Los últimos manglares/ Gustavo Martín Garzo, escritor
EL PAÍS, 11/07/10;
Esmeraldas es una provincia situada en la costa norte del Ecuador poblada de hermosos manglares, que son árboles tolerantes a la sal que crecen en las costas tropicales, en las desembocaduras de los cursos de agua dulce. Su nombre procede de una palabra guaraní, que significa árbol retorcido. Proporcionan una protección natural de las costas contra huracanes y maremotos, y poseen una alta productividad, pues alojan gran cantidad de organismos acuáticos, anfibios y terrestres.
En este paraíso natural, y en la desembocadura del río Cayapas, está la pequeña comunidad de Olmedo, compuesta por unas 200 familias. En su área se encuentra el manglar más alto del mundo: el Bosque de Majagual, con especies que pueden sobrepasar los 60 metros de altura. La población negra es mayoritaria. Según la leyenda, sus primeros pobladores fueron náufragos que ganaron la tierra a nado desde un barco de esclavos que encalló junto a la costa. Allí encontraron un clima similar al de África, y se establecieron como cimarrones, de ahí su sentido de la independencia. Esmeraldas, “el reino de la libertad”, es la tierra de la marimba y el arrullo, que son ritmos de inequívoca influencia africana. La marimba es más festiva y da lugar a bailes alegres en bodas y fiestas; mientras que el arrullo suele tener un sentido mágico religioso. Busca “abrir el cielo” para conseguir, por ejemplo, que el alma de un niño muerto llegue hasta Dios.
Es en esa zona donde se ha instalado una empresa especializada en la cría de langostinos llamada Puro Congo, SA, que pertenece a una acaudalada familia del Ecuador. Esta industria está provocando la muerte del manglar. Se talan los árboles para construir las grandes piscinas donde criar el langostino, y se construyen diques de hormigón en las playas que desvían el agua de las mareas provocando la caída masiva de los árboles. El agua de las piscinas se toma con grandes bombas de los ríos cercanos, provocando la muerte de multitud de peces en estado juvenil y larvario, y se ha desviado un río para que haga de canal de desagüe. En él se vierte el agua usada de los criaderos, saturadas de productos químicos y plaguicidas que envenenan las aguas del manglar. El resultado es la muerte masiva de árboles y la pérdida de más del 70% de los recursos pesqueros, vitales para el sustento de la población.
La destrucción lenta pero masiva de este rico entorno natural ha provocado que muchas de las familias que vivían en él hayan tenido que emigrar hacia las ciudades, para vivir en sus barrios más marginales. Según Leandro Velasco, representante de las ONG’s españolas que apoyan iniciativas de desarrollo alternativo en Olmedo, una hectárea de manglar natural permitía vivir dignamente a 10 familias de la recolección de pesca y moluscos, mientras que 100 hectáreas de piscinas dan trabajo a cuatro personas. Aún más, esta industria apenas sobrevivirá 10 años. En ese plazo, los manglares estarán agotados, y los langostinos tendrán que criarse en otros lugares.
Nuestro mundo está lleno de historias como esta. Historias de industrias poderosas que, en su afán de capitalizar en el menor tiempo posible sus beneficios, destruyen mares, bosques, lagunas y reservas naturales, sumiendo en la pobreza a sus habitantes. ¿A esto llamamos desarrollo? Hace unos días Soledad Gallego Díaz protestaba en uno de sus luminosos artículos sobre el predominio absoluto en el presente de lo que ella llamaba el pensamiento económico. Gran parte de las intervenciones de periodistas, tertulianos y políticos en los medios de comunicación, tienen que ver con la economía. Hace unos días, el máximo representante de uno de los grandes partidos políticos de nuestro país declaraba sin ningún empacho: “Menos ideología y más economía, eso es lo que necesitamos”. Pero ¿se puede vivir sin ideas? Aún más, ¿acaso la historia del dinero, de sus avatares y sus múltiples disfraces, es la única historia que merece la pena contar? Es esto lo que nos dicen cada día nuestros políticos y comentaristas, sin embargo, hace solo unos años no era así y los hombres tenían otras historias que contarse acerca de sus deseos y sueños, y disponían de ideas y relatos que les permitían hacerlo.
La novelista nigeriana Chimanda Adichie ha escrito sobre el peligro de conocer una sola historia de lo que son las cosas. Los habitantes de las costas de Esmeraldas son pescadores artesanales, que llevan siglos viviendo con dignidad de su trabajo, y que mantienen con el manglar una relación compleja y llena de belleza. La historia única que los transforma en seres primitivos, incapaces de prosperar por sí mismos y adaptarse al progreso, es un estereotipo que nada tienen que ver con lo que son. “Nos robaron el nombre, pero no los Manglares ni la Dignidad”, decían en un escrito hace unos años, refiriéndose a la empresa camaronera Puro Congo, SA, pues el congo es una madera noble, por lo que el nombre de esa empresa viene a significar paradójicamente, “lo más sagrado”.
Chimanda Adichie dice que hay una palabra en su país, kali, que significa ser más grande que el otro. Los defensores de este pensamiento económico se sienten más grandes y razonables que los pueblos que explotan impunemente por lo que no tienen problema alguno en disponer de sus tierras y vidas para contar la única historia de lo que les obligan a ser, porque “el poder es la capacidad no solo de contar la historia del otro, sino de hacer que esa sea la definitiva”. Nuestro mundo, escribió Walter Benjamin, es rico en información pero pobre en historias memorables.
Las historias de estos pescadores ecuatorianos lo son. Hablan de los altos manglares, de las ballenas jorobadas, de los cangrejos azules y de los atardeceres poblados de garzas, pelícanos y fragatas, pero también de sus deseos de bienestar. No necesitan que nadie les vaya a salvar. Quieren tener escuelas, atención médica y pequeñas industrias donde manufacturar sus productos. Trabajo para sus jóvenes, calles limpias, bibliotecas y fiestas alegres. En esos bosques está su presente, su pasado y su futuro y no quieren que una industria insaciable termine por destruirlos y les obligue a abandonarlos. ¿Llenar nuestros bares de raciones de langostinos baratos justifica una acción así? El manglar para ellos es sinónimo de Vida. Es un bosque sagrado.
Los poetas persas llamaban flores celestes a los meteoritos y a las estrellas fugaces; y en la mística china se hablaba a menudo de la flor de oro, que era el símbolo de la realización absoluta. En Oriente, el árbol del dulce rocío se confunde con el árbol que canta en las leyendas y cuentos folklóricos. En la provincia de Esmeraldas ese árbol eterno es el gran manglar. Si desaparece, con él lo harán los sueños, las leyendas y las canciones del pueblo que lo ha cuidado hasta hoy. En un mundo como el nuestro, en el que solo reinan las leyes del capitalismo más feroz, es preciso luchar para que esas otras historias de los hombres se sigan escuchando en el mundo. Compartir algo, sentir al otro como un igual, comprender que ninguna vida cabe en una sola historia, ese es el único paraíso a que podemos aspirar como seres humanos