El pequeño tirano es un niño que maltrata a sus padres y destroza la armonía familiar. Se trata de una persona conflictiva, agresiva, difícil, violenta, salvaje, que se convierte en un dictador y que distorsiona todo el ambiente en donde vive.
Con la proliferación en los últimos años de familias desestructuradas, cada vez se observan más conductas de este tipo. La falta de unos criterios educativos claros, la permisividad, el abandono de unos esquemas positivos de pedagogía y de unos ejemplos familiares coherentes y atractivos traen esos resultados.
¿Por dónde debemos empezar la educación? Educar es seducir con modelos positivos, sanos, atractivos, sugerentes, que tiran, que empujan en esa dirección. Voy a exponer dos casos clínicos recientes que he visto en mi consulta y que pueden ser ilustrativos. El primero se refiere a un niño de ocho años, el mayor de una familia de tres que según dicen los padres en la primera entrevista que tienen conmigo tiene las siguientes conductas: es un niño inquieto, nervioso, hiperactivo, distraído, con una tendencia a hacer siempre su voluntad, muy caprichoso, que permanentemente altera la vida de la familia y que no obedece, come cuando quiere y sólo toma lo que le apetece (yogures y flanes), no hace los deberes, deja las cosas tiradas… Se mete con sus hermanos de una forma agresiva, incisiva. Y la ultima fechoría ha sido dejar encerrado durante una hora a su hermano de tres años, en una pequeña habitación que tienen en casa, porque «le apetecía hacerlo, por divertirse y ver cómo lloraba»…
El niño vino más tarde a la consulta para empezar un tratamiento. Después se negó a venir a otras entrevistas clínicas, montando un numerito y una rabieta enorme en el momento de venir a revisión. No obstante, hemos conseguido que vuelva y contra viento y marea realmente ha tenido una cierta mejoría.
El segundo caso tiene un perfil relativamente distinto. Se trata de un niño de 12 años hijo de padres separados, el mayor de tres hermanos, que desde los 7 años tiene un comportamiento de difícil manejo para la familia.
Éste es el relato que nos ofrece su madre: «Desde los siete u ocho años, la convivencia con mi hijo me resulta imposible, se ha convertido en el centro de atención de la casa y todos dependemos de él. Yo creía que lo más importante era que a mis hijos no les faltara nada, regalos, juguetes y por supuesto estar siempre pendiente de darle lo mejor… Ha llegado un momento en que cuando me pide algo se lo tengo que comprar enseguida porque si no grita, chilla, rompe objetos de la casa o pega a sus hermanos. Hay días en que no quiere ir al colegio porque no le apetece y sólo quiere jugar con un videojuego… Insulta a su abuela, mi madre, y con frecuencia hace cosas muy duras para nosotros: abre los grifos para que se inunde la casa, pega a sus hermanos, rompe los cuadernos del colegio -suyos y de sus hermanos-, tira cosas por la ventana… Su habitación, que la tiene para él solo, es una auténtica leonera: no se puede entrar, deja las cosas tiradas… Yo hasta ahora se lo ordenaba y se lo ponía en su sitio. En el último año el fracaso escolar es total, en clase no presta atención y se ha unido a los dos o tres compañeros que sacan peores notas y tienen peor conducta. Parece como si disfrutara haciendo daño o tuviera una forma de divertirse en donde necesita hacer cosas que perjudican a los demás. Le repito una y otra vez que se porte bien, que trate mejor a sus hermanos… Pero todo es imposible. Su padre se lo consiente todo y cada vez que viene a verle le trae un regalo nuevo y dice que con él se porta bien. Pero el padre sólo está a su lado como de visita. Se limita a llevarle al cine, o a comer, y le quita importancia a cualquier cosa negativa. Últimamente en la urbanización donde vivimos ha pinchado las ruedas de las bicicletas que están aparcadas a la entrada. Miente mucho; deforma los hechos y tiende a echar la culpa siempre a sus hermanos o a alguien que esté cerca. Estoy desesperada y no sé qué hacer. Tengo mucha ansiedad y esto me desborda».
Estamos ante dos ejemplos claros en donde hay que tomar partido e intentar enfocar el problema para diseñar una estrategia psicológica. Son varios los apartados a seguir. En primer lugar, las pautas de conducta que deben observar los padres a la hora de tratar a su hijo.
Ante todo, en las primeras entrevistas con los padres es importante hacer un rastreo psicológico del pequeño emperador. Primero, las principales áreas de conflicto de ese niño, clasificadas de más a menos importante. Segundo, ¿qué quitarían y qué añadirían, con máxima concreción, a la conducta de su hijo para que fuera mejor? Tercero, ¿qué errores educativos creen los padres que han tenido con este hijo, según su propia opinión? Cuarto, lista de posibles premios y castigos, para emplearlos con respecto a ese hijo, según mejore o empeore su forma de actuación.
Insisto en que la terapia empieza por los padres y voy a señalar algunas sugerencias generales en este sentido. Es necesario evitar que haya disparidad de criterios en la educación de ese hijo. Buscar unos patrones similares es empezar el edificio por sus cimientos. No menos importantes es impedir, radicalmente, que uno sea muy duro -generalmente la madre, porque es la que suele estar más tiempo con el hijo- y otro muy blando (permisivo y con tendencia permanente a conceder caprichos).
