Publicado en El País, 25 de junio de 2009;
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Asentamiento: 1. Acción y efecto de asentar o asentarse. 2. Instalación provisional, por la autoridad gubernativa, de colonos o cultivadores en tierras destinadas a expropiarse. (Diccionario de la Real Academia Española).
Soy lo suficientemente viejo para recordar cuando los kibutzim israelíes parecían asentamientos. En los primeros años sesenta, pasé un tiempo en el kibutz Hakuk, una pequeña comunidad fundada por la Haganah, el Ejército judío anterior a la creación del Estado de Israel. Nacido en 1945, Hakuk estaba todavía sin refinar. Las pocas docenas de familias que vivían allí se habían construido un comedor, una guardería, cobertizos y viviendas. Pero más allá de las residencias no había más que colinas cubiertas de rocas y campos a medio limpiar.
Hakuk sigue existiendo. Salvo que hoy se dedica a la fabricación de plásticos y al turismo que acude al cercano Mar de Galilea. La granja original, construida en torno a un fuerte, se ha convertido en atracción turística. Llamar a este kibutz “asentamiento” resultaría extraño. Sin embargo, Israel necesita “asentamientos”. Son un elemento intrínseco de la imagen que siempre ha querido transmitir a sus admiradores y donantes extranjeros: la de un pequeño país que lucha para asegurarse el lugar que le corresponde en un entorno hostil mediante el duro y positivo trabajo de limpieza de tierras, irrigación, autosuficiencia agraria, productividad e industriosidad, legítima defensa y construcción de comunidades judías. Pero este relato de neocolectivistas y pioneros suena falso en el Israel moderno y lleno de alta tecnología. Por eso se ha trasladado el mito a otro lugar: a las tierras palestinas capturadas en la guerra de 1967 y ocupadas de forma ilegal desde entonces.
No es casualidad que se fomente en los medios de comunicación internacionales la referencia a los colonos y asentamientos judíos en Cisjordania. Pero la imagen que se proyecta es engañosa. El mayor de estos controvertidos “asentamientos” es Maale Adumim, que tiene una población de más de 35.000 habitantes y comprende tierras con una superficie de 50 kilómetros cuadrados, el triple que Ginebra, en Suiza, y casi la mitad que Manchester, en Inglaterra. ¡Menudo “asentamiento”!
En los territorios ocupados existen 120 asentamientos israelíes oficiales. Hay además otros “extraoficiales”, cuyo número se calcula entre 80 y 100. Para el derecho internacional, no existe ninguna diferencia entre estas dos categorías: ambas infringen el artículo 47 del Cuarto Convenio de Ginebra, que prohíbe de forma explícita la anexión de tierras mediante el uso de la fuerza, un principio reafirmado en el artículo 2(4) de la Carta de Naciones Unidas. Es decir, la distinción que se hace a menudo en las proclamaciones israelíes y las informaciones estadounidenses es falsa: todos los “asentamientos” son ilegales, hayan sido o no oficialmente aprobados e independientemente de que su expansión se haya “congelado” o continúe adelante.
La población de colonos ha crecido sin cesar a un ritmo del 5% o más durante los últimos 20 años, casi el cuádruple que la población israelí en su conjunto. Junto con los judíos de Jerusalén Este (también anexionada de forma ilegal y unilateral a la capital de Israel), los colonos son hoy más de medio millón de personas: justo por debajo del 11% de la población (judía) del “Gran Israel”, y ésa es una de las razones por las que cuentan tanto en las elecciones, en las que la representación proporcional les otorga una influencia desmesurada.
Ahora bien, si Israel se emborracha con los asentamientos, Estados Unidos lleva mucho tiempo siendo el que se lo permite. Si Washington no diera a Israel 3.100 millones de dólares anuales de ayuda, las casas en los asentamientos de Cisjordania no serían tan baratas, menos de la mitad de unas viviendas equivalentes en el territorio israelí propiamente dicho. Muchos de quienes van a vivir a esas casas ni siquiera se consideran “colonos”. Recién llegados de Rusia y otros países, se limitan a aceptar la oferta de alojamiento subvencionado, se trasladan a los territorios ocupados y se convierten en clientes agradecidos de sus patronos políticos, por lo que será muy difícil sacarlos de allí.
