ENTREVISTA: Joyce Carol Oates
'Si te alejas completamente de tu hogar, pierdes tu alma'
JESÚS RUIZ MANTILLA
El País Semanal, 05/09/2010;
No olvida sus raíces, ni a su adorado padre, ni a la niña que fue. Ni a mitos triunfadores/perdedores como Marilyn Monroe. La escritora, candidata año tras año al Nobel, nos recibe en su casa.
Para Joyce Carol Oates, la literatura es un oficio tozudo que tiene mucho que ver con el de pianista o jardinero. Con el primero porque, como un intérprete musical solitario, la ficción se basa en la realidad, igual que quien toca el piano debe hacerlo sobre una partitura original ya dada. Y con la jardinería porque la mayor parte del tiempo te lo pasas arrancando o sembrando raíces para que luego el resultado luzca.
Eso dice ella. Y lo sabe bien, porque así, con la paciencia de un músico o un amante de la naturaleza bajo control, la escritora nacida en el Estado de Nueva York en 1938 ha ido forjando una carrera de fondo. No lleva la cuenta de su obra. Difícil, porque abarca más de 100 títulos entre novelas –más de 50 si sumamos las firmadas con sus seudónimos Rosamond Smith y Lauren Kelly–, libros de relatos, cuentos para niños, poesía y ensayo. En ellos ha indagado con todas las consecuencias en el alma americana: en la tragedia, la gloria, el drama, la sordidez y las leyendas, como hizo en Blonde, su libro sobre Marilyn Monroe, o Del boxeo, su ensayo sobre ese mundo poblado de sonados y perdedores.
O como ahora aborda en la última novela que aparece de ella en España, Ave del paraíso (editada por Alfaguara esta misma semana), digna hija de la estirpe de sus grandes novelas, como Agua negra, La chica tatuada, Because it is bitter, and because it is my heart, La hija del sepulturero o Qué fue de los Mulvaney.
Vive un gran momento. Una segunda o tercera juventud. Se ha vuelto a casar –tras 48 años de su primer matrimonio– con un científico neurólogo que enseña como ella en Princeton (Nueva Jersey). Todavía hace crítica y sigue atenta al panorama literario estadounidense. Es desde hace años firme candidata al Premio Nobel, “aunque no pienso mucho en ello”, y se acaba de mudar a una casa tranquila junto a un estanque a 10 minutos en coche de la universidad. Junto al porche, el viento mece unas campanillas que entorpecen los silencios requeridos por su retiro creador. En ellos, mientras toca una sonata de piano –“mi música favorita”–, cuida su jardín o cocina un plato, la escritora va adobando sus ficciones. “Necesitas la calma para pensar con tranquilidad lo que vas a escribir. No podríamos hacerlo sin ese sosiego”.
Dice usted que la ficción se construye con materiales de la realidad. ¿De dónde sacó los que utiliza en ‘Ave del paraíso’?
-La partitura emocional se basa en mi propia experiencia a raíz de la pérdida de mi padre, aunque muy pasada por la ficción porque él no era un criminal, ni asesinó a nadie. Fue la idea de esa relación padre-hija, misteriosa, la que se imponía. El escenario también se parece al de mi infancia. Una pequeña ciudad pegada al río donde regresa la protagonista. Ve lo mismo que yo veo cuando vuelvo a los lugares donde crecí: las tiendas cambiadas, las calles. También ha golpeado duro la recesión económica en el Estado de Nueva York, y eso me interesaba reflejarlo.
-Esta obra tiene que ver con la obsesión por recuperar cierta memoria. En un escrito suyo publicado en ‘The best American essays of the century’ comenta de manera muy inquietante el hallazgo de una casa vacía donde antes había vida. La diferencia entre casa y hogar. Como ‘Alicia al otro lado del espejo’, otro de sus temas recurrentes.
-Cierto. Eso viene de un fenómeno que igualmente habrán experimentado en España: la migración del campo a la gran ciudad. En el pasado, solo un 2% de la gente abandonaba su lugar de origen. Ahora es algo masivo. Me interesa reflejar el drama de la gente que huye y regresa a sus antiguos hogares. Cuando lo abandonas, al principio, sientes una excitación muy motivadora, pero si te alejas completamente de él, pierdes tu alma. Hay que llevarlo de alguna forma contigo. No es aconsejable deshacerse de las raíces, de la identidad.
-¿Cree que ese es hoy uno de los grandes temas de la literatura a nivel global?
-Absolutamente. La convivencia o, mejor dicho, los problemas de convivencia en las grandes ciudades provienen de esa sensación de extrañeza entre unos y otros. Esa sensación de que es imposible construir una comunidad sin raíces. De eso escribo a menudo. Aunque en Ave del paraíso, cuando la mujer regresa a su ciudad se da cuenta de que no puede vivir allí.
Sus dos grandes pasiones quedan para siempre en ese lugar. Su padre y Aaron. Porque la relación filial es de auténtico amor. No tiene por qué ser incestuosa, aunque lo parezca. Es pura y desprejuiciada. Sí, y de piedad por quien ha sido tratado injustamente. Siento predilección por la gente que no ha tenido suerte o ha padecido un trato inmerecido. Personas juzgadas por crímenes que no han cometido sin derecho a defensa y marcados por esa nube de sospecha que les arruina la vida. Para una hija, la aprobación y el amor paterno es fundamental siempre. Incluso al casarse, la bendición paterna es importantísima. Aunque muchas finjan que no, lo es. Nunca puedes librarte de esa sombra. Mi padre era estupendo.
La protagonista es un símbolo de la huida. Como Alicia, insisto, en ese otro tema suyo tan recurrente. Porque la inmigración, para mucha gente, es una especie de metáfora del país de las maravillas. Pasar al otro lado del espejo como en un sueño y encontrar a menudo pesadillas. Son mundos diferentes. Adaptarse a lugares extraños es complicado. La unidad familiar se rompe, para todo el mundo eso es importante.
-¿Su hogar era un lugar feliz?
-Sí, aunque a mis padres les preocupaba que el dinero no llegara.
Entonces, esa atracción hacia la tragedia, ¿de dónde le viene?
-Bueno, siempre reflejo un núcleo donde prima la emoción y el amor, pero muy precario, con amenazas acechantes alrededor. Nosotros vivíamos en una granja pequeña, nada próspera. Mi padre trabajaba en una fábrica de la que nunca sabía con certeza si iba a ser despedido o no. Mi madre se ocupaba de la casa. Ambos eran maravillosos, pero muy vulnerables. Hoy ha cambiado casi todo. Mis estudiantes en Princeton vienen de familias acomodadas. Yo vivo muy bien. Pero todo vuelve. Con esta catástrofe financiera y económica, hay millones que han perdido sus casas, regresan los tiempos de la depresión y mi temperamento tiende a reflejar mejor esas épocas que las de riqueza.
-¿Encuentra hoy demasiadas cosas comparables a la Gran Depresión?
-Sí, sí. Me interesa la gente que ha trabajado duro y no ha podido triunfar.
-Respecto a usted, ¿cómo ve la mujer mayor a la niña que fue en los tiempos difíciles?
-Todavía me identifico con ella. Que envejezcamos no significa que cambiemos mucho por dentro. Pienso a menudo en mis padres, en mis abuelos. Me acabo de casar, en marzo de 2009, después de haber venido de un matrimonio que duró 48 años. La vida es una readaptación constante. Yo me encuentro en un periodo nuevo. Mi marido tiene un carácter muy fuerte, es neurólogo. Está acostumbrado a dar órdenes en su laboratorio. No lo sabe, es algo inconsciente en él, pero no hace otra cosa que mandar. De manera muy sensata, pero mandar. Yo me voy amoldando.
-¿Y obedece?
-No es eso, no es eso. En todas las relaciones hay alguien que es más dominante. Que paga con la tarjeta de crédito y conduce. Alguien tiene que ocuparse de liquidar las facturas, él lo hace, es algo que a mí me aburre.
-Volviendo a la infancia, ¿se consideraba una niña rara, solitaria?
-No, me gustaba estar sola. Pero no era una niña solitaria. En casa éramos muchos. Mis abuelos vivían con nosotros. Cuando estás rodeada de gente, a veces te apetece escaquearte y andar sola. Yo colaboraba mucho en casa, ayudaba a mi madre a cocinar, pero necesitaba mis rincones solitarios para pasear por el bosque o leer.
-¿Qué leía?
-Alicia en el país de las maravillas fue mi primer gran libro. Y cómics.
-¿Entonces ya imaginaba historias?
-Creo que me sentaba y dibujaba cosas. Pollos y gatos que contaban historias.
