La memoria de Pamuk/por Orhan Pamuk
El núcleo de mi biblioteca lo forma la de mi padre. A los diecisiete o dieciocho años, cuando empecé a pasar la mayor parte de mi tiempo leyendo a solas, atacaba los libros del salón de mi padre tanto como las librerías de Estambul. Fue entonces cuando comencé a, si leía algo que me gustaba, llevármelo de la biblioteca de mi padre a la de mi cuarto y a colocarlo entre mis propios libros. Mi padre, feliz de que su hijo leyera, se alegraba de que añadiese a mi biblioteca algunos de sus libros y cuando veía en mis estantes alguno de sus antiguos volúmenes bromeaba conmigo diciendo: "Vaya, también este libro ha sido elevado a una alta categoría".
En 1970, a los dieciocho años y como todo turco aficionado a los libros, empecé a escribir poesía. Por un lado estudiaba arquitectura y notaba que iba perdiendo el placer que me proporcionaba la pintura, y por otro, a escondidas y fumando hasta altas horas de la noche, escribía poemas. Fue en esa época cuando me leí todos los libros de poesía turca de la biblioteca de mi padre, que en su juventud también quiso ser poeta.
Me gustaban los libros delgaditos y de tapas pálidas de los poetas que pasarían a la historia de la poesía turca con el nombre de Primeros Nuevos (de los años cuarenta y cincuenta) y Segundos Nuevos (de los sesenta y setenta) y al leerlos me gustaba estar escribiendo poesía como ellos. Parte de los Primeros Nuevos, que trajeron a la poesía turca la lengua del ciudadano de a pie y su sentido del humor e ignoraron el discurso formal de la lengua oficial de un mundo represivo y autoritario, por ejemplo, Orhan Veli, Melih Cevdet u Oktay Rifat, eran también conocidos, así como los primeros libros que publicaron, como el grupo de los "Raros". Mi padre a veces sacaba de su biblioteca las primeras ediciones de aquellos poetas y nos leía en voz alta y con un estilo que nos hacía sentir que la literatura era uno de los aspectos más maravillosos de la vida un par de poemas divertidos y bromistas que nos gustaban y nos divertían.
En cuanto a la poesía de los Segundos Nuevos, una continuación de aquella corriente renovadora, me emocionaba el hecho de que de ella surgiera una voz descriptiva y narrativa que alcanzaba una confusión a veces dadaísta o surrealista y a veces ornamental. Al leer a esos poetas, extrañamente en ocasiones tan incomprensibles y difíciles como emocionantes y ahora todos fallecidos (Cemal Süreya, Turgut Uyar, Ilhan Berk), me sentía como esos inocentes que al mirar un cuadro "abstracto" creen que también ellos podrían hacerlo. Como el pintor que al contemplar un buen cuadro, o un cuadro que cree haber entendido cómo se ha hecho, corre a su estudio con el deseo de pintar, me entraban ganas de escribir poesía y me sentaba a la mesa a hacerlo.
Como, exceptuando a estos autores, la poesía turca está muy alejada de la lengua cotidiana y es muy artificial, me interesaba más que como poesía, aparte de algunos poemas y versos excepcionales y sumamente hermosos, como cuestión intelectual. ¿Qué protegería el poeta local de esa tradición que iba desapareciendo bajo el aplastante peso de la occidentalización, la modernidad y Europa, y cómo lo haría? ¿Cómo se podían adaptar a los juegos literarios y a una poesía moderna las bellezas de la poesía del Diván, que las elites otomanas habían creado bajo la influencia persa y que las nuevas generaciones sólo podían entender gracias a diccionarios y guías? Estas preguntas, expresadas de una forma muy general con la locución "aprovecharse de la tradición", durante mucho tiempo ocuparon la mente tanto de los autores de mi generación como la de los de la previa. Los problemas literarios y filosóficos podían discutirse con más facilidad a través de la poesía gracias a la fuerza de la poesía otomana, fuera de la influencia occidental, y a su tradición centenaria. El hecho de que no existiera una tradición prosística y novelística daba lugar a que nosotros, los narradores, preocupados por el localismo literario y formal, volviéramos los ojos a la poesía. A principios de los setenta, cuando decidí ser novelista después de que mi entusiasmo por la poesía se inflamara y se extinguiera sin que pasara mucho, en Turquía se consideraba a la poesía como la verdadera literatura y a la novela como algo más bajo y popular. No sería incorrecto afirmar que en los últimos treinta y cinco años la novela se ha convertido en algo más importante mientras que la poesía ha perdido su importancia. Durante este tiempo tanto los lectores de literatura como la industria del libro han crecido y se han enriquecido a una velocidad sorprendente.
Cuando yo decidí ser escritor el punto de vista dominante, tanto en la poesía como en la novela, no era sólo el que un individuo solitario expresara con palabras su propio ser, su alma y sus singularidades, sino que también se valoraba que el escritor, actuando en equipo con un grupo, una colectividad o con sus compañeros, contribuyera en algo a una utopía, a un sueño (modernismo, socialismo, islamismo, nacionalismo o republicanismo laico). Por esa razón, para los autores nunca fue una cuestión literaria el impulso de aprovecharse de la Historia y la tradición para encontrar la forma literaria que más les sirviera para expresar su voz, sino que, en su lugar, se transformó en parte del sueño de construir la sociedad, la nación, feliz y armoniosa del futuro codo a codo con el Estado. A veces pienso que en el último siglo la literatura modernista y optimista, sea tanto republicanista, ilustrada y laica como socialista igualitaria, ha perdido de vista el espíritu de lo que ocurría en las calles de Estambul y en sus propias casas por tener la mirada demasiado puesta en el futuro. Me da la impresión de que los autores que lamentan la pérdida de la cultura del pasado, como Tanpinar o Abdülhak Sinasi Hisar, y los que aman sin prejuicios la poesía y la vitalidad de las calles de Estambul, como Ahmet Rasim, Sait Faik o Aziz Nesin, explican mejor la vida que vivimos que aquellos que se preocupan apasionadamente por cómo Turquía puede alcanzar un futuro brillante.
Después de que comenzaran los movimientos de occidentalización y modernización, el problema fundamental de todas las literaturas no occidentales, no sólo la turca, ha sido la dificultad de abarcar al mismo tiempo los sueños de futuro con los colores del presente, el sueño de un país y un ser humano modernos con el placer de vivir en el mundo tradicional existente. El que los escritores que imaginan un futuro radical muchas veces hayan intervenido en disputas políticas y luchas por el poder y hayan dado con sus huesos en la cárcel ha endurecido y hecho más amargas sus voces y sus observaciones.
En la biblioteca de mi padre también estaban los primeros libros de Nazim Hikmet, publicados en los años treinta, antes de que ingresara en la cárcel. Me impresionaban tanto como el tono airado y positivo de quien cree en un futuro esperanzador y feliz y las innovaciones formales tomadas de los futuristas rusos, los padecimientos sufridos por el poeta, sus días en la cárcel, la vida en presidio tal y como la describían en sus cartas y memorias narradores realistas como Orhan Kemal y Kemal Tahir, que compartieron cárcel con él. De memorias de intelectuales y periodistas turcos que sufrieron prisión y de novelas y cuentos que transcurren en la cárcel podría formarse una biblioteca entera. En cierta época leí tanta literatura carcelaria que aprendí tanto como un preso cualquiera de la vida cotidiana en los pabellones, de esa jerga presidiaria que tanto me gustaba y de las leyes de matones y chulos. Por aquellos años la literatura me parecía una vida en la que la policía te esperaba continuamente a la puerta, la secreta te seguía por las calles, te pinchaban los teléfonos, no podías conseguir un pasaporte y desde prisión escribías emotivas cartas y poemas a tu amada. Nunca aspiré a esa vida de la que supe por los libros, pero la encontraba romántica. Treinta años más tarde, cuando viví hasta cierto punto preocupaciones parecidas, me consolaba pensando que mi situación era mucho más llevadera que la descrita en los libros de aquellos autores que había leído en mi juventud con un horror comprensible y un extraño romanticismo.
Por desgracia he perdido muy poco del punto de vista ilustrado y utilitario según el cual los libros son algo que nos prepara para la vida. Puede que sea porque la vida del escritor en Turquía siempre lo confirma. Sobre todo porque en Turquía nunca, pero especialmente en aquellos tiempos, han existido grandes bibliotecas donde uno pudiera encontrar con facilidad el libro que quería. Tras la fantasía de la biblioteca borgiana en la que cada libro gana una misteriosa cualidad y, como consecuencia, la propia biblioteca se reviste de una poesía ajustada a la confusión del mundo y de una aureola metafísica de infinitud, están esas grandes bibliotecas que contienen innumerables libros, tantos como para que sea imposible leerlos todos. Borges era director de una biblioteca así en Buenos Aires. Pero en mi juventud no había ni en Estambul ni en toda Turquía ni una sola de esas bibliotecas abierta para el aficionado a los libros. En cuanto a libros en lenguas extranjeras, no los había en ninguna. Si quería aprender de todo, convertirme en alguien ilustrado y profundo y librarme de los límites asfixiantes que guardaban las prohibiciones, el título de literato y las amistades y grupos de la literatura nacional, debía formarme mi propia gran biblioteca.
Entre 1970 y 1990, después de escribir, mi principal ocupación consistió en comprar libros para formarme una biblioteca que contuviera todos los libros importantes y útiles dignos de interés. Mi padre me daba una buena cantidad de dinero para gastos. A partir de los dieciocho años convertí en costumbre el ir una vez por semana al mercado de libros de Beyazit. Me pasaba horas, días, en aquellas tiendas calentadas a duras penas por pequeñas estufas eléctricas, rebosantes de pilas de libros sin clasificar y en las que todo el mundo, desde el dependiente y el dueño hasta el visitante ocasional o el aficionado buscador de libros, tenía aspecto de ser muy pobre. Entraba en una tienda que vendía libros de segunda mano; inspeccionaba uno por uno todos los estantes y todos los libros; escogía uno de historia sobre las relaciones otomano-suecas en el siglo XVIII, o las memorias del director médico del Hospital Psiquiátrico de Bakirköy, o las notas de un periodista testigo de un golpe de Estado frustrado, o una monografía sobre los edificios otomanos en Macedonia, o una antología en turco de las memorias del viaje de un alemán que había venido a Estambul en el siglo XVII, o las reflexiones de un catedrático de la facultad de medicina de Çapa sobre la neurosis maniaco-depresiva y la predisposición a la esquizofrenia, o el diván de un olvidado poeta otomano comentado y traducido al turco de nuestros días, o un libro de propaganda ilustrado con fotografías en blanco y negro sobre las carreteras, edificios y parques construidos por la diputación de Estambul en los años cuarenta; regateaba con el dependiente y me lo compraba. Al principio reunía todos los clásicos de las literaturas universal y turca -aunque para la literatura turca sería más apropiado decir "libros importantes"-. Los otros, pensaba que ya los leería algún día, como los clásicos. Pero incluso mi madre, preocupada por lo mucho que leía, se daba cuenta de que compraba más libros de los que podía leer. "Por lo menos no compres más sin haberte acabado los que has comprado ahora", decía bastante harta.
No compraba los libros como un coleccionista, sino como alguien inquieto que quisiera comprender lo antes posible, leyéndolo todo, el sentido del mundo y por qué Turquía era tan pobre y problemática. Con poco más de veinte años era incapaz de dar una respuesta satisfactoria a los amigos que venían a la casa en que vivía con mis padres y me preguntaban para qué compraba aquellos libros que iban llenando a toda velocidad cada uno de los cuartos. El motivo de la casa en los cuentos populares de Gümüshane; la trastienda de la rebelión de Ethem el circasiano contra Atatürk; un listado de asesinatos políticos en la época constitucional; la historia de la cacatúa de Abdülhamit, comprada por el embajador en Londres por encargo del sultán y enviada desde Inglaterra a Turquía; ejemplos de cartas de amor para tímidos; la historia de la introducción de las tejas de Marsella en Turquía; las memorias políticas del médico que fundó el primer hospital para tuberculosos; una Historia del Arte Occidental de ciento cincuenta páginas escrita en los años treinta; los apuntes de clase del comisario que enseñaba a los estudiantes de la escuela de policía las maneras de combatir a los pequeños delincuentes callejeros como carteristas, timadores y descuideros; los seis tomos de memorias de un antiguo presidente de la república, llenos de documentos; la influencia en la pequeña empresa moderna de la ética de los gremios otomanos; la historia, los secretos y la genealogía de los jeques de la cofradía de los cerrahi; las memorias del París de los años treinta de un pintor olvidado por todos; las intrigas de los comerciantes para elevar el precio de las avellanas; las quinientas páginas de duras críticas de un movimiento marxista turco prosoviético a otro movimiento prochino y proalbanés; el cambio de la ciudad de Eregli tras la apertura de las fábricas de hierro y acero; el libro para niños titulado Cien turcos famosos, la historia del incendio de Aksaray; una selección de columnas de entreguerras de un periodista totalmente olvidado hacía treinta años; la historia bimilenaria comprimida en doscientas páginas de una pequeña ciudad de la Anatolia Central que no era capaz de localizar en el mapa de un primer vistazo; la afirmación de un maestro jubilado que pretendía, a pesar de no saber inglés, haber resuelto el misterio de quién era el asesino de Kennedy sólo leyendo la prensa turca; ¿de verdad me interesaba tanto todo aquello como para leérmelo de principio a fin? En años posteriores volvería a encontrarme con esa pregunta: siempre me tomaba en serio interpelaciones del tipo: "Orhan Bey, ¿se ha leído todos los libros de su biblioteca?". "Sí", contestaba. "Y, si no me los he leído todos, puede que algún día me sirvan de algo".
Como puede comprenderse por esa respuesta que daba con tanta seriedad, en mi juventud mi relación con los libros se limitaba al optimista punto de vista del positivista irredento que cree que podrá dominar el mundo gracias a sus conocimientos. Puede que algún día usara aquella información en una novela. En mí había algo de la resolución del personaje autodidacta de La náusea de Jean-Paul Sartre, que se lee todos los libros de la biblioteca de una ciudad de la A a la Z, y de Peter Klein, el personaje de Auto de fe de Elias Canetti que se enorgullece de sus libros como un militar de sus ejércitos y que recibe su fuerza de ellos. La idea de la biblioteca de Borges para mí no era una fantasía metafísica que aludía a la infinitud del mundo, sino la mismísima biblioteca que me estaba formando en mi casa de Estambul libro a libro.
Encargué al instante un libro sobre fundamentos legales de la economía agraria del Imperio Otomano en los siglos XV y XVI. Gracias a él supe, leyendo los impuestos que se aplicaban a las pieles de tigre, que por aquel entonces había tigres en Anatolia. Gracias a los pesados volúmenes de su correspondencia desde el exilio supe que el poeta decimonónico Namik Kemal, combativo, patriota, romántico y educador (¡el Victor Hugo turco!), protagonista imprescindible de los manuales escolares y de los chistes verdes de estudiantes, era un malhablado con la boca podrida. Compraba en cuanto lo veía las divertidas memorias políticas de un ex diputado que había sufrido prisión, el recuento de los casos más curiosos de incendios y accidentes de tráfico que se había encontrado a lo largo de su vida laboral un asegurador, los recuerdos de una diplomática bastante pija que había sido compañera mía de clase. Me daba cuenta de que al ocuparme sólo de los libros me perdía la otra parte de la vida y en venganza de la vida que se me escapaba compraba más libros. Ahora, muchos años después, comprendo que pasé horas muy felices en las frías librerías haciendo amistad con el dependiente que me ofrecía un té y hurgando en el fondo de pilas de libros viejos.
Después de pasarme unos diez años escarbando en las librerías de viejo y en el mercado de libros, a finales de los setenta concluí que por mis manos debían de haber pasado todos los libros escritos en alfabeto latino desde principios de la República. A veces calculaba que desde 1928, año en que toda la nación pasó del alifato árabe al alfabeto latino por deseo de Atatürk, debían de haberse publicado, como mucho, cincuenta mil libros. En 2008 aquella cifra apenas había superado los cien mil. El plan secreto que se escondía tras mi ansia por comprar libros quizá fuera el de reunirlos todos en mi casa... Pero la mayoría los compraba por el impulso del momento. En mi manera de comprar los libros uno a uno había algo que se parecía a construir una casa piedra a piedra.
A principios de los ochenta podía ver a otros como yo no sólo en los libreros de viejo sino también en las principales librerías de la ciudad. Hablo de los que se pasaban cada tarde por la librería a las cinco o las seis de la tarde, le preguntaban al dependiente: "¿Qué hay de nuevo hoy?" y examinaban una a una las novedades que habían llegado ese día. Hoy, en el año 2008, la cifra se ha multiplicado por tres, pero en los ochenta se publicaban en Turquía unos tres mil libros anuales de media. Cerca de la mitad de estos libros, de los que vi una gran mayoría, eran traducciones. Como no se importaban demasiados libros de fuera intentaba enterarme de lo que ocurría en la literatura mundial a través de esas traducciones, en general descuidadas y hechas a toda prisa.
En los setenta las estrellas de las librerías eran los grandes volúmenes históricos que investigaban las raíces del "atraso" de Turquía, de su pobreza y de sus crisis políticas y sociales. Aquellas pretenciosas historias modernas, escritas con un lenguaje airado, al contrario que las antiguas historias otomanas, de las cuales cada día se editaba alguna nueva en alfabeto moderno -me las compraba todas-, no nos acusaban demasiado por los desastres que se nos habían caído encima, sino que atribuían nuestra pobreza, nuestra falta de formación y nuestro "atraso" o a fuerzas extranjeras o, ya entre nosotros, a un puñado de retorcidos villanos y, quizá por eso, se leían y gustaban mucho. También compraba sin dejar que se me escaparan los libros de historia, las memorias o las novelas que demostraban que "detrás" de tantos golpes militares de la historia reciente, de los movimientos políticos, de las derrotas militares de los años del desplome del Imperio Otomano y de los interminables crímenes políticos, había un "misterio", una conspiración maligna, un juego de las potencias internacionales. Historias de la ciudad escritas por maestros jubilados y publicadas por los propios autores o por los ayuntamientos; memorias de idealistas médicos, ingenieros, funcionarios de Hacienda, diplomáticos o políticos; biografías de estrellas cinematográficas; libros sobre las cofradías religiosas y sus jeques; volúmenes que revelaban la cara oculta de los masones y sus nombres; compraba todos aquellos libros que contenían algo de humor, algo de la vida, algo de la realidad o, al menos, algo de Turquía.
De niño leí con mucho agrado libros sobre Atatürk escritos por sus compañeros o por miembros de su círculo más íntimo. Al contrario que aquellos libros escritos por gente que conoció a Atatürk y lo apreciaban de veras, la imagen de Atatürk fue convertida por las generaciones posteriores en la de un superhombre autoritario a causa de las prohibiciones que nos impedían ver sus facetas más humanas y escribir sobre ellas, y la mayor parte de las veces su respetable nombre ha sido mal usado para legitimar la opresión política y las prohibiciones. A causa de las prohibiciones existentes hoy en día en Turquía, es imposible hablar de Atatürk en una novela como de una persona normal o escribir una biografía convincente sin acabar en los tribunales. No obstante, cada año se escriben cientos de libros sobre él. Quizá porque, como ocurre con los libros sobre el islam, las prohibiciones han simplificado una materia difícil y compleja que ahora les resulta muy cómoda a los autores.
A mediados de los setenta, cuando dejé de lado mi sueño de ser pintor y arquitecto, en Turquía se publicaban unas cuarenta o cincuenta novelas al año. Las examinaba todas, me compraba la mayoría por si me servían de algo algún día y las hojeaba, más que por sus valores literarios, por los detalles de la vida en el campo, los paisajes de la vida en provincias y los fragmentos de vida en Estambul y en Turquía entera que contenían. El famoso crítico de los cincuenta Nurullah Ataç, que por un lado defendía en voz alta que debíamos imitar la civilización occidental en todo -especialmente la cultura francesa- y que por otro no podía evitar burlarse de las tonterías que hacían los escritores no demasiado ilustrados que imitaban a los franceses, escribió que en un país como el nuestro a veces era necesario comprar los libros que se publicaban aunque sólo fuera como apoyo al autor y al editor. Y yo seguía su consejo.
Hojeando y leyendo aquellos libros, por un lado sentía el placer de pertenecer a una cultura, a una historia, y por otro me ponía tan contento pensando en los que yo escribiría en el futuro. Pero a veces me dejaba arrastrar lentamente por una cierta tristeza, por un pesimismo peligroso. En un libro me distraían los frecuentes errores de imprenta y el descuido del autor y el editor; en otro lamentaba que un tema que podría haber sido tratado de una forma mucho más inteligente y rica, el autor lo había matado con su prisa, su ira y su ansiedad. En realidad también el tema lo encontraba un tanto tonto y patético... Asimismo me daba pena que tal libro estúpido y sin valor fuera tan apreciado y que nadie apreciara ese otro tan interesante y fascinante...
Todos aquellos sentimientos disparaban una preocupación mucho mayor y más profunda y en mi mente comenzaba a crecer y espesarse lentamente la nube de la destructora duda con la que han luchado a lo largo de sus vidas los intelectuales de los países no occidentales: ¿Qué importancia podