Reflexiones sobre Israel: 60 años de sueños, pesadillas y esperanza/Elie Wiesel, ganador del Premio Nobel de la Paz. Ha sido distinguido recientemente con la Medalla de la Libertad del Congreso de Estados Unidos; es autor de más de 40 obras, entre ellas, su mundialmente aclamada autobiografía Night, (La Noche), editorial El Aleph
Publicado en EL MUNDO, 14/05/2008;
Para el niño judío que hay en mí, Israel representa un llamamiento irresistible a la esperanza y Jerusalén una intensa canción de amor. En mi pequeña localidad rumana, encaramada en los Cárpatos, yo paseaba a menudo por las calles y me imaginaba a mí mismo sentado en un banco de un lugar cualquiera de Judea, atento a un maestro que explicaba el misterio de las palabras, la fuerza de los recuerdos y la sed humana de milagros.
Con mi abuelo, un fervoroso hasidim [una secta judía], yo hablaba en yidish. A él le encantaba enseñarme cancioncillas hasídicas y, por encima de todo, ver cómo yo me enfrascaba en el estudio del Talmud [1]. Su sueño era vivir lo suficiente para que todos nosotros nos fuéramos juntos a la Tierra Santa y allí diéramos la bienvenida al Mesías.
De hecho, yo soñaba más con el Mesías que con un Estado político judío.
Entonces ocurrió lo que ocurrió.
¿Dónde estaba yo el 14 de mayo de 1944? Aún en el gueto. Yo tenía 15 años. El primer porte hacia lo desconocido, organizado con prisas, estaba listo para partir o justo acababa de hacerlo.
Para nosotros, el destino llevaba puesta la máscara de la muerte, a la que el enemigo había convertido en su salvador.
14 de mayo de 1948.
París. Israel está a punto de nacer. Apátrida, yo había vivido ya tres años en Francia.
Al ser liberado de Buchenwald por el Ejército norteamericano en 1945, un oficial me preguntó dónde quería ser repatriado. Como la inmensa mayoría de mis amigos, le respondí que quería ir a Palestina, pero la orden británica sobre inmigración, en vigor en aquella época, nos había cerrado las puertas. Al final, la OSE (Oeuvre de Secours aux Enfants u Obra de Socorro a la Infancia), una organización franco-judía excepcional de ayuda humanitaria, nos llevó a 400 de nosotros a Francia.
Recuerdo.
Es un viernes. David Ben-Gurion lee la Declaración de Independencia del Estado judío; la difunden emisoras de radio de todo el mundo. Por la noche, me acerco a la sinagoga. Júbilo. Unos extraños entre sí comparten los mismos sentimientos. ¿Cómo? ¿Un Estado judío? ¿Tres años después de la peor catástrofe de la historia de los judíos? Me resulta difícil concentrarme. Un anciano con barbas, de ojos febriles, me sermonea: éste es el fruto de la oración, que es más importante que la política. Me gustaría decirle que estoy de acuerdo con él, que es también la oración lo que nos permite ser testigos del cumplimiento de una antigua promesa, pero soy demasiado tímido y guardo silencio.
Mis pensamientos vuelan hacia mi abuelo. ¿No se merecía él, mucho más que yo, haber disfrutado de este momento glorioso? Mi padre, mi madre… mis sentimientos vuelan hacia ellos, a los que se llevó un torbellino de fuego y cenizas. ¿Tendré que incluir palabras de gratitud por la existencia del Estado judío en la Qadish [2] dolorosa que rezo por ellos?
¿Podrá ser verdaderamente este momento brillante la respuesta a los tormentos de nuestra noche? ¿Israel como compensación a Auschwitz? No recuerdo con exactitud lo que pensé en aquel momento, pero confío en que ya entonces rechazaría esas teorías. Son crueles, simplistas, absurdas y, por encima de todo, indignas.
Luego creció el niño que yo era. Me convertí en un adulto que terminó de sentir el auténtico peso de la edad.
¿Qué ha cambiado?
Primero en París y luego en Nueva York, durante más de 20 años fui corresponsal de un diario vespertino de Israel, el Yedioth Ahronoth (Ultimas Noticias). Me hacía una ilusión enorme mientras seguía al tanto de los acontecimientos en Tierra Santa. Para mí, aquello no había sido una guerra de conquista sino una restitución, una liberación. Después de 2.000 años de penalidades, de vidas pasadas en una continua marcha de un exilio a otro, de una situación de peligro a la siguiente, las víctimas de su propia debilidad habían conseguido superarla al fin, habían conseguido llegar a ser los autores de su autodeterminación y habían adquirido, por tanto, un poder inesperado.
El Estado soberano recién nacido estaba dispuesto a vivir dentro de las estrechas fronteras definidas por el plan de partición de las Naciones Unidas. Entonces, sin embargo, aquella joven nación, que carecía de armas y de un Ejército consolidado y estructurado, fue atacada, no por uno sino por cinco países árabes bien armados.
En aquella época, yo no era plenamente consciente del hecho de que, en las vidas de los hombres, al igual que en las de las naciones, el sueño de uno puede convertirse en un instante en la pesadilla de otro.
La gran pregunta: ¿qué habría ocurrido si los dirigentes palestinos de aquel tiempo hubieran seguido el ejemplo de Israel con una declaración de constitución de un Estado palestino independiente? ¿Por qué los dirigentes palestinos «no han perdido nunca la oportunidad de perder una oportunidad», por decirlo en palabras del desaparecido Abba Eban?
Recuerdo mi primer viaje a Israel en 1949. Me embarqué en un pequeño barco, abarrotado hasta arriba de inmigrantes, en su mayor parte jóvenes sionistas, en Marsella. Al llegar a Haifa, vi en el horizonte el majestuoso Monte Carmelo, que me trajo a la cabeza sus profetas jóvenes y errantes. Recuerdo lo mucho que me emocioné al ver los primeros policías judíos, los primeros funcionarios de aduanas judíos y los primeros soldados judíos.
Mi primera visita a Jerusalén. Vagué sin rumbo fijo por la ciudad con la sensación de que ya había estado allí con anterioridad. A los ojos de mi mente, yo había estado allí en incontables ocasiones. Aún así, siempre que visito Jerusalén ahora tengo la sensación de que es la primera vez.
En 1967, Egipto ordenó a las fuerzas armadas de las Naciones Unidas que se retiraran del Sinaí y de este modo provocó la guerra. Recuerdo aquel mes de junio. Con la guerra todavía en todo su apogeo en el Sinaí y en los Altos del Golán, aprovechaba cada hora que tenía libre para rezar ante el Muro de las Lamentaciones, que recientemente había sido liberado. Un día, cuando caminaba por las estrechas callejuelas de la Ciudad Vieja, me encontré con un grupo de niños árabes que me miraron de una forma rara. De repente caí en la cuenta: estaban atemorizados. Yo les daba miedo porque era judío. Eso me preocupó enormemente. Como judíos, tenemos una larga historia de haber pasado miedo. Ahora, ¿niños aterrorizados por un judío?
No tengo ningún problema con ninguna religión. Sin embargo, no soporto a los fanáticos, de cualquier religión que sean, incluida la mía. Esos terroristas suicidas que respiran odio y practican el culto a la muerte son una plaga para todas las naciones. Hago a sus jefes responsables de los males que causan.
Soy consciente, por supuesto, de que también cabe plantear interrogantes sobre los dirigentes israelíes. Durante años y años de derramamiento de sangre, ¿han hecho ellos algo por aprovechar todas las oportunidades de poner fin a las hostilidades?
En el plano personal, me pregunto a mí mismo por qué no me he trasladado a vivir a Israel. Al final de la guerra, muchos de mis amigos de juventud culminaron su aliá [3] ilegalmente, vía Chipre, mientras que yo me quedé en Francia, con la intención de ir viendo qué pasaba y de juntar unas palabras con otras. ¿Por qué?
Sesenta años más tarde, todas esas preguntas y muchas otras más continúan sin respuesta. Sé que hay quienes me acusan de haber hecho demasiado y sé que hay otros que me culpan de no haber hecho lo suficiente, sobre todo, por vivir en Estados Unidos, tan lejos de Israel y de sus innumerables problemas.
¿Qué hay de la esperanza? ¿Es necesario renunciar a ella de una vez por todas y aceptar la realidad? ¿Tenemos que decirnos a nosotros mismos que tenemos que vivir día a día, con nuestros miedos permanentes y nuestras alegrías fugaces?
¿Cuál debería ser el papel del escritor, del profesor, del testigo o simplemente del judío que hay en mí, que no vive en Israel pero que debe a Israel adhesión y lealtad, y quizás también, por qué no, su gratitud sencillamente por existir como tal judío?
Por supuesto, yo, y como yo muchos judíos que viven en la Diáspora, siento la necesidad de cooperar con la independencia de Israel y con la superación del aislamiento en el que «las naciones del mundo», por emplear la expresión talmúdica, tratan con frecuencia de encasillar a nuestro país. Cuando hablamos de Israel, muchos de nosotros sentimos que es nuestro deber subir de nivel el debate.
¿Se trata con ello de proponer que guardemos silencio sobre los palestinos, sobre esos hombres, mujeres y niños, especialmente niños, que viven en la miseria, en el miedo, en el sufrimiento, y que echan la culpa de todo ello a Israel? Por supuesto que no. Además, me consta que el Gobierno de Israel y la mayoría de la población creen que, si hay una solución, se sustenta en dos estados que convivan el uno junto al otro y que opten por la paz.
Para un judío como yo, con mi pasado y mi compromiso, cooperar con Israel significa algo más que la simple ayuda material. Yo estuve, como también el rey Abdulah II de Jordania, entre los que pusieron en marcha la primera reunión de verdad entre el primer ministro de Israel, Ehud Olmert, y Mahmoud Abbas, presidente de la Autoridad Palestina, en nuestra Conferencia de Petra de 2006. En esta extraordinaria parte del mundo, bendecida por Dios y maltratada por el hombre, la paz sigue siendo la prioridad que más nos apasiona.
Ahora bien, ¿cómo conseguirla?
A mediados de los años 70, publiqué una carta dirigida «a un joven árabe palestino». En esa carta le decía que el hombre que yo soy, el judío que yo soy, le comprende mejor que nadie. Comprendo su sufrimiento, e incluso su rabia. Le decía que estaba dispuesto a hacer un esfuerzo por ayudarle a construir sobre las ruinas, como los judíos hemos hecho una y mil veces, La diferencia es que cuando nosotros hacemos frente a nuestros problemas, nunca optamos por la violencia.
Si tuviera que escribir hoy esta carta, añadiría que, si renunciara a sus tácticas, a la violencia absoluta del terrorismo suicida, yo y muchos otros haríamos nuestra su causa de manera inmediata. Ahora bien, ¿cómo voy a apoyar a nadie, hombre o grupo, que predica o incluso tolera una doctrina cuyo objetivo declarado es la aniquilación de una comunidad de seis millones de judíos que viven en su tierra ancestral, que es también la mía?
¿Por qué no resido en Israel ni soy ciudadano israelí? Principalmente porque, durante muchos años, pensé ingenuamente que yo era más útil a mi pueblo fuera de Israel. También, lo reconozco, porque no estaba preparado. Incluso hoy me resulta difícil distanciarme de la Diáspora y sus ansiedades, de sus recuerdos y de sus retos. Por ello mismo, si bien es cierto que no vivo en Israel, tampoco podría vivir sin Israel.