¿Quería ya dedicarse a los libros? ¿Qué soñaba ser?
-Quería ser maestra, porque adoraba a mis maestros.
-Pues lo consiguió.
-Todavía enseño. Y la clase de enseñanza que imparto me da mucho placer, porque mis alumnos han escogido lo que quieren hacer, no es algo impuesto. Son jóvenes, idealistas, enérgicos y con un gran sentido del humor.
-Esta novela hace su libro número…
-No sé.
¿No lleva la cuenta de lo que publica? Han salido más de 100 libros suyos.
-La cantidad no importa.
-De todas formas, resulta usted muy prolífica.
-No lo siento así. Tardo bastante en acabar un libro. Ahora estoy metida en una novela y voy lenta. Entre ayer y hoy… solo he escrito cuatro folios. Me gustaría ser más rápida.
-¿De qué va?
-Es todo un reto porque en realidad trata de una mujer exitosa, rectora de Universidad, inteligente, brillante, pero que ha tenido que renunciar a otras cosas en la vida para conseguir eso. Por ejemplo, a tener hijos.
-Los pequeños fracasos a los que obliga el éxito…
-Exacto. Pero en este mundo hay gente muy rara. El otro día estuve cenando en casa de unas personas y la anfitriona no hacía más que quejarse de sus hijos, que si no dan más que disgustos, que si solo se ocupaban de Internet. ¡Dios mío! Su marido estaba avergonzadísimo. Yo no he tenido hijos, pero aquella mujer parecía una feminista de los años setenta. Hay mucha gente, por el contrario, que piensa que un hijo les podía haber arreglado la vida, y otras mujeres, trayendo uno al mundo, son unas madres terribles. En mi novela, a esa mujer se le abrirán las posibilidades de tenerlo y va a acabar en final feliz, no al estilo Hollywood, pero feliz, positivo.
-Sigue haciendo crítica. ¿Lo toma como placer o como un suplicio?
-Debería proporcionarme más placer, pero a veces es simplemente trabajo.
-Escritora, profesora, intérprete de piano, aficionada a la jardinería, recién casada… ¿Cuándo duerme?
-Tengo bastantes problemas para conciliar el sueño. Me meto en la cama con la sensación de no haber hecho los deberes y me cuesta dormir.
-Cada historia tiene su ritmo, su extensión propia, orgánica. Cuando escribe, ¿cómo la mide?
-Siempre le doy poca importancia a eso. No suelo medir ni organizar previamente nada. Creí que Ave del paraíso iba a ser más corta. Pero empecé a escribir, me enamoré de los personajes y creció. Escribí unas 100 páginas más de las que había planeado.
-Sus libros últimamente rondan o sobrepasan las 500 páginas. ¿Por qué cree que sus historias tienen ese recorrido y no más corto?
-Planteo historias sencillas, pero van complicándose. En esta, algunos personajes hacían cosas muy artesanales, reparaciones con sus propias manos, como mi padre, y eso me obligaba a ser muy detallista. El orgullo que da trabajar manualmente, ese perfeccionismo, hacerlo bien, me resultaba importante.
-En ‘La hija del sepulturero’ cuenta la historia de su abuela. Impactante. ¿Cómo fue descubriéndola?
-Siempre fue un secreto. No me enteré hasta años después de su muerte. Alguien escribía una biografía sobre mí y se enteró de que la familia materna de mi padre eran judíos alemanes. Mi padre tampoco lo sabía, no le interesaba el judaísmo, era católico. Fue un impacto.
Es la historia de una mujer que se reinventa después de un trauma violento. Efectivamente. Mi abuela era así, como Rebeca en la novela, era fuerte y no miraba atrás. En el caso de algunos judíos emigrantes en Estados Unidos, después de sus pasados de persecución, al llegar aquí, eligieron no volver a serlo, abandonar sus creencias, su forma de vida. Muchos judíos me lo dijeron después de leer la novela. Su vida en Europa estaba viciada por los acontecimientos y muchos decidieron empezar de cero, ni hablar de ello. No les culpo. La violencia les ha marcado. Mire cómo actúa hoy el Estado de Israel. Con mucha fuerza, mucha exageración ante las amenazas que sienten. Más de lo necesario. Se han sentido demasiado tiempo víctimas.
-Y ahora, en muchos casos, ¿se pasan de lo contrario?