Es también conveniente no repetir machaconamente los mismos mensajes al hijo: «Pórtate bien, obedece, haz lo que se te dice…». Existe en psicología lo que se llama la ley estímulo-respuesta, que dice así: la repetición excesiva y cansina del mismo mensaje, por agotamiento, produce el efecto contrario del que se pretende.
Otro factor importante es saber administrar inteligentemente las compras, regalos, caprichos… Debe tirarse a la baja, porque de un niño muy regalado y consentido no se pueden esperar muchos esfuerzos. A los padres debe explicárseles la importancia del binomio premio y castigo: premios pequeños y concretos y castigos firmes y sin violencia. Esto es lo que hace la vida con nosotros: nos premia y nos castiga según nuestra trayectoria personal.
En esta línea, los padres también han de aprender a motivar a sus hijos en el ámbito de la voluntad, pieza esencial en el proceso educativo, y hacerlo mediante una especie de tabla de ejercicios: la costumbre de vencer en lo pequeño.
Muchos padres tienen el síndrome de burnout, de estar quemados: su estado de agotamiento es enorme y han arrojado la toalla por la dureza del guión. En esos casos, ante la grave distorsión de la vida familiar, puede ser bueno un cambio de ambiente y que el niño vaya a vivir con una familia de confianza que le inculque disciplina. Si esto no es posible, se le puede enviar a un internado estricto.
Debemos exponerles a los padres que si su hijo no recibe ningún tipo de terapia, por los motivos que fuera, sería como si estuviera en la selva, asilvestrado. Muchos de estos niños desarrollan ya en la adolescencia y primera juventud lo que hoy llamamos un trastorno de la personalidad, que suele tener dos notas: límite (o borderline: impulsividad, agresividad, inestabilidad emocional, conductas de riesgo para su vida, etcétera) e histriónico (necesidad de llamar la atención, comportamientos dramáticos…).
En un alto porcentaje de casos, es necesaria la administración de medicación, que controla y frena la impulsividad y la agresividad. Es importante y si los padres se resisten, hay que convencerlos con argumentos.
Hasta aquí las pautas que deben observar los padres. El resto de miembros de la familia -hermanos, abuelos u otras personas cercanas- también han de saber cómo frenar la tendencia que tienen esos niños a la manipulación, a llevar siempre la razón y a darle la vuelta a los argumentaos a su favor de forma sibilina e insidiosa. Avancemos ahora hacia la tercera etapa del tratamiento, la terapia con el niño delante: que el niño venga a la consulta y que el psiquiatra y el psicólogo sean capaces de tener un contacto relativamente bueno con él, cosa que en general suele ser bastante difícil. ¿Por qué? El niño no quiere venir; no tiene conciencia de lo que le pasa y si la tiene le quita importancia; no suele aceptar que se le hagan preguntas o exploraciones psicológicas o tests; no colabora en el diálogo ni en la entrevista.
Es clave intentar hacerse con él, con una mezcla de afecto, simpatía y disciplina; darle unas pautas en primera persona y que él vaya tomando nota en una agenda, para que pueda leerla con alguna frecuencia; explicarle en qué cosas está mal su comportamiento y por qué debe corregirlo; enseñarle a obedecer a la segunda -dando por sentado que obedecer a la primera resulta casi imposible-. Es esencial hacerle ver que tiene que respetar las normas del hogar, y cortar esa rebeldía que le hace tanto daño a su familia y a él mismo. Eso se refiere a las horas de comidas, del baño, de dormir, al orden en su habitación, a dejar las cosas en su sitio…
El niño debe cobrar conciencia de que no puede manipular su ambiente. Esto significa renunciar a la costumbre de conseguir todo lo que quiere y ponerse agresivo y violento si no se lo dan, utilizando palabras duras y descalificando a sus padres. El niño tiene que aprender a soportar pequeñas frustraciones que le ayudarán a ser mejor. Debe aprender igualmente a aceptar que sus padres le digan que no, a controlar su lenguaje (a menudo plagado de insultos, groserías, tacos y descalificativos hacia unos y otros).
La generosidad es otra lección valiosa para el niño, que debe aprender a compartir las cosas con sus hermanos. Aprovechar el tiempo si hay fracaso escolar, haciendo los deberes, no es una costumbre menos importante de incorporar.
Debe procurarse que el niño comprenda que tiene un fondo dañino, negativo, y que sus padres están sufriendo mucho por ello.
Conviene tener una valoración semanal de este programa de conducta, hablando con el niño acerca de las cosas en que ha mejorado, en cuáles sigue igual y en cuáles ha ido a peor.
El cuarto apartado del tratamiento es el que atañe a los tutores y profesores más destacados del colegio. Es importante ver la información que nos dan en la escuela, lugar donde el niño pasa tantas horas al día. ¿Cómo es su comportamiento en clase? ¿Cómo es su relación con sus compañeros? ¿Cómo acepta la pedagogía colectiva?
Hacerle ver a los padres la diferencia entre metas y objetivos se trata de una tarea apasionante y compleja. La meta es que el niño vaya curándose de esta patología que tiene. Esto es muy general y demasiado amplio. Por el contrario, los objetivos son mensurables y concretos, y van en la línea de lo apuntado en el programa de comportamiento.
La personalidad de un niño y de un adolescente es un trípode con tres vertientes: un tercio es la herencia (el código genético), otro tercio es el ambiente (las influencias del entorno), y el último es historia personal, que al ser niño todavía tiene muy poco calado.
Curar a un niño tirano es una tarea de artesanía psicológica. Es necesaria la experiencia clínica y la paciencia que dan los años.