[1] El Talmud es el tratado que compendia la legislación civil y religiosa de los judíos (con apostillas y comentarios incluidos) no incluida en el Pentateuco.
[2] La ‘Qadish’ (habitualmente, con mayúscula) es la oración diaria que se recita en la sinagoga.
[3] La ‘ahyá’ o ‘aliá (literalmente ‘ascenso’ en hebreo) es el término usado para llamar a la inmigración judía a la tierra de Israel.
Con mi abuelo, un fervoroso hasidim [una secta judía], yo hablaba en yidish. A él le encantaba enseñarme cancioncillas hasídicas y, por encima de todo, ver cómo yo me enfrascaba en el estudio del Talmud [1]. Su sueño era vivir lo suficiente para que todos nosotros nos fuéramos juntos a la Tierra Santa y allí diéramos la bienvenida al Mesías.
De hecho, yo soñaba más con el Mesías que con un Estado político judío.
Entonces ocurrió lo que ocurrió.
¿Dónde estaba yo el 14 de mayo de 1944? Aún en el gueto. Yo tenía 15 años. El primer porte hacia lo desconocido, organizado con prisas, estaba listo para partir o justo acababa de hacerlo.
Para nosotros, el destino llevaba puesta la máscara de la muerte, a la que el enemigo había convertido en su salvador.
14 de mayo de 1948.
París. Israel está a punto de nacer. Apátrida, yo había vivido ya tres años en Francia.
Al ser liberado de Buchenwald por el Ejército norteamericano en 1945, un oficial me preguntó dónde quería ser repatriado. Como la inmensa mayoría de mis amigos, le respondí que quería ir a Palestina, pero la orden británica sobre inmigración, en vigor en aquella época, nos había cerrado las puertas. Al final, la OSE (Oeuvre de Secours aux Enfants u Obra de Socorro a la Infancia), una organización franco-judía excepcional de ayuda humanitaria, nos llevó a 400 de nosotros a Francia.
Recuerdo.
Es un viernes. David Ben-Gurion lee la Declaración de Independencia del Estado judío; la difunden emisoras de radio de todo el mundo. Por la noche, me acerco a la sinagoga. Júbilo. Unos extraños entre sí comparten los mismos sentimientos. ¿Cómo? ¿Un Estado judío? ¿Tres años después de la peor catástrofe de la historia de los judíos? Me resulta difícil concentrarme. Un anciano con barbas, de ojos febriles, me sermonea: éste es el fruto de la oración, que es más importante que la política. Me gustaría decirle que estoy de acuerdo con él, que es también la oración lo que nos permite ser testigos del cumplimiento de una antigua promesa, pero soy demasiado tímido y guardo silencio.
Mis pensamientos vuelan hacia mi abuelo. ¿No se merecía él, mucho más que yo, haber disfrutado de este momento glorioso? Mi padre, mi madre… mis sentimientos vuelan hacia ellos, a los que se llevó un torbellino de fuego y cenizas. ¿Tendré que incluir palabras de gratitud por la existencia del Estado judío en la Qadish [2] dolorosa que rezo por ellos?
¿Podrá ser verdaderamente este momento brillante la respuesta a los tormentos de nuestra noche? ¿Israel como compensación a Auschwitz? No recuerdo con exactitud lo que pensé en aquel momento, pero confío en que ya entonces rechazaría esas teorías. Son crueles, simplistas, absurdas y, por encima de todo, indignas.
Luego creció el niño que yo era. Me convertí en un adulto que terminó de sentir el auténtico peso de la edad.
¿Qué ha cambiado?
Primero en París y luego en Nueva York, durante más de 20 años fui corresponsal de un diario vespertino de Israel, el Yedioth Ahronoth (Ultimas Noticias). Me hacía una ilusión enorme mientras seguía al tanto de los acontecimientos en Tierra Santa. Para mí, aquello no había sido una guerra de conquista sino una restitución, una liberación. Después de 2.000 años de penalidades, de vidas pasadas en una continua marcha de un exilio a otro, de una situación de peligro a la siguiente, las víctimas de su propia debilidad habían conseguido superarla al fin, habían conseguido llegar a ser los autores de su autodeterminación y habían adquirido, por tanto, un poder inesperado.