Claro que nadie cree en serio que los “asentamientos” vayan a desaparecer alguna vez, con su medio millón de residentes, sus instalaciones urbanas y su acceso privilegiado a la tierra y el agua. Las autoridades israelíes, ya sean de izquierda, derecha o centro, no tienen intención de eliminarlos, y ni los palestinos ni los estadounidenses informados se hacen ilusiones al respecto. Por supuesto, casi todos prefieren fingir lo contrario, hablar de la “hoja de ruta” de 2003 y de un acuerdo definitivo basado en las fronteras de 1967. Pero ésa es la calderilla de la hipocresía política, el lubricante de las relaciones diplomáticas, que facilita la comunicación y el compromiso. Hay ocasiones, sin embargo, en las que la hipocresía política es su propia némesis, y ésta es una de ellas. Como los asentamientos no van a desaparecer jamás, pero casi todo el mundo prefiere creer que sí, hemos decidido ignorar las repercusiones de lo que los israelíes se enorgullecen en llamar la “realidad sobre el terreno”.
Benjamín Netanyahu lo sabe mejor que la mayoría. El pasado 14 de junio pronunció un discurso muy esperado en el que se las arregló para lanzar una cortina de humo con la que engañar a sus interlocutores estadounidenses. Al tiempo que se ofrecía a reconocer la hipotética existencia de un posible Estado palestino, con la condición explícita de que no controle su espacio aéreo ni tenga medios de defenderse contra las agresiones, reiteró la única postura israelí que importa verdaderamente: no construiremos asentamientos ilegales, pero nos reservamos el derecho a extender los “legales” (es decir, los que decidimos autorizar) con arreglo a su ritmo natural de crecimiento.
The New York Times, como era de prever, mordió el anzuelo. “Netanyahu apoya el Estado palestino, con condiciones”, decía su titular del 15 de junio. Pero la pregunta que importa es: ¿seguirá Obama el ejemplo del periódico? Seguramente está deseándolo. Nada podría agradar más al presidente estadounidense y sus asesores que poder afirmar que, tras su discurso en El Cairo, hasta Netanyahu cambió de posición y se abrió a la posibilidad de compromiso. De esa forma, el Gobierno norteamericano podría evitar un enfrentamiento directo con su más estrecho aliado. Sin embargo, la incómoda realidad es que el primer ministro israelí volvió a afirmar una verdad sin disimulos: no tenemos intención, declaró, de reconocer las leyes ni las opiniones internacionales sobre nuestra ocupación de tierras en “Judea y Samaria”.
Por consiguiente, el presidente Obama tiene que elegir. Puede hacer el juego a los israelíes, pretender que cree en sus buenas intenciones y la importancia de las distinciones que le ofrecen; pero los israelíes estarían tomándole por tonto, y ésa es la imagen que daría en la región y en todo el mundo. O puede romper con dos décadas de docilidad estadounidense, reconocer públicamente que el emperador está desnudo, tratar a Netanyahu como el cínico que es y recordar a los israelíes que sus asentamientos (todos sus asentamientos) dependen de la buena voluntad de Estados Unidos. Los llamados “asentamientos” no tienen nada que ver con la defensa de Israel, ni mucho menos con sus ideales fundacionales de autosuficiencia agraria y autonomía judía. No son más que una forma de colonización, y Estados Unidos no debería dedicarse a subvencionar ni permitir esas cosas, ni a conspirar para disimularlas.
