El errado proceso de paz de Obama
Por Shlomo Ben Ami, ex ministro de Asuntos Exteriores de Israel y vicepresidente del Centro Internacional para la Paz de Toledo. Es autor de Scars of war, wounds of peace: the israeli-arab tragedy (Cicatrices de guerra, heridas de paz. La tragedia israelo-árabe)
Traducido por Carlos Manzano
Publicado en EL PAÍS, 09/10/10):
Desde su comienzo en Oslo, hace casi dos décadas, el proceso de paz israelo-palestino ha estado obstaculizado por el mal funcionamiento de los sistemas políticos de las dos partes.
La capacidad de mando del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, rehén de una coalición imposible y de un movimiento proasentamientos de fanáticos que van por libre, está gravemente comprometida.
Sus homólogos palestinos no están en mejor posición. Hoy, la camarilla que rodea al presidente palestino, Mahmud Abbas, encarna la amarga decepción que ha sido para los palestinos el proceso de paz que se inició con el acuerdo de Oslo. Además, la Autoridad Palestina no ha llegado a representar a la mayoría de los palestinos ni a gobernar por medios democráticos.
El mandato presidencial de Abbas ha expirado y se están aplazando constantemente las elecciones. El primer ministro de la Autoridad Palestina, Salam Fayad, como sus homólogos de Gaza, gobierna mediante decretos, mantiene inactivo el Parlamento y silencia a la oposición. Al carecer de legitimidad democrática institucionalizada, la Autoridad Palestina ha de depender por fuerza de sus fuerzas de seguridad y de las del ocupante, Israel, para imponer el cumplimiento de sus órdenes.
Naturalmente, a lo largo de la Historia los movimientos de liberación nacional han tenido que marginar a sus elementos radicales y fanáticos para llegar a la Tierra Prometida. Así fue en el caso del sionismo, del Resurgimiento italiano y, en época más reciente, de los católicos de Irlanda del Norte. Pero la facción marginada nunca representó a la mayoría democráticamente elegida, así que no es probable que un proceso de paz concebido para debilitar y aislar a los vencedores de unas elecciones -Hamás- avance demasiado.
Como George W. Bush, el presidente Barack Obama limita sus contactos diplomáticos en gran medida a los amigos en vez de a los enemigos. Eso, más que ninguna otra cosa, explica la desconexión cada vez mayor entre la opinión pública árabe y el Gobierno de Obama.
La suposición, cara a los arquitectos del proceso actual, de que se puede lograr la paz metiendo una cuña entre los “moderados” y los “extremistas” es una concepción fatalmente errada. En este caso la paradoja es doble. No solo se negocia con los “moderados” ilegítimos, sino que, además, precisamente por su déficit de legitimidad es por lo que los moderados se ven obligados a mostrarse inflexibles sobre las cuestiones básicas, no vaya a ser que los radicales los califiquen de traidores.
El peligroso déficit de legitimidad de los negociadores palestinos -y, de hecho, la desorien
-tación de todo el movimiento nacional palestino- se refleja en el regreso de la OLP a su época anterior a Arafat, cuando era un instrumento de los regímenes árabes en lugar de un movimiento autónomo. Quien dio luz verde a los negociadores actuales fue la Liga Árabe, no los representantes democráticamente elegidos del pueblo palestino.
La aceptación por parte de Obama de la afirmación del primer ministro Netanyahu: “sorprenderé, porque no habrá límites” si Israel es reconocido como un Estado judío y se aceptan sus necesidades en materia de seguridad, ha hecho posible el proceso actual. Pero la seguridad máxima -por ejemplo, un calendario insoportablemente largo para la retirada, exigencias territoriales inmoderadas y presentadas como necesidades en materia de seguridad, una presencia israelí en el valle del Jordán y un control completo del espacio aéreo y del espectro electromagnético- chocaría inevitablemente con la concepción que tienen los palestinos de lo que supone la soberanía.
Para Netanyahu, la creación de un Estado palestino significa el fin del conflicto y también de las reclamaciones. Al volver a plantear la exigencia por parte de Israel de ser reconocido como el Estado del pueblo judío, está obligando a los palestinos a insistir aún más en las cuestiones iniciales del conflicto, la primera de las cuales es el supuesto “derecho de regreso” de los palestinos que huyeron o fueron expulsados a consecuencia de la independencia israelí en 1948.