El Estado soberano recién nacido estaba dispuesto a vivir dentro de las estrechas fronteras definidas por el plan de partición de las Naciones Unidas. Entonces, sin embargo, aquella joven nación, que carecía de armas y de un Ejército consolidado y estructurado, fue atacada, no por uno sino por cinco países árabes bien armados.
En aquella época, yo no era plenamente consciente del hecho de que, en las vidas de los hombres, al igual que en las de las naciones, el sueño de uno puede convertirse en un instante en la pesadilla de otro.
La gran pregunta: ¿qué habría ocurrido si los dirigentes palestinos de aquel tiempo hubieran seguido el ejemplo de Israel con una declaración de constitución de un Estado palestino independiente? ¿Por qué los dirigentes palestinos «no han perdido nunca la oportunidad de perder una oportunidad», por decirlo en palabras del desaparecido Abba Eban?
Recuerdo mi primer viaje a Israel en 1949. Me embarqué en un pequeño barco, abarrotado hasta arriba de inmigrantes, en su mayor parte jóvenes sionistas, en Marsella. Al llegar a Haifa, vi en el horizonte el majestuoso Monte Carmelo, que me trajo a la cabeza sus profetas jóvenes y errantes. Recuerdo lo mucho que me emocioné al ver los primeros policías judíos, los primeros funcionarios de aduanas judíos y los primeros soldados judíos.
Mi primera visita a Jerusalén. Vagué sin rumbo fijo por la ciudad con la sensación de que ya había estado allí con anterioridad. A los ojos de mi mente, yo había estado allí en incontables ocasiones. Aún así, siempre que visito Jerusalén ahora tengo la sensación de que es la primera vez.
En 1967, Egipto ordenó a las fuerzas armadas de las Naciones Unidas que se retiraran del Sinaí y de este modo provocó la guerra. Recuerdo aquel mes de junio. Con la guerra todavía en todo su apogeo en el Sinaí y en los Altos del Golán, aprovechaba cada hora que tenía libre para rezar ante el Muro de las Lamentaciones, que recientemente había sido liberado. Un día, cuando caminaba por las estrechas callejuelas de la Ciudad Vieja, me encontré con un grupo de niños árabes que me miraron de una forma rara. De repente caí en la cuenta: estaban atemorizados. Yo les daba miedo porque era judío. Eso me preocupó enormemente. Como judíos, tenemos una larga historia de haber pasado miedo. Ahora, ¿niños aterrorizados por un judío?
No tengo ningún problema con ninguna religión. Sin embargo, no soporto a los fanáticos, de cualquier religión que sean, incluida la mía. Esos terroristas suicidas que respiran odio y practican el culto a la muerte son una plaga para todas las naciones. Hago a sus jefes responsables de los males que causan.
Soy consciente, por supuesto, de que también cabe plantear interrogantes sobre los dirigentes israelíes. Durante años y años de derramamiento de sangre, ¿han hecho ellos algo por aprovechar todas las oportunidades de poner fin a las hostilidades?
En el plano personal, me pregunto a mí mismo por qué no me he trasladado a vivir a Israel. Al final de la guerra, muchos de mis amigos de juventud culminaron su aliá [3] ilegalmente, vía Chipre, mientras que yo me quedé en Francia, con la intención de ir viendo qué pasaba y de juntar unas palabras con otras. ¿Por qué?
Sesenta años más tarde, todas esas preguntas y muchas otras más continúan sin respuesta. Sé que hay quienes me acusan de haber hecho demasiado y sé que hay otros que me culpan de no haber hecho lo suficiente, sobre todo, por vivir en Estados Unidos, tan lejos de Israel y de sus innumerables problemas.
¿Qué hay de la esperanza? ¿Es necesario renunciar a ella de una vez por todas y aceptar la realidad? ¿Tenemos que decirnos a nosotros mismos que tenemos que vivir día a día, con nuestros miedos permanentes y nuestras alegrías fugaces?
¿Cuál debería ser el papel del escritor, del profesor, del testigo o simplemente del judío que hay en mí, que no vive en Israel pero que debe a Israel adhesión y lealtad, y quizás también, por qué no, su gratitud sencillamente por existir como tal judío?
Por supuesto, yo, y como yo muchos judíos que viven en la Diáspora, siento la necesidad de cooperar con la independencia de Israel y con la superación del aislamiento en el que «las naciones del mundo», por emplear la expresión talmúdica, tratan con frecuencia de encasillar a nuestro país. Cuando hablamos de Israel, muchos de nosotros sentimos que es nuestro deber subir de nivel el debate.
¿Se trata con ello de proponer que guardemos silencio sobre los palestinos, sobre esos hombres, mujeres y niños, especialmente niños, que viven en la miseria, en el miedo, en el sufrimiento, y que echan la culpa de todo ello a Israel? Por supuesto que no. Además, me consta que el Gobierno de Israel y la mayoría de la población creen que, si hay una solución, se sustenta en dos estados que convivan el uno junto al otro y que opten por la paz.
Para un judío como yo, con mi pasado y mi compromiso, cooperar con Israel significa algo más que la simple ayuda material. Yo estuve, como también el rey Abdulah II de Jordania, entre los que pusieron en marcha la primera reunión de verdad entre el primer ministro de Israel, Ehud Olmert, y Mahmoud Abbas, presidente de la Autoridad Palestina, en nuestra Conferencia de Petra de 2006. En esta extraordinaria parte del mundo, bendecida por Dios y maltratada por el hombre, la paz sigue siendo la prioridad que más nos apasiona.
Ahora bien, ¿cómo conseguirla?
A mediados de los años 70, publiqué una carta dirigida «a un joven árabe palestino». En esa carta le decía que el hombre que yo soy, el judío que yo soy, le comprende mejor que nadie. Comprendo su sufrimiento, e incluso su rabia. Le decía que estaba dispuesto a hacer un esfuerzo por ayudarle a construir sobre las ruinas, como los judíos hemos hecho una y mil veces, La diferencia es que cuando nosotros hacemos frente a nuestros problemas, nunca optamos por la violencia.
Si tuviera que escribir hoy esta carta, añadiría que, si renunciara a sus tácticas, a la violencia absoluta del terrorismo suicida, yo y muchos otros haríamos nuestra su causa de manera inmediata. Ahora bien, ¿cómo voy a apoyar a nadie, hombre o grupo, que predica o incluso tolera una doctrina cuyo objetivo declarado es la aniquilación de una comunidad de seis millones de judíos que viven en su tierra ancestral, que es también la mía?
¿Por qué no resido en Israel ni soy ciudadano israelí? Principalmente porque, durante muchos años, pensé ingenuamente que yo era más útil a mi pueblo fuera de Israel. También, lo reconozco, porque no estaba preparado. Incluso hoy me resulta difícil distanciarme de la Diáspora y sus ansiedades, de sus recuerdos y de sus retos. Por ello mismo, si bien es cierto que no vivo en Israel, tampoco podría vivir sin Israel.
[1] El Talmud es el tratado que compendia la legislación civil y religiosa de los judíos (con apostillas y comentarios incluidos) no incluida en el Pentateuco.
[2] La ‘Qadish’ (habitualmente, con mayúscula) es la oración diaria que se recita en la sinagoga.
[3] La ‘ahyá’ o ‘aliá (literalmente ‘ascenso’ en hebreo) es el término usado para llamar a la inmigración judía a la tierra de Israel.