Si tengo razón y la eliminación de los asentamientos ilegales de Israel es poco menos que impensable, la aceptación por parte de Estados Unidos de que la mera no expansión de los asentamientos “autorizados” es un verdadero paso hacia la paz en Oriente Próximo sería el peor resultado posible del actual baile diplomático. Nadie en la región se cree ese cuento de hadas. La tramposa clase política israelí daría un inmerecido suspiro de alivio, porque habría vuelto a engañar a quien le paga. Y Estados Unidos quedaría humillado ante sus amigos, para no hablar de sus enemigos. Si los norteamericanos no son capaces de defender sus propios intereses en la región, que al menos no se dejen volver a tomar el pelo
Soy lo suficientemente viejo para recordar cuando los kibutzim israelíes parecían asentamientos. En los primeros años sesenta, pasé un tiempo en el kibutz Hakuk, una pequeña comunidad fundada por la Haganah, el Ejército judío anterior a la creación del Estado de Israel. Nacido en 1945, Hakuk estaba todavía sin refinar. Las pocas docenas de familias que vivían allí se habían construido un comedor, una guardería, cobertizos y viviendas. Pero más allá de las residencias no había más que colinas cubiertas de rocas y campos a medio limpiar.
Hakuk sigue existiendo. Salvo que hoy se dedica a la fabricación de plásticos y al turismo que acude al cercano Mar de Galilea. La granja original, construida en torno a un fuerte, se ha convertido en atracción turística. Llamar a este kibutz “asentamiento” resultaría extraño. Sin embargo, Israel necesita “asentamientos”. Son un elemento intrínseco de la imagen que siempre ha querido transmitir a sus admiradores y donantes extranjeros: la de un pequeño país que lucha para asegurarse el lugar que le corresponde en un entorno hostil mediante el duro y positivo trabajo de limpieza de tierras, irrigación, autosuficiencia agraria, productividad e industriosidad, legítima defensa y construcción de comunidades judías. Pero este relato de neocolectivistas y pioneros suena falso en el Israel moderno y lleno de alta tecnología. Por eso se ha trasladado el mito a otro lugar: a las tierras palestinas capturadas en la guerra de 1967 y ocupadas de forma ilegal desde entonces.
No es casualidad que se fomente en los medios de comunicación internacionales la referencia a los colonos y asentamientos judíos en Cisjordania. Pero la imagen que se proyecta es engañosa. El mayor de estos controvertidos “asentamientos” es Maale Adumim, que tiene una población de más de 35.000 habitantes y comprende tierras con una superficie de 50 kilómetros cuadrados, el triple que Ginebra, en Suiza, y casi la mitad que Manchester, en Inglaterra. ¡Menudo “asentamiento”!
En los territorios ocupados existen 120 asentamientos israelíes oficiales. Hay además otros “extraoficiales”, cuyo número se calcula entre 80 y 100. Para el derecho internacional, no existe ninguna diferencia entre estas dos categorías: ambas infringen el artículo 47 del Cuarto Convenio de Ginebra, que prohíbe de forma explícita la anexión de tierras mediante el uso de la fuerza, un principio reafirmado en el artículo 2(4) de la Carta de Naciones Unidas. Es decir, la distinción que se hace a menudo en las proclamaciones israelíes y las informaciones estadounidenses es falsa: todos los “asentamientos” son ilegales, hayan sido o no oficialmente aprobados e independientemente de que su expansión se haya “congelado” o continúe adelante.
La población de colonos ha crecido sin cesar a un ritmo del 5% o más durante los últimos 20 años, casi el cuádruple que la población israelí en su conjunto. Junto con los judíos de Jerusalén Este (también anexionada de forma ilegal y unilateral a la capital de Israel), los colonos son hoy más de medio millón de personas: justo por debajo del 11% de la población (judía) del “Gran Israel”, y ésa es una de las razones por las que cuentan tanto en las elecciones, en las que la representación proporcional les otorga una influencia desmesurada.
Ahora bien, si Israel se emborracha con los asentamientos, Estados Unidos lleva mucho tiempo siendo el que se lo permite. Si Washington no diera a Israel 3.100 millones de dólares anuales de ayuda, las casas en los asentamientos de Cisjordania no serían tan baratas, menos de la mitad de unas viviendas equivalentes en el territorio israelí propiamente dicho. Muchos de quienes van a vivir a esas casas ni siquiera se consideran “colonos”. Recién llegados de Rusia y otros países, se limitan a aceptar la oferta de alojamiento subvencionado, se trasladan a los territorios ocupados y se convierten en clientes agradecidos de sus patronos políticos, por lo que será muy difícil sacarlos de allí.
