The New York Times and Pope Benedict XVI: how it looks to an American in the Vatican/By Cardinal William J. Levada, Prefect of the Congregation for the Doctrine of the Faith, publicado originalmente en http://www.catholic-sf.org/news Traducción de Inma Alvarez
En nuestro crisol de pueblos, lenguas y orígenes, los estadounidenses no nos distinguimos como ejemplos de "alta" cultura. Pero podemos estar orgullosos por lo general en nuestra pasión por la justicia. En el Vaticano, donde actualmente trabajo, mis colegas - ya sea en las reuniones de cardenales o funcionarios de mi oficina - proceden de muy diversos países, continentes y culturas. En el momento de escribir esta respuesta de hoy (26 de marzo de 2010) he tenido que admitir ante ellos que no estoy orgulloso del periódico americano New York Times, como un modelo de justicia.
Digo esto porque el 30 de marzo el Times presenta por un lado un extenso artículo de Laurie Goodstein, una importante columnista, titulado Warned About Abuse, Vatican Failed to Defrock Priest (Advertido sobre los abusos, el Vaticano no suspendió a un sacerdote, n.d.t), y por otro un editorial adjunto titulado The Pope and the Pedophilia Scandal (El Papa y el escándalo de pedofilia, n.d.t.), en el que los editores consideran el artículo de Goodstein un informe preocupante (énfasis en el original) como base para sus propias acusaciones contra el Papa. Tanto el artículo como el editorial son deficientes en todos los estándares razonables de justicia, que los estadounidenses tienen todo el derecho -y la expectativa de encontrar– en la información de sus principales medios de comunicación.
En su párrafo inicial, Goodstein se basa en lo que ella describe como "archivos recién desenterrados" para señalar lo que el Vaticano (es decir, el entonces cardenal Ratzinger y su Congregación para la Doctrina de la Fe) no hizo – “expulsar del sacerdocio al padre Murphy”. Noticias impactantes, al parecer. Sólo después de ocho párrafos de prosa grandilocuente, Goodstein revela que el padre Murphy, que abusó criminalmente de casi 200 niños sordos, mientras trabajaba en una escuela en la archidiócesis de Milwaukee entre 1950 y 1974, "no sólo nunca fue procesado ni disciplinado por el sistema judicial eclesiástico, sino que también consiguió un 'pase' de la policía y los fiscales, que ignoraron los relatos de sus víctimas, según los documentos y entrevistas con éstas".
Pero en el párrafo 13, al comentar una declaración del padre Lombardi (el portavoz del Vaticano) de que la ley eclesiástica no prohíbe que cualquier persona denuncie los casos de abuso a las autoridades civiles, Goodstein escribe: "Él no explicó por qué nunca sucedió en este caso". ¿Acaso olvida, o que sus editores no leen , lo que ella misma escribió en el párrafo nueve sobre el hecho de que Murphy conseguió "un pase de la policía y los fiscales"? Según su proprio relato, parece claro que las autoridades penales habían sido informadas, muy probablemente por las víctimas y sus familias.
El relato de Goodstein salta adelanta y atrás, como si no hubiesen pasado más de 20 años entre los informes de los años 60 y 70 de la archidiócesis de Milwaukee y la policía local, y la petición de ayuda de monseñor Weakland al Vaticano en 1996. ¿Por qué? Porque el nudo del artículo no trata sobre los fracasos por parte de la Iglesia y las autoridades civiles para actuar en su momento. Yo, por ejemplo, mirando este informe, coincido en que el Padre. Murphy merecía ser expulsado del estado clerical por su atroz comportamiento criminal, lo que normalmente sería el resultado de un juicio canónico.
El nudo del artículo de Goodstein, en cambio, es atribuir el fracaso en llevar a cabo esta expulsión al Papa Benedicto XVI, en lugar de a las decisiones diocesanas del momento. Ella utiliza la técnica de repetir la ristra de cargos y acusaciones provenientes de diversas fuentes (y las de su propio periódico no son las menos importantes), y trata de utilizar estos "archivos recién descubiertos" como base para acusar al Papa de indulgencia e inacción en este caso y, presumiblemente, en otros.