-Pues sí. Muchos judíos americanos se lo reprochan, son muy críticos. No quiero juzgarlos, pero hay que darse cuenta de que en la vida puedes regodearte en el sufrimiento que te ha tocado vivir o sobreponerte a ello. En este país siempre ha sido más común lo segundo. Si te iban mal las cosas, siempre te podías mudar a California, cambiarte el nombre y el peinado y de religión.
Hablando de políticos. ¿Qué tiene contra los Kennedy?
-Nada. Son una familia muy interesante. ¿Por qué lo dice?
-Hombre, en su novela ‘Agua negra’ contó ese caso en el que se vio envuelto Ted Kennedy con la muerte de una chica, ahogada en un coche. Y en su libro ‘Blonde’, sobre Marilyn Monroe, John y Robert no salen muy bien parados.
-Aquella tragedia de Chappaquiddick cambió la vida de Ted. Se volvió más serio y se convirtió en un hombre público ejemplar. El trauma lo redimió. En Blonde, respecto a Marilyn, las cosas fueron como fueron.
-La acusaron a usted de amarilla y sensacionalista. Fue así.
-La trataron muy mal. Ella tampoco se comportaba con medida, su vida en el periodo en que los conoció estaba absolutamente descontrolada. Cuando estuvo casada con Arthur Miller y vivía en Nueva York, se podía haber quedado allí y triunfar en el teatro. Pero decidió volver a Hollywood, y eso fue el principio del fin. Consumía drogas, se desmadró. Para ella fue trágica esa decisión.
-¿Le siguen atrayendo tanto los mitos americanos?
-Sí, mucho.
¿Cómo los describiría? ¿Alguien a mitad de camino entre el ‘glamour’ de Marilyn Monroe y el instinto básico de un boxeador como su amigo Mike Tyson?
-Un mito americano generalmente es alguien que proviene de capas muy pobres de la sociedad, como huérfanos, nacidos en tierras ignotas y que acaban triunfando en las grandes ciudades, en Nueva York, en Chicago. Protagonizan cuentos de hadas, como cenicientas. La historia de Mike Tyson es así, la de Marilyn también, o Elvis Presley. El mito tiene que ver con el outsider que se cuela en el centro de atención y acaba a menudo destruido. Mike Tyson no lo ha sido completamente, pero lo ha pasado mal. Nada más triunfar, se metió en el mundo de la cocaína… Ahora, habla de su vida como un fracaso.
-¿Sigue viéndole a menudo?
-No, estuve con él hace un año y le vi amargado. Sobre todo desde que su hijita de cuatro años murió. Tiene problemas psiquiátricos y se medica, pero, al fin y al cabo, ha durado más que Marilyn Monroe.
-Los perdedores son su mundo. ¿No le interesa el triunfo?
-Hay que aprender a vivir con el fracaso. Ahora Mike Tyson dice que quiere seguir adelante para ayudar a otros, que ha actuado siempre haciendo daño a los demás y que le ha llegado la hora de cambiar.
-¿La redención?
-Cierto. Marilyn Monroe no pudo llegar a eso porque las drogas la destrozaron. Cuando debes tomar tantos calmantes para dormir, no puedes controlar nada en tu vida.
-Los mitos americanos tienen ese componente trágico. En su trabajo, la violencia es un ingrediente fundamental, aunque a usted no le guste que se lo recuerden. Es así.
-Dice que EE UU no ha tenido tantos asesinos en su historia como otros países, pero es un hecho que fue forjado con la violencia como un motor fundamental.
-Su fundación fue muy violenta. Pero cualquier país que luego ha llegado a algo ha pasado por lo mismo. De los mongoles en la época de Gengis Kan a nosotros. Nosotros no hemos sido más que otros. Se fue fundando sobre una frontera en constante movimiento. Llegaban iglesias, mujeres y niños, y la frontera debía moverse a medida que los hombres buscaban oro y se mataban entre ellos avanzando hacia el Oeste. Si en Nueva Inglaterra un joven se convertía en delincuente, siempre existía la puerta del Oeste, marcharse allí y empezar de nuevo.
-¿Esa violencia es la cuenta que debe pagar cualquier país para convertirse en dominante?
-Roma nos lo enseña. España o Inglaterra también. En ‘La Ilíada’, la forja de los héroes y los dioses se construye sobre la violencia. Creo que sí. Pero sobre eso también edificaron cosas grandes y bellas: arte, música, monumentos, civilización.