Claro que nadie cree en serio que los “asentamientos” vayan a desaparecer alguna vez, con su medio millón de residentes, sus instalaciones urbanas y su acceso privilegiado a la tierra y el agua. Las autoridades israelíes, ya sean de izquierda, derecha o centro, no tienen intención de eliminarlos, y ni los palestinos ni los estadounidenses informados se hacen ilusiones al respecto. Por supuesto, casi todos prefieren fingir lo contrario, hablar de la “hoja de ruta” de 2003 y de un acuerdo definitivo basado en las fronteras de 1967. Pero ésa es la calderilla de la hipocresía política, el lubricante de las relaciones diplomáticas, que facilita la comunicación y el compromiso. Hay ocasiones, sin embargo, en las que la hipocresía política es su propia némesis, y ésta es una de ellas. Como los asentamientos no van a desaparecer jamás, pero casi todo el mundo prefiere creer que sí, hemos decidido ignorar las repercusiones de lo que los israelíes se enorgullecen en llamar la “realidad sobre el terreno”.
Benjamín Netanyahu lo sabe mejor que la mayoría. El pasado 14 de junio pronunció un discurso muy esperado en el que se las arregló para lanzar una cortina de humo con la que engañar a sus interlocutores estadounidenses. Al tiempo que se ofrecía a reconocer la hipotética existencia de un posible Estado palestino, con la condición explícita de que no controle su espacio aéreo ni tenga medios de defenderse contra las agresiones, reiteró la única postura israelí que importa verdaderamente: no construiremos asentamientos ilegales, pero nos reservamos el derecho a extender los “legales” (es decir, los que decidimos autorizar) con arreglo a su ritmo natural de crecimiento.
The New York Times, como era de prever, mordió el anzuelo. “Netanyahu apoya el Estado palestino, con condiciones”, decía su titular del 15 de junio. Pero la pregunta que importa es: ¿seguirá Obama el ejemplo del periódico? Seguramente está deseándolo. Nada podría agradar más al presidente estadounidense y sus asesores que poder afirmar que, tras su discurso en El Cairo, hasta Netanyahu cambió de posición y se abrió a la posibilidad de compromiso. De esa forma, el Gobierno norteamericano podría evitar un enfrentamiento directo con su más estrecho aliado. Sin embargo, la incómoda realidad es que el primer ministro israelí volvió a afirmar una verdad sin disimulos: no tenemos intención, declaró, de reconocer las leyes ni las opiniones internacionales sobre nuestra ocupación de tierras en “Judea y Samaria”.
Por consiguiente, el presidente Obama tiene que elegir. Puede hacer el juego a los israelíes, pretender que cree en sus buenas intenciones y la importancia de las distinciones que le ofrecen; pero los israelíes estarían tomándole por tonto, y ésa es la imagen que daría en la región y en todo el mundo. O puede romper con dos décadas de docilidad estadounidense, reconocer públicamente que el emperador está desnudo, tratar a Netanyahu como el cínico que es y recordar a los israelíes que sus asentamientos (todos sus asentamientos) dependen de la buena voluntad de Estados Unidos. Los llamados “asentamientos” no tienen nada que ver con la defensa de Israel, ni mucho menos con sus ideales fundacionales de autosuficiencia agraria y autonomía judía. No son más que una forma de colonización, y Estados Unidos no debería dedicarse a subvencionar ni permitir esas cosas, ni a conspirar para disimularlas.
Si tengo razón y la eliminación de los asentamientos ilegales de Israel es poco menos que impensable, la aceptación por parte de Estados Unidos de que la mera no expansión de los asentamientos “autorizados” es un verdadero paso hacia la paz en Oriente Próximo sería el peor resultado posible del actual baile diplomático. Nadie en la región se cree ese cuento de hadas. La tramposa clase política israelí daría un inmerecido suspiro de alivio, porque habría vuelto a engañar a quien le paga. Y Estados Unidos quedaría humillado ante sus amigos, para no hablar de sus enemigos. Si los norteamericanos no son capaces de defender sus propios intereses en la región, que al menos no se dejen volver a tomar el pelo