Me parece, en cambio, que tenemos con el Papa Benedicto XVI una gran deuda de gratitud por la introducción de los procedimientos que han ayudado a la Iglesia a tomar medidas frente al escándalo por abuso sexual de menores por parte de sacerdotes . Estos esfuerzos se iniciaron cuando el Papa era cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y continuaron después de ser elegido Papa. Que el Times ha publicado una serie de artículos en los que se pasa por alto la importante contribución que ha hecho - especialmente en el desarrollo y aplicación de la Sacramentorum Sanctitatis Tutela, el Motu proprio expedido por el Papa Juan Pablo II en 2001 - me parece a mí suficiente para justificar la acusación de falta de la justicia que debería ser el sello distintivo de cualquier periódico de renombre.
Déjeme decirle lo que una lectura imparcial del caso Milwaukee parece indicar. Las razones por las que las autoridades eclesiásticas y civiles no actuaron en los años 60 y 70, aparentemente, no figuran en estos "archivos recién descubiertos." Tampoco el New York Times parece estar interesados en saber por qué. Pero lo que surge es lo siguiente: después de casi 20 años como arzobispo, Weakland escribió a la Congregación pidiendo ayuda para hacer frente a este terrible caso de abusos en serie. La Congregación aprobó su decisión de emprender un proceso canónico, ya que el caso se refiere a proposiciones durante la confesión - uno de los delicta graviora (delitos más graves) por los que la Congregación tenía la responsabilidad de investigar y tomar las medidas oportunas.
Sólo cuando se supo que Murphy se estaba muriendo, la Congregación sugirió a monseñor Weakland que se suspendiese el juicio canónico, ya que implicaría un largo proceso de toma de declaraciones a un buen número de víctimas sordas de décadas anteriores, así como del sacerdote acusado. No obstante, propuso medidas para garantizar que se impusiesen restricciones adecuadas sobre su ministerio. Goodstein infiere que esta acción implica "clemencia" hacia un sacerdote culpable de crímenes atroces. Mi interpretación sería que la Congregación se dio cuenta de que un proceso canónico complejo sería inútil si el sacerdote se estaba muriendo. De hecho, he recibido recientemente una carta no solicitada del vicario judicial que fue el presidente del tribunal en el juicio canónico, en la que me dice que nunca recibió ninguna comunicación sobre la suspensión del juicio, y que no habría estado de acuerdo a ella. Pero el Padre. Murphy había muerto en el ínterin. Como creyente, no tengo ninguna duda de que Murphy se enfrentará a Aquel que juzga a los vivos ya los muertos.
Goodstein también se refiere a lo que ella llama "otras acusaciones" sobre la reasignación de un sacerdote que había abusado de niños anteriormente a otra diócesis, por parte de la archidiócesis de Munich. Sin embargo, la Arquidiócesis ha explicado repetidas veces que el responsable, el Vicario General monseñor Gruber, admitió su error en la toma de esa decisión. Es anacrónico de Goodstein y el Times sostengan que el conocimiento sobre los abusos sexuales que tenemos en 2010 deberían de alguna manera haber sido intuidos por quienes detentaban la autoridad en 1980. No es difícil para mí pensar que el profesor Ratzinger, nombrado arzobispo de Munich en 1977, hiciera lo que la mayoría de los nuevos obispos suelen hacer: permitir quienes ya se encargaban de la administración de 400 o 500 personas sigan llevando a cabo la tarea que ya ejercían.
Cuando miro hacia atrás mi propia historia personal como sacerdote y obispo, puedo decir que en 1980 nunca había oído hablar de ninguna acusación de abuso sexual de este tipo por parte de un sacerdote. Fue sólo en 1985, cuando asistí como obispo auxiliar a una reunión de nuestra Conferencia Episcopal de EE UU donde se presentaron datos sobre este asunto se presentó, cuando supe de estos hechos. En 1986, cuando fui nombrado arzobispo de Portland, comencé a afrontar personalmente acusaciones por el delito de abuso sexual, y aunque mi "curva de aprendizaje" fue rápida, aún estaba limitada por los casos particulares que se me presentaban.