Abbas es demasiado débil y comprometido para aceptar solución final alguna que pueda convenir a Netanyahu. Arafat estableció el criterio de lo que es aceptable y lo que no y Abbas no puede permitirse el lujo de desviarse de él. Como reconoció en una reciente entrevista concedida al periódico palestino Al Quds, si se le presionara para que hiciera concesiones sobre principios palestinos sagrados, como, por ejemplo, los relativos a los refugiados, a Jerusalén y a las fronteras, “haría la maleta y se marcharía”.
No es imposible que, con la participación de Hamás, un acuerdo pudiera poner fin a la ocupación, si no al conflicto. Dicho de otro modo, en semejante proceso se abordarían las cuestiones de 1967 -delimitación de una frontera (incluida Jerusalén), retirada y desmantelamiento de los asentamientos, aplicación de acuerdos en materia de seguridad y asunción por parte de los palestinos de la responsabilidad plena de la gobernación-, al tiempo que se aplazaran para un momento futuro las de 1948.
Hamás es un interlocutor mucho más cómodo para semejante solución que la OLP. Curiosamente, Hamás e Israel podrían tener más terreno común que Israel y la OLP. Israel quiere poner fin al conflicto, pero no es capaz de pagar el precio correspondiente, mientras que Hamás puede conciliar mejor su ideología con un acuerdo de paz con Israel, en caso de que no se lo considere definitivo.
El fin del conflicto, como el requisito de que se reconozca a Israel como un Estado judío, es un concepto que ha adquirido innecesariamente un significado mítico. En lugar de insistir en lo que los palestinos no pueden conceder, Israel debería centrarse en lo esencial: la legitimidad internacional de sus fronteras. Ya en 1947, la resolución 181 de las Naciones Unidas reconoció a Israel como Estado judío e, incluso si los negociadores palestinos acordaran poner fin al conflicto de una vez por todas, la probabilidad de que todas las facciones palestinas acatasen semejante acuerdo es nula.
Sea cual fuere el rumbo que se siga, hoy la gran cuestión es la relativa al enigma que es Bibi Netanyahu, un aspirante a Churchill convencido de que su misión es la de frustrar los designios del nuevo imperio chiíta del mal representado por Irán, cosa que requiere la buena voluntad de la comunidad internacional, en particular del Gobierno de Obama.
No resulta totalmente traído por los pelos suponer que Netanyahu haya calculado finalmente que, si necesita mayor margen de maniobra para afrontar a Irán, debe participar en el proceso de paz con los palestinos.
Pero en ese caso la aquiescencia iraní, no las relaciones pacíficas con una Palestina independiente, podría ser el verdadero objetivo de Bibi.
Traducido por Carlos Manzano
Publicado en EL PAÍS, 09/10/10):
Desde su comienzo en Oslo, hace casi dos décadas, el proceso de paz israelo-palestino ha estado obstaculizado por el mal funcionamiento de los sistemas políticos de las dos partes.
La capacidad de mando del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, rehén de una coalición imposible y de un movimiento proasentamientos de fanáticos que van por libre, está gravemente comprometida.
Sus homólogos palestinos no están en mejor posición. Hoy, la camarilla que rodea al presidente palestino, Mahmud Abbas, encarna la amarga decepción que ha sido para los palestinos el proceso de paz que se inició con el acuerdo de Oslo. Además, la Autoridad Palestina no ha llegado a representar a la mayoría de los palestinos ni a gobernar por medios democráticos.
El mandato presidencial de Abbas ha expirado y se están aplazando constantemente las elecciones. El primer ministro de la Autoridad Palestina, Salam Fayad, como sus homólogos de Gaza, gobierna mediante decretos, mantiene inactivo el Parlamento y silencia a la oposición. Al carecer de legitimidad democrática institucionalizada, la Autoridad Palestina ha de depender por fuerza de sus fuerzas de seguridad y de las del ocupante, Israel, para imponer el cumplimiento de sus órdenes.
Naturalmente, a lo largo de la Historia los movimientos de liberación nacional han tenido que marginar a sus elementos radicales y fanáticos para llegar a la Tierra Prometida. Así fue en el caso del sionismo, del Resurgimiento italiano y, en época más reciente, de los católicos de Irlanda del Norte. Pero la facción marginada nunca representó a la mayoría democráticamente elegida, así que no es probable que un proceso de paz concebido para debilitar y aislar a los vencedores de unas elecciones -Hamás- avance demasiado.
Como George W. Bush, el presidente Barack Obama limita sus contactos diplomáticos en gran medida a los amigos en vez de a los enemigos. Eso, más que ninguna otra cosa, explica la desconexión cada vez mayor entre la opinión pública árabe y el Gobierno de Obama.
