¿Cómo se dan los premios literarios?/José María Guelbenzu, escritor
Publicado en EL PAÍS, 05/04/2008;
¿Qué premian los premios? ¿Para qué sirven los premios? ¿Son libres los premios? Cada año se conceden en nuestro país centenares de premios a muy diversas actividades artísticas, la mayoría de los cuales proceden de toda clase de instituciones públicas y privadas. ¿Vivimos en Jauja? ¿Estamos ante una nueva edad de oro de las artes? ¿Se han extendido los saraos sociales a los frutos de la creación literaria, visual o musical? En medio de todo este aparente esplendor, buscando el origen y sentido de esta proliferación, surge en seguida una pregunta: ¿es el Estado quien tiene el deber de regular los premios culturales o la cosa es así porque no existe otra alternativa?
La sensación que invade al ciudadano atento es la de que sólo el Estado parece garantizar una valoración objetiva de una obra, pues no se siente afectado por las concesiones al beneficio, ya que los suyos (nacionales o autonómicos) son premios a fondo perdido en lo económico. En otros sectores, como el audiovisual, academias de profesionales o entidades privadas otorgan sus premios a la labor de un año o de toda una vida (Goya, Max, Ondas, Fotogramas…) y procuran que prime el reconocimiento profesional. Por el contrario, en el mundo literario apenas existen premios que se otorguen a libros ya publicados. Los premios famosos y reconocidos del mundo de la edición son casi siempre a originales inéditos y se han convertido en un lanzamiento editorial de autores bien conocidos. El negocio es el negocio. De manera que los premios-resumen de un año de actividad creadora (literarios sobre todo, aunque también de otros órdenes artísticos) en España los conceden el Estado (Cervantes, Velázquez, el conjunto de los Nacionales…) o instituciones paraestatales.
Pero ¿es el Estado verdaderamente neutral? Resulta significativo que los grandes premios de resonancia internacional estén todos en manos de fundaciones y entidades privadas, que suelen ser, cada uno a su estilo, independientes del Estado aunque no sea incierto decir que los interesados (editores, creadores, investigadores…) tratan de meter la nariz en ellos, pues generan ventas o fama extraordinarias que allegan grandes recursos a los ganadores. Sin embargo, lo cierto es que generan venta o fama debido a su credibilidad e independencia.
En España quizá pudiera ponerse el ejemplo del Príncipe de Asturias, pero aparte de su vinculación nominal con la familia real, es un premio dedicado a premiarse más bien a sí mismo. Lo que convendría preguntarse es por qué el Estado ha tenido que hacerse cargo de reconocer y distinguir a los creadores mientras el resto de la sociedad lo contempla desde la barrera. ¿Quizá porque en este país el paternalismo del poder y el peso de la religión nos acercan más a lo providencial que al esfuerzo emprendedor del individuo o el colectivo social?
Echando la vista atrás, vemos que si el cenit de la literatura y las artes en España se corresponde con el barroco, es decir, con la primera quiebra de la confianza en el papel de paladines de la cristiandad en el mundo bendecido por Dios, desde entonces no han hecho sino decaer, en especial la literatura, hasta extremos muy provincianos salvo las excepciones de rigor, siempre muy minoritarias y alejadas de los intereses dominantes. En consecuencia, y cada una a su manera, el arte y la sociedad se han resentido de ello. La sociedad española ha sido una sociedad fundamentalmente inculta y sometida a un poder tradicionalmente tan despectivo con el saber como entablerado entre la religión y la reacción. La sociedad española, esa que se despeña por la Corte de los Milagros de Valle-Inclán, fundamentalmente inculta, con extraordinaria tasa de analfabetismo aun en la primera mitad del siglo XX y sin una verdadera tradición civil, ha sido incapaz de generar por sí misma un referente cultural.
En tales condiciones, sería un verdadero milagro que instituciones o entidades privadas, en tanto que emanaciones de esa misma sociedad, alcanzaran notoriedad e influencia en el país. En el último cuarto del siglo XX sólo una intervención del Estado a favor de las artes, las letras e incluso la investigación propició los diversos premios Nacionales en régimen de libertad. Pero la pregunta sigue en pie: ¿es el Estado suficientemente independiente de los intereses del poder como para generar credibilidad o estamos ante un contrasentido insoluble?
El actual Ministerio de Cultura ha planteado lo que denomina “Código de buenas prácticas”, que, en principio, pretende acabar con esa idea de que la capacidad de juicio va unida al cargo. Para ello plantea “incorporar a la sociedad civil a la gestión de la cultura”. Loable intento que si no aleja del todo la sospecha de intervencionismo, en principio puede mejorar y regular sustancialmente la calidad y coherencia de los premios. Centrándonos en los premios literarios, para no dispersarnos demasiado, cabe decir que, en principio, se trataría de otorgar decisión a personas realmente capacitadas para juzgar en razón de su preparación intelectual y/o su actividad creadora; pero teniendo en cuenta la baja exigencia de buena parte de la crítica española y la endogamia y rutina de la universidad, precisamente dos de las tres patas en las que se apoyan los premios de estirpe anglosajona (la tercera la nutren creadores de reconocido prestigio en países donde no se confunde el prestigio con la popularidad), no es fácil establecer una rigurosa selección de jurados.