Aquí están algunas cosas que he aprendido desde entonces: muchos niños víctimas son reacias a denunciar incidentes de abuso sexual por el clero. Al presentarse de adultos, el motivo más frecuente que aducen no es pedir el castigo del sacerdote, sino advertir al obispo y a los responsables de personal para que se pueda evitar a otros niños el trauma que ellos han experimentado.
Al tratar con los sacerdotes, he aprendido que muchos sacerdotes, cuando se enfrentan a acusaciones del pasado, admiten de manera espontánea su culpabilidad. Por otra parte, me he dado cuenta de que la negación no es infrecuente. Hay casos en los que ni siquiera los programas de tratamiento residencial han logrado romper su negativa. Incluso terapeutas profesionales no llegan a un diagnóstico claro en algunos de estos casos; a menudo sus recomendaciones son demasiado vagas para ser útiles. Por otro lado, los terapeutas han sido de gran ayuda a las víctimas para que afornten los efectos a largo plazo de los abusos en la infancia. Tanto en Portland como en San Francisco, donde tuve que lidiar con problemas de abuso sexual, las diócesis siempre pone fondos disponibles (a menudo a través de la cobertura del seguro diocesano) para la terapia de las víctimas de abuso sexual.
Desde el punto de vista de los procedimientos eclesiásticos, la explosión de la cuestión de los abusos sexuales en Estados Unidos llevó a la adopción, en una reunión de la Conferencia Episcopal en Dallas en 2002, de una Carta para la Protección de Menores contra el Abuso Sexual. Esta Carta establece las directrices uniformes sobre cómo denunciar los abusos sexuales, las estructuras de rendición de cuentas (Juntas que incluyen a miembros del clero, religiosos y laicos, incluidos expertos), informes a un Consejo Directivo nacional, y programas de educación para las parroquias y escuelas en la sensibilización y la prevención de la violencia y el abuso sexual a los niños. En varios países han sido adoptados por autoridades de la Iglesia otros programas similares: uno de las primeros fue adoptado por la Conferencia Episcopal de Inglaterra y Gales, en respuesta al Informe Nolan realizado por una comisión de alto nivel de expertos independientes en 2001.
Fue sólo en 2001, con la publicación del Motu proprio del papa Juan Pablo II Sacramentorum Sanctitatis Tutela (SST), cuando la responsabilidad de guiar la respuesta de la Iglesia Católica sobre el problema del abuso sexual de menores por parte de clérigos fue asignada a la Congregación para la Doctrina de la fe. Este documento papal fue preparado para el Papa Juan Pablo II, bajo la dirección del cardenal Ratzinger como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Contrariamente a algunas informaciones de prensa, la SST no quitaba la responsabilidad al obispo local para actuar en casos de denuncias de abuso sexual de menores por parte de clérigos. Tampoco se trataba, como algunos han teorizado, de parte de una conspiración desde lo alto para interferir en la jurisdicción civil en estos casos. En su lugar, SST exige a los obispos que informen sobre las acusaciones creíbles de abusos a la Congregación para la Doctrina de la Fe, la puede prestar un servicio a los obispos para asegurar que los casos se manejan adecuadamente, de acuerdo con la ley eclesiástica vigente.
Éstos son algunos de los avances de esta nueva legislación de la Iglesia (SST). Ha permitido un proceso de simplificación administrativa para llegar a una sentencia, conservando así el proceso más formal de un juicio canónico para los casos más complejos. Esto ha sido una ventaja sobre todo en las diócesis misioneras y pequeñas, que no cuentan con un equipo fuerte de canonistas bien preparado. Se prevé erigir tribunales interdiocesanos para ayudar a las diócesis pequeñas. La Congregación tiene la facultad de establecer excepciones a la prescripción de un delito (estatuto de limitaciones) a fin de permitir que se haga justicia, incluso en "casos históricos". Por otra parte, la SSM ha modificado la ley canónica en casos de abuso sexual, ajustando la edad de un menor a 18 para que corresponda con la ley civil actual en muchos países. Proporciona un punto de referencia para los obispos y superiores religiosos para obtener asesoramiento sobre el manejo uniforme de los casos de los sacerdotes. Tal vez lo más importante de todo, ha designado los casos de abuso sexual de menores por clérigos como delicta graviora: delitos más graves, como los crímenes contra los sacramentos de la Eucaristía y la Penitencia, perennemente asignados a la Congregación para la Doctrina de la Fe. Esto en sí mismo ha puesto de manifiesto la seriedad con que hoy la Iglesia lleva a cabo su responsabilidad de ayudar a los obispos y superiores religiosos para evitar que estos crímenes se repitan en el futuro, y para castigarlos cuando se producen. Este es un legado del Papa Benedicto XVI que facilita enormemente la labor de la Congregación, que ahora tengo el privilegio de dirigir, en beneficio de toda la Iglesia.
Después de la Carta de Dallas de 2002, fui nombrado (entonces era arzobispo de San Francisco) para formar parte de un equipo de cuatro obispos que debía obtener la aprobación de la Santa Sede para las Normas Esenciales que los obispos de América habíamos desarrollado para permitirnos hacer frente a las acusaciones de abusos. Debido a que estas normas interfieren con el Derecho Canónico vigente, que requiere la aprobación antes de ser aplicadas como ley particular para nuestro país. Bajo la presidencia del cardenal Francis George, arzobispo de Chicago y actualmente Presidente de la Conferencia Estadounidense de Obispos Católicos, nuestro equipo trabajó con expertos del Vaticano canónica en varias reuniones. Encontramos en el cardenal Ratzinger, y en los expertos que él asignó a reunirse con nosotros, una cordial comprensión de los problemas que afrontábamos como obispos americanos. En gran medida gracias a su orientación, pudimos llevar nuestro trabajo a una conclusión exitosa.
El editorial del Times se pregunta "cómo los funcionarios vaticanos no sacaron lecciones del enorme escándalo en los Estados Unidos, donde más de 700 sacerdotes fueron expulsados en un periodo de tres años". Puedo asegurar al Times que el Vaticano, en realidad, no ignoraba ni ahora ni entonces estas lecciones. Pero el editorial del Times continúa mostrando la tendencia de siempre: "Pero luego leemos informe preocupante de Laurie Goodstein. . . Acerca de cómo el Papa, cuando todavía era cardenal, fue personalmente advertido sobre un cura ... Pero los líderes de la Iglesia eligieron proteger a la iglesia en vez de a los niños. En el informe se ilumina el tipo de conducta de la Iglesia estaba dispuesto a mantener para evitar el escándalo”. Disculpenme, editores. Incluso el artículo de Goodstein, basado en los "archivos recién desenterrados”, pone las palabras sobre la protección de la Iglesia del escándalo en los labios del arzobispo Weakland, no en los del Papa. Es precisamente este tipo de fusión anacrónica que creo que merece mi acusación de que el Times, precipitándose en emitir un veredicto de culpabilidad, carece de imparcialidad en sus informaciones sobre el Papa Benedicto.
Como miembro a tiempo completo de la Curia romana, la estructura de gobierno que lleva a cabo las tareas de la Santa Sede, no tengo tiempo para lidiar con los artículos casi diarios de Rachel Donadio y otros, y mucho menos con las ridículas repeticiones de loro de Maureen Dowd sobre el "inquietante informe de Goodstein". Pero cuando se trata de un hombre con y para quien tengo el privilegio de trabajar, como su “sucesor” como prefecto, un Papa cuya encíclicas sobre el amor y la esperanza y la virtud económicas tanto nos sorprendieron y nos hicieron pensar, cuya semanales catequesis y homilías Semana Santa nos inspiran, y sí, cuya dinámica de trabajo para ayudar a la Iglesia hacer frente con eficacia con el abuso sexual de menores sigue ayudándonos hoy en día, pido al Times que reconsidere su forma de atacar al Papa Benedicto XVI y que de al mundo una visión más equilibrada de un líder con el que se puede y se debe contar.