-Quizá a Estados Unidos le ha pesado más ese comienzo violento. ¿Por qué? ¿Los tiempos ya no acompañaban esa moral de la violencia?
-Por eso. Ahora nos identificamos y valoramos más al individuo. En otros tiempos, la supervivencia ya era un triunfo, soportar el invierno y que la familia resistiera. Nadie se sentía culpable por aniquilar al enemigo. Hoy, afortunadamente, la opinión pública cuenta. Mucha gente no ha aprobado nuestras guerras en Afganistán, en Irak, en Vietnam. La última que todo el mundo admitió sin discusión fue la Segunda Guerra Mundial. Fue un conflicto moral. ¿Cuál es la ética que nos lleva a defender ahora una guerra en Afganistán o en Irak?
-¿El petróleo?
-Efectivamente. Aunque no lo reconocerán nunca.
Pero nos hemos dado cuenta… Claro. Hay muchos republicanos que todavía defienden el cuento de la guerra por la libertad, la democracia… En fin…
-¿Cree que Obama regenerará moralmente todo eso?
-Creo que se está moviendo con cuidado. Este es un país de locos. Existen políticos lunáticos. Obama debe ser consciente de ese peligro. Algunos de ellos desean verle muerto. No le quieren por ser demócrata y negro. Sería una catástrofe que ocurriera algo así. Debe tener cuidado y pactar. Es muy duro gobernar este país. Clinton lo tuvo difícil, Bush también, por eso se inventó una guerra, para desviar atenciones.
-Obama ha dado la vuelta a muchas posiciones ancestrales. ¿Ha alcanzado esa categoría de mito que comentábamos antes?
-Obama es un político con muchas dotes y muchas vueltas. Los mitos, los héroes americanos, suelen ser inocentes, jóvenes. Él estudió en Harvard, no es un simple, es muy hábil y listo. Tiene la capacidad de ver las cosas como las vería un personaje de leyenda, pero es alguien mucho más complejo. Ya empieza a haber muchos demócratas y progresistas críticos con su política.
Pero es que ha tenido que emplear el primer año y medio de su presidencia en hacer retornar el sentido común, y eso es duro. Además, afrontar una crisis, un vertido. Yo no soy tan crítica con él como otros. Me alegro de que haya sido elegido.
-¿No le tiene harta que haya tanta gente clamando por un Nobel para usted?
-No pienso demasiado en ello. Hay tantos que lo merecen y son candidatos… Además hubo grandes escritores que se quedaron sin él. Graham Greene, James Joyce…
-¿Qué opina de lo que se escribe actualmente en EE UU?
-Es muy interesante. Precisamente preparo un trabajo sobre los autores de relatos. Encuentro de todo: gays, lesbianas, chinos, japoneses, hispanos, con sus mundos y problemáticas. Solo he escogido 50 y se impone la diversidad, una enorme vitalidad. Aquella masculinidad dominante de hace décadas hacía imposible concebir que surgirían estas literaturas de homosexuales, por ejemplo. No hay un centro, pero tienen gran calidad; no hay una corriente, pero a todos les interesa como tema la identidad y la complejidad política.
-Hablando de autores gays. Usted tuvo su tensión con Truman Capote. Decía cosas horribles sobre usted, como que era el ser más asqueroso que había conocido.
-Bueno, las decía de todo el mundo, no solo de mí. Era un cocainómano. Estaba como una cabra.
Joyce Carol Oates (Lockport, Nueva York, 1938) empezó a crear historias alentada por su abuela materna. Ella le regaló su primera máquina de escribir con 14 años, algo que utilizó para sus artículos en el periódico del instituto. Estudió en la Universidad de Syracuse y Wisconsin-Madison. Hoy enseña en Princeton literatura creativa y ha firmado más de 100 libros, entre ellos novelas con su propio nombre y con dos seudónimos: Rosamond Smith y Lauren Kelly. Ahora Alfaguara acaba de publicar ‘Ave del paraíso’.
Desde su primera novela, With suddering fall (1964), ha abordado todos los géneros: ensayo, poesía, teatro, crítica literaria. Hoy es firme candidata al Premio Nobel y eterna finalista del Pulitzer, que, pese a haber aspirado a él tres veces, es un galardón que se le resiste.