Quizá conviniera más un toque mediterráneo, a lo Goncourt, tan ceremonial, tan ritual, pero cuyos diez miembros son intelectuales de indudable prestigio aunque la sospecha de que trabajen en pro de sus respectivos editores es una sombra que a menudo ha oscurecido la concesión de este premio, que no su acogida por el público lector.
Por ahora, los premios Nacionales (sigamos con este ejemplo) nutren sus jurados por un procedimiento rígidamente funcionarial tanto en la selección de candidatos como en la elección de sus componentes, que contrasta con la amplitud de criterio, libertad de elección, dedicación y solvencia de sus pares extranjeros (Pulitzer, Booker, Goncourt, National Book Awards…), incluso si son acusados de defender en ocasiones intereses más cercanos a una determinada contingencia política, como se ha dicho en ocasiones del Premio Nobel. El sistema español se atiene al criterio de representación antes que al de la preparación y el conocimiento intelectual y, por lo general, los jurados se componen sobre la marcha con unos candidatos elegidos por el procedimiento antedicho, lo que supone que, junto a personas adecuadas, a menudo figuren otras de dudosa idoneidad o informadas de oídas, que deciden sin tiempo para conocer a fondo la obra u obras que concursan en cada especialidad. De ahí proviene el carácter errático de nuestros premios Nacionales, que son más propensos al partidismo y a la improvisación que a la evaluación razonada de los candidatos.
El punto de partida de la creación de los premios a partir de la democracia procede de un lamentable error: la idea de que el gusto artístico (el que permite apreciar la calidad de una obra) y el criterio que debe de sustentar las opiniones, son democráticos por el hecho de vivir en una sociedad democrática. Nada más incierto: el gusto y el criterio son producto de una intensa y constante formación y confrontación personal, no de un status predeterminado por el cargo. La democracia no concede necesariamente conocimiento, que requiere del esfuerzo del individuo, sino que tiende a eliminar las trabas para acceder a él.
¿Es el Estado quien debe regular los premios o no hay otra alternativa por la falta de una tradición de independencia y solidez cultural de nuestra sociedad? He ahí el problema. De momento, buena parte de las fundaciones son un sumidero de subvenciones, pero quizá llegue el día en que las propias necesidades sociales generen las instituciones capaces de fomentar el conocimiento y el arte con independencia del poder político. La medida ministerial que se anuncia puede ser un paso intermedio y una saludable entrada de aire fresco y buenas costumbres en una situación cuya estabilidad, por el momento, presenta unos índices de polución intelectual muy poco estimulantes.
La sensación que invade al ciudadano atento es la de que sólo el Estado parece garantizar una valoración objetiva de una obra, pues no se siente afectado por las concesiones al beneficio, ya que los suyos (nacionales o autonómicos) son premios a fondo perdido en lo económico. En otros sectores, como el audiovisual, academias de profesionales o entidades privadas otorgan sus premios a la labor de un año o de toda una vida (Goya, Max, Ondas, Fotogramas…) y procuran que prime el reconocimiento profesional. Por el contrario, en el mundo literario apenas existen premios que se otorguen a libros ya publicados. Los premios famosos y reconocidos del mundo de la edición son casi siempre a originales inéditos y se han convertido en un lanzamiento editorial de autores bien conocidos. El negocio es el negocio. De manera que los premios-resumen de un año de actividad creadora (literarios sobre todo, aunque también de otros órdenes artísticos) en España los conceden el Estado (Cervantes, Velázquez, el conjunto de los Nacionales…) o instituciones paraestatales.
Pero ¿es el Estado verdaderamente neutral? Resulta significativo que los grandes premios de resonancia internacional estén todos en manos de fundaciones y entidades privadas, que suelen ser, cada uno a su estilo, independientes del Estado aunque no sea incierto decir que los interesados (editores, creadores, investigadores…) tratan de meter la nariz en ellos, pues generan ventas o fama extraordinarias que allegan grandes recursos a los ganadores. Sin embargo, lo cierto es que generan venta o fama debido a su credibilidad e independencia.
En España quizá pudiera ponerse el ejemplo del Príncipe de Asturias, pero aparte de su vinculación nominal con la familia real, es un premio dedicado a premiarse más bien a sí mismo. Lo que convendría preguntarse es por qué el Estado ha tenido que hacerse cargo de reconocer y distinguir a los creadores mientras el resto de la sociedad lo contempla desde la barrera. ¿Quizá porque en este país el paternalismo del poder y el peso de la religión nos acercan más a lo providencial que al esfuerzo emprendedor del individuo o el colectivo social?