El texto fue publicado en la edición on-line del Catholic San Francisco
Cardinal Levada to NY Times: Reconsider 'attack mode' against Pope Benedict
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March 30th, 2010
The New York Times and Pope Benedict XVI:
how it looks to an American in the Vatican
By Cardinal William J. Levada, Prefect of the Congregation for the Doctrine of the Faith
In our melting pot of peoples, languages and backgrounds, Americans are not noted as examples of “high” culture. But we can take pride as a rule in our passion for fairness. In the Vatican where I currently work, my colleagues – whether fellow cardinals at meetings or officials in my office – come from many different countries, continents and cultures. As I write this response today (March 26, 2010) I have had to admit to them that I am not proud of America’s newspaper of record, the New York Times, as a paragon of fairness.
I say this because today’s Times presents both a lengthy article by Laurie Goodstein, a senior columnist, headlined “Warned About Abuse, Vatican Failed to Defrock Priest,” and an accompanying editorial entitled “The Pope and the Pedophilia Scandal,” in which the editors call the Goodstein article a disturbing report (emphasis in original) as a basis for their own charges against the Pope. Both the article and the editorial are deficient by any reasonable standards of fairness that Americans have every right and expectation to find in their major media reporting.
In her lead paragraph, Goodstein relies on what she describes as “newly unearthed files” to point out what the Vatican (i.e. then Cardinal Ratzinger and his Congregation for the Doctrine of the Faith) did not do – “defrock Fr. Murphy.” Breaking news, apparently. Only after eight paragraphs of purple prose does Goodstein reveal that Fr. Murphy, who criminally abused as many as 200 deaf children while working at a school in the Milwaukee Archdiocese from 1950 to 1974, “not only was never tried or disciplined by the church’s own justice system, but also got a pass from the police and prosecutors who ignored reports from his victims, according to the documents and interviews with victims.”
But in paragraph 13, commenting on a statement of Fr. Lombardi (the Vatican spokesman) that Church law does not prohibit anyone from reporting cases of abuse to civil authorities, Goodstein writes, “He did not address why that had never happened in this case.” Did she forget, or did her editors not read, what she wrote in paragraph nine about Murphy getting “a pass from the police and prosecutors”? By her own account it seems clear that criminal authorities had been notified, most probably by the victims and their families.
Goodstein’s account bounces back and forth as if there were not some 20 plus years intervening between reports in the 1960 and 70’s to the Archdiocese of Milwaukee and local police, and Archbishop Weakland’s appeal for help to the Vatican in 1996. Why? Because the point of the article is not about failures on the part of church and civil authorities to act properly at the time. I, for one, looking back at this report agree that Fr. Murphy deserved to be dismissed from the clerical state for his egregious criminal behavior, which would normally have resulted from a canonical trial.
The point of Goodstein’s article, however, is to attribute the failure to accomplish this dismissal to Pope Benedict, instead of to diocesan decisions at the time. She uses the technique of repeating the many escalating charges and accusations from various sources (not least from her own newspaper), and tries to use these “newly unearthed files” as the basis for accusing the pope of leniency and inaction in this case and presumably in others.
It seems to me, on the other hand, that we owe Pope Benedict a great debt of gratitude for introducing the procedures that have helped the Church to take action in the face of the scandal of priestly sexual abuse of minors. These efforts began when the Pope served as Cardinal Prefect of the Congregation for the Doctrine of the Faith and continued after he was elected Pope. That the Times has published a series of articles in which the important contribution he has made – especially in the development and implementation of Sacramentorum Sanctitatis Tutela, the Motu proprio issued by Pope John Paul II in 2001 – is ignored, seems to me to warrant the charge of lack of fairness which should be the hallmark of any reputable newspaper.