La suposición, cara a los arquitectos del proceso actual, de que se puede lograr la paz metiendo una cuña entre los “moderados” y los “extremistas” es una concepción fatalmente errada. En este caso la paradoja es doble. No solo se negocia con los “moderados” ilegítimos, sino que, además, precisamente por su déficit de legitimidad es por lo que los moderados se ven obligados a mostrarse inflexibles sobre las cuestiones básicas, no vaya a ser que los radicales los califiquen de traidores.
El peligroso déficit de legitimidad de los negociadores palestinos -y, de hecho, la desorien
-tación de todo el movimiento nacional palestino- se refleja en el regreso de la OLP a su época anterior a Arafat, cuando era un instrumento de los regímenes árabes en lugar de un movimiento autónomo. Quien dio luz verde a los negociadores actuales fue la Liga Árabe, no los representantes democráticamente elegidos del pueblo palestino.
La aceptación por parte de Obama de la afirmación del primer ministro Netanyahu: “sorprenderé, porque no habrá límites” si Israel es reconocido como un Estado judío y se aceptan sus necesidades en materia de seguridad, ha hecho posible el proceso actual. Pero la seguridad máxima -por ejemplo, un calendario insoportablemente largo para la retirada, exigencias territoriales inmoderadas y presentadas como necesidades en materia de seguridad, una presencia israelí en el valle del Jordán y un control completo del espacio aéreo y del espectro electromagnético- chocaría inevitablemente con la concepción que tienen los palestinos de lo que supone la soberanía.
Para Netanyahu, la creación de un Estado palestino significa el fin del conflicto y también de las reclamaciones. Al volver a plantear la exigencia por parte de Israel de ser reconocido como el Estado del pueblo judío, está obligando a los palestinos a insistir aún más en las cuestiones iniciales del conflicto, la primera de las cuales es el supuesto “derecho de regreso” de los palestinos que huyeron o fueron expulsados a consecuencia de la independencia israelí en 1948.
Abbas es demasiado débil y comprometido para aceptar solución final alguna que pueda convenir a Netanyahu. Arafat estableció el criterio de lo que es aceptable y lo que no y Abbas no puede permitirse el lujo de desviarse de él. Como reconoció en una reciente entrevista concedida al periódico palestino Al Quds, si se le presionara para que hiciera concesiones sobre principios palestinos sagrados, como, por ejemplo, los relativos a los refugiados, a Jerusalén y a las fronteras, “haría la maleta y se marcharía”.
No es imposible que, con la participación de Hamás, un acuerdo pudiera poner fin a la ocupación, si no al conflicto. Dicho de otro modo, en semejante proceso se abordarían las cuestiones de 1967 -delimitación de una frontera (incluida Jerusalén), retirada y desmantelamiento de los asentamientos, aplicación de acuerdos en materia de seguridad y asunción por parte de los palestinos de la responsabilidad plena de la gobernación-, al tiempo que se aplazaran para un momento futuro las de 1948.
Hamás es un interlocutor mucho más cómodo para semejante solución que la OLP. Curiosamente, Hamás e Israel podrían tener más terreno común que Israel y la OLP. Israel quiere poner fin al conflicto, pero no es capaz de pagar el precio correspondiente, mientras que Hamás puede conciliar mejor su ideología con un acuerdo de paz con Israel, en caso de que no se lo considere definitivo.
El fin del conflicto, como el requisito de que se reconozca a Israel como un Estado judío, es un concepto que ha adquirido innecesariamente un significado mítico. En lugar de insistir en lo que los palestinos no pueden conceder, Israel debería centrarse en lo esencial: la legitimidad internacional de sus fronteras. Ya en 1947, la resolución 181 de las Naciones Unidas reconoció a Israel como Estado judío e, incluso si los negociadores palestinos acordaran poner fin al conflicto de una vez por todas, la probabilidad de que todas las facciones palestinas acatasen semejante acuerdo es nula.
Sea cual fuere el rumbo que se siga, hoy la gran cuestión es la relativa al enigma que es Bibi Netanyahu, un aspirante a Churchill convencido de que su misión es la de frustrar los designios del nuevo imperio chiíta del mal representado por Irán, cosa que requiere la buena voluntad de la comunidad internacional, en particular del Gobierno de Obama.
No resulta totalmente traído por los pelos suponer que Netanyahu haya calculado finalmente que, si necesita mayor margen de maniobra para afrontar a Irán, debe participar en el proceso de paz con los palestinos.
Pero en ese caso la aquiescencia iraní, no las relaciones pacíficas con una Palestina independiente, podría ser el verdadero objetivo de Bibi.