Echando la vista atrás, vemos que si el cenit de la literatura y las artes en España se corresponde con el barroco, es decir, con la primera quiebra de la confianza en el papel de paladines de la cristiandad en el mundo bendecido por Dios, desde entonces no han hecho sino decaer, en especial la literatura, hasta extremos muy provincianos salvo las excepciones de rigor, siempre muy minoritarias y alejadas de los intereses dominantes. En consecuencia, y cada una a su manera, el arte y la sociedad se han resentido de ello. La sociedad española ha sido una sociedad fundamentalmente inculta y sometida a un poder tradicionalmente tan despectivo con el saber como entablerado entre la religión y la reacción. La sociedad española, esa que se despeña por la Corte de los Milagros de Valle-Inclán, fundamentalmente inculta, con extraordinaria tasa de analfabetismo aun en la primera mitad del siglo XX y sin una verdadera tradición civil, ha sido incapaz de generar por sí misma un referente cultural.
En tales condiciones, sería un verdadero milagro que instituciones o entidades privadas, en tanto que emanaciones de esa misma sociedad, alcanzaran notoriedad e influencia en el país. En el último cuarto del siglo XX sólo una intervención del Estado a favor de las artes, las letras e incluso la investigación propició los diversos premios Nacionales en régimen de libertad. Pero la pregunta sigue en pie: ¿es el Estado suficientemente independiente de los intereses del poder como para generar credibilidad o estamos ante un contrasentido insoluble?
El actual Ministerio de Cultura ha planteado lo que denomina “Código de buenas prácticas”, que, en principio, pretende acabar con esa idea de que la capacidad de juicio va unida al cargo. Para ello plantea “incorporar a la sociedad civil a la gestión de la cultura”. Loable intento que si no aleja del todo la sospecha de intervencionismo, en principio puede mejorar y regular sustancialmente la calidad y coherencia de los premios. Centrándonos en los premios literarios, para no dispersarnos demasiado, cabe decir que, en principio, se trataría de otorgar decisión a personas realmente capacitadas para juzgar en razón de su preparación intelectual y/o su actividad creadora; pero teniendo en cuenta la baja exigencia de buena parte de la crítica española y la endogamia y rutina de la universidad, precisamente dos de las tres patas en las que se apoyan los premios de estirpe anglosajona (la tercera la nutren creadores de reconocido prestigio en países donde no se confunde el prestigio con la popularidad), no es fácil establecer una rigurosa selección de jurados.
Quizá conviniera más un toque mediterráneo, a lo Goncourt, tan ceremonial, tan ritual, pero cuyos diez miembros son intelectuales de indudable prestigio aunque la sospecha de que trabajen en pro de sus respectivos editores es una sombra que a menudo ha oscurecido la concesión de este premio, que no su acogida por el público lector.
Por ahora, los premios Nacionales (sigamos con este ejemplo) nutren sus jurados por un procedimiento rígidamente funcionarial tanto en la selección de candidatos como en la elección de sus componentes, que contrasta con la amplitud de criterio, libertad de elección, dedicación y solvencia de sus pares extranjeros (Pulitzer, Booker, Goncourt, National Book Awards…), incluso si son acusados de defender en ocasiones intereses más cercanos a una determinada contingencia política, como se ha dicho en ocasiones del Premio Nobel. El sistema español se atiene al criterio de representación antes que al de la preparación y el conocimiento intelectual y, por lo general, los jurados se componen sobre la marcha con unos candidatos elegidos por el procedimiento antedicho, lo que supone que, junto a personas adecuadas, a menudo figuren otras de dudosa idoneidad o informadas de oídas, que deciden sin tiempo para conocer a fondo la obra u obras que concursan en cada especialidad. De ahí proviene el carácter errático de nuestros premios Nacionales, que son más propensos al partidismo y a la improvisación que a la evaluación razonada de los candidatos.
El punto de partida de la creación de los premios a partir de la democracia procede de un lamentable error: la idea de que el gusto artístico (el que permite apreciar la calidad de una obra) y el criterio que debe de sustentar las opiniones, son democráticos por el hecho de vivir en una sociedad democrática. Nada más incierto: el gusto y el criterio son producto de una intensa y constante formación y confrontación personal, no de un status predeterminado por el cargo. La democracia no concede necesariamente conocimiento, que requiere del esfuerzo del individuo, sino que tiende a eliminar las trabas para acceder a él.
¿Es el Estado quien debe regular los premios o no hay otra alternativa por la falta de una tradición de independencia y solidez cultural de nuestra sociedad? He ahí el problema. De momento, buena parte de las fundaciones son un sumidero de subvenciones, pero quizá llegue el día en que las propias necesidades sociales generen las instituciones capaces de fomentar el conocimiento y el arte con independencia del poder político. La medida ministerial que se anuncia puede ser un paso intermedio y una saludable entrada de aire fresco y buenas costumbres en una situación cuya estabilidad, por el momento, presenta unos índices de polución intelectual muy poco estimulantes.