Let me tell you what I think a fair reading of the Milwaukee case would seem to indicate. The reasons why church and civil authorities took no action in the 1960’s and 70’s is apparently not contained in these “newly emerged files.” Nor does the Times seem interested in finding out why. But what does emerge is this: after almost 20 years as Archbishop, Weakland wrote to the Congregation asking for help in dealing with this terrible case of serial abuse. The Congregation approved his decision to undertake a canonical trial, since the case involved solicitation in confession – one of the graviora delicta (most grave crimes) for which the Congregation had responsibility to investigate and take appropriate action.
Only when it learned that Murphy was dying did the Congregation suggest to Weakland that the canonical trial be suspended, since it would involve a lengthy process of taking testimony from a number of deaf victims from prior decades, as well as from the accused priest. Instead it proposed measures to ensure that appropriate restrictions on his ministry be taken. Goodstein infers that this action implies “leniency” toward a priest guilty of heinous crimes. My interpretation would be that the Congregation realized that the complex canonical process would be useless if the priest were dying. Indeed, I have recently received an unsolicited letter from the judicial vicar who was presiding judge in the canonical trial telling me that he never received any communication about suspending the trial, and would not have agreed to it. But Fr. Murphy had died in the meantime. As a believer, I have no doubt that Murphy will face the One who judges both the living and the dead.
Goodstein also refers to what she calls “other accusations” about the reassignment of a priest who had previously abused a child/children in another diocese by the Archdiocese of Munich. But the Archdiocese has repeatedly explained that the responsible Vicar General, Mons. Gruber, admitted his mistake in making that assignment. It is anachronistic for Goodstein and the Times to imply that the knowledge about sexual abuse that we have in 2010 should have somehow been intuited by those in authority in 1980. It is not difficult for me to think that Professor Ratzinger, appointed as Archbishop of Munich in 1977, would have done as most new bishops do: allow those already in place in an administration of 400 or 500 people to do the jobs assigned to them.
As I look back on my own personal history as a priest and bishop, I can say that in 1980 I had never heard of any accusation of such sexual abuse by a priest. It was only in 1985, as an Auxiliary Bishop attending a meeting of our U.S. Bishops’ Conference where data on this matter was presented, that I became aware of some of the issues. In 1986, when I was appointed Archbishop in Portland, I began to deal personally with accusations of the crime of sexual abuse, and although my “learning curve” was rapid, it was also limited by the particular cases called to my attention.
Here are a few things I have learned since that time: many child victims are reluctant to report incidents of sexual abuse by clergy. When they come forward as adults, the most frequent reason they give is not to ask for punishment of the priest, but to make the bishop and personnel director aware so that other children can be spared the trauma that they have experienced.
In dealing with priests, I learned that many priests, when confronted with accusations from the past, spontaneously admitted their guilt. On the other hand, I also learned that denial is not uncommon. I have found that even programs of residential therapy have not succeeded in breaking through such denial in some cases. Even professional therapists did not arrive at a clear diagnosis in some of these cases; often their recommendations were too vague to be helpful. On the other hand, therapists have been very helpful to victims in dealing with the long-range effects of their childhood abuse. In both Portland and San Francisco where I dealt with issues of sexual abuse, the dioceses always made funds available (often through diocesan insurance coverage) for therapy to victims of sexual abuse.
From the point of view of ecclesiastical procedures, the explosion of the sexual abuse question in the United States led to the adoption, at a meeting of the Bishops’ Conference in Dallas in 2002, of a “Charter for the Protection of Minors from Sexual Abuse.” This Charter provides for uniform guidelines on reporting sexual abuse, on structures of accountability (Boards involving clergy, religious and laity, including experts), reports to a national Board, and education programs for parishes and schools in raising awareness and prevention of sexual abuse of children. In a number of other countries similar programs have been adopted by Church authorities: one of the first was adopted by the Bishops’ Conference of England and Wales in response to the Nolan Report made by a high-level commission of independent experts in 2001.
