“Yo
no maté a Enrique Camarena”/ANABEL
HERNÁNDEZ
Revista Proceso # 2073, 24 de julio de 2016, pags 6-10
· Asegura Caro
Quintero que estaba “en el lugar equivocado”
· “Pido perdón a
la sociedad mexicana, a la DEA, a Washington…”
· “No estoy en
guerra con nadie; El Chapo y El Mayo son mis amigos”
· “A los Beltrán
Leyva ni los conozco”
· Sembraba
mariguana: “De alguna manera había que sobrevivir”
· “Ya no soy
narco… quiero vivir en paz”
· En la
clandestinidad, entrevista videograbada para ProcesoTV
La
espera transcurre en algún lugar del norte de México. Es una tarde que anuncia
tormenta. De pronto, como fantasma, aparece caminando, con paso relajado, un
hombre de 63 años, erguido en su metro ochenta de estatura. Tiene la tez
bronceada y las manos encallecidas. Bajo la gorra azul asoma el cabello corto
teñido de oscuro. Muestra una dentadura perfecta y brillante y su cuerpo –delgado,
correoso– delata ejercicio.
Es
Rafael Caro Quintero, a quien apodan El Príncipe o El Narco de Narcos. Por su
captura, el gobierno de Estados Unidos ofrece una recompensa de 5 millones de
dólares. Y el de México lo acusa de haberse reincorporado al narcotráfico y
desatar una guerra contra el Cártel de Sinaloa.
Lleva
en el pecho al menos dos escapularios: uno de la Virgen de San Juan de los
Lagos, regalo de uno de sus hijos mayores, y otro con una bendición de su
madre. Viste camisa de manga larga, abotonada casi hasta el cuello, y pantalón
vaquero azul. En la muñeca izquierda porta un reloj de carátula negra. No hay
joyas, lujos ni armas a la vista; su escolta parece estar compuesta sólo por
dos hombres. Sus zapatos de goma son negros y están visiblemente desgastados.
Parecen la metáfora exacta de alguien que huye de la justicia desde hace casi
tres años.