía con el sexo, la raza o la cultura a que pertenece. El arca de alianzas es el símbolo de la heterogeneidad de ese corazón, y en los mejores momentos de su historia todos los pueblos han sabido conservar y cuidar los relatos que guardaba en su interior.
Eran esos relatos los que permitían a los hombres sentirse parte de un mismo pueblo, pero también abrirse a las vidas de los otros pueblos. Para ello, debían cumplir dos condiciones: surgir de la memoria amorosa y que sus palabras fueran desinteresadas.
En José y sus hermanos, la gran novela de Thomas Mann, hay un momento en que Jacob descansa junto a un pozo junto a su hijo José, que es aún casi un niño. Es una noche de primavera iluminada por la luna, y ambos están bajo las ramas de un anciano y robusto árbol, lleno de racimos de flores. Jacob se acerca maravillado a su hijo, lo que éste aprovecha para reclinar adormilado la cabeza sobre su pecho. Ambos se ponen a hablar y, como lo que se dicen discurre por cauces tan llenos de interés y dulzura, José enseguida comprende que la conversación va a volverse “hermosa”, una “hermosa charla”, es decir “una conversación que ya no estaba al servicio del intercambio útil de información o el entendimiento acerca de cuestiones prácticas, sino de la mera enunciación y declaración de cosas sabidas por ambos, del recuerdo, confirmación y edificación, y era un canto dialogado como el que intercambian los zagales por la noche junto al fuego”.
En nuestro país hay una alarmante incapacidad para mantener charlas así. Hablamos tratando de imponer nuestras ideas o nuestros credos a los demás, no buscando el acuerdo con ellos. Tiene razón el joven historiador de la novela de José María Merino, nuestra historia es una sucesión ruidosa de desencuentros y turbios ajustes de cuentas: pura memoria del rencor.
La República pudo ser el comienzo de un país distinto, tolerante y amable, y de hecho pocas veces se habló tanto y tan bien de todo lo divino y humano, pero fracasó en el intento. ¿Lo ha conseguido la Transición? No lo tengo claro. La Transición ha sido un luminoso ejercicio de cordura, pero fue posible gracias a un pacto de silencio. No nos hizo hablar, y faltó algo esencial: la alegría. Nada que ver con esas charlas a la orilla del pozo de las que habla la novela de Thomas Mann.
El nuevo Estado de las autonomías tampoco ha hecho posible charlas así, pues en él nadie quiere escuchar a los demás. Su dominio es el feroz dominio de la identidad, no el del gozoso despertar en la casa del otro.
Y ¿qué decir de la religión? Sus historias hablan de la igualdad de los hombres, de la crítica a los poderosos y de la necesidad del perdón, pero sus propios sacerdotes son los primeros en silenciarlas: tienen historias que se niegan a contar.
Tampoco la cultura logra cumplir esa función. Guarda la memoria de nuestros sueños, pero pocos son los que la valoran y son constantes entre nosotros las críticas acerca de la mediocridad y la inanidad de esos sueños, de modo que aquí nadie escribe como debe, el cine es un desastre; los músicos, torpes, y los actores, perezosos e histéricos. Un mundo de titiriteros y aventureros, se dice despectivamente, como si unos y otros no hubieran alimentado con sus locuras nuestras mejores charlas junto al fuego.
Hablamos de nuestro país, incluso tenemos extrañas corazonadas acerca de Juegos Olímpicos y futuras visitas papales, pero es difícil saber de qué país estamos hablando, y si tiene algún fundamento seguir manteniendo la ilusión de su existencia. Sin embargo, estaría bien conservar esa ilusión, aunque sólo fuera para tener hermosas charlas entre nosotros.
Hablaríamos de Rocinante y el rucio de Sancho, de los amores desdichados de Fortunata, de las niñas magas de Ana María Matute, de la infanta y las damitas de compañía que amó Velázquez, de Rosalía y su sombra negra, de los maestros de la República, de las cajas de Oteiza, de Picasso y su Minotauro, del péndulo de Víctor Erice, de la música callada de Mompou, de la pobre Colometa, de la dulce queja de Lorca o de esa muchacha dormida que es el centro secreto de la obra de Almodóvar.
Bien mirado, ¡tenemos tantas cosas que contarnos! Entonces, ¿por qué no empezamos a hacerlo? “Haz una dulce melodía -dijo Isaías a Tiro, la ramera largo tiempo olvidada-. Haz dulce tu camino y recibirás una melodía”. Es la dulzura de esas charlas que se tienen mientras dura el camino de la vida la que debe dar cuenta del verdadero valor de los pueblos, no la opulencia de sus mercaderes.
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