It was only in 2001, with the publication of Pope John Paul II’s Motu proprio Sacramentorum Sanctitatis Tutela (SST), that responsibility for guiding the Catholic Church’s response to the problem of sexual abuse of minors by clerics was assigned to the Congregation for the Doctrine of the Faith. This papal document was prepared for Pope John Paul II under the guidance of Cardinal Ratzinger as Prefect of the Congregation for the Doctrine of the Faith.
Contrary to some media reports, SST did not remove the local bishop’s responsibility for acting in cases of reported sexual abuse of minors by clerics. Nor was it, as some have theorized, part of a plot from on high to interfere with civil jurisdiction in such cases. Instead, SST directs bishops to report credible allegations of abuse to the Congregation for the Doctrine of the Faith, which is able to provide a service to the bishops to ensure that cases are handled properly, in accord with applicable ecclesiastical law.
Here are some of the advances made by this new Church legislation (SST). It has allowed for a streamlined administrative process in arriving at a judgment, thus reserving the more formal process of a canonical trial to more complex cases. This has been of particular advantage in missionary and small dioceses that do not have a strong complement of well-trained canon lawyers. It provides for erecting inter-diocesan tribunals to assist small dioceses. The Congregation has faculties allowing it derogate from the prescription of a crime (statute of limitations) in order to permit justice to be done even for “historical” cases. Moreover, SST has amended canon law in cases of sexual abuse to adjust the age of a minor to 18 to correspond with the civil law in many countries today. It provides a point of reference for bishops and religious superiors to obtain uniform advice about handling priests’ cases. Perhaps most of all, it has designated cases of sexual abuse of minors by clerics as graviora delicta: most grave crimes, like the crimes against the sacraments of Eucharist and Penance perennially assigned to the Congregation for the Doctrine of the Faith. This in itself has shown the seriousness with which today’s Church undertakes its responsibility to assist bishops and religious superiors to prevent these crimes from happening in the future, and to punish them when they happen. Here is a legacy of Pope Benedict that greatly facilitates the work of the Congregation which I now have the privilege to lead, to the benefit of the entire Church.
Francisco) to a team of four bishops to seek approval of the Holy See for the “Essential Norms” that the American Bishops developed to allow us to deal with abuse questions. Because these norms intersected with existing canon law, they required approval before being implemented as particular law for our country. Under the chairmanship of Cardinal Francis George, Archbishop of Chicago and currently President of the United States Conference of Catholic Bishops, our team worked with Vatican canonical experts at several meetings. We found in Cardinal Ratzinger, and in the experts he assigned to meet with us, a sympathetic understanding of the problems we faced as American bishops. Largely through his guidance we were able to bring our work to a successful conclusion.
The Times editorial wonders “how Vatican officials did not draw the lessons of the grueling scandal in the United States, where more than 700 priests were dismissed over a three-year period.” I can assure the Times that the Vatican in reality did not then and does not now ignore those lessons. But the Times editorial goes on to show the usual bias: “But then we read Laurie Goodstein’s disturbing report . . .about how the pope, while he was still a cardinal, was personally warned about a priest … But church leaders chose to protect the church instead of children. The report illuminated the kind of behavior the church was willing to excuse to avoid scandal.” Excuse me, editors. Even the Goodstein article, based on “newly unearthed files,” places the words about protecting the Church from scandal on the lips of Archbishop Weakland, not the pope. It is just this kind of anachronistic conflation that I think warrants my accusation that the Times, in rushing to a guilty verdict, lacks fairness in its coverage of Pope Benedict.
As a full-time member of the Roman Curia, the governing structure that carries out the Holy See’s tasks, I do not have time to deal with the Times’s subsequent almost daily articles by Rachel Donadio and others, much less with Maureen Dowd’s silly parroting of Goodstein’s “disturbing report.” But about a man with and for whom I have the privilege of working, as his “successor” Prefect, a pope whose encyclicals on love and hope and economic virtue have both surprised us and made us think, whose weekly catecheses and Holy Week homilies inspire us, and yes, whose pro-active work to help the Church deal effectively with the sexual abuse of minors continues to enable us today, I ask the Times to reconsider its attack mode about Pope Benedict XVI and give the world a more balanced view of a leader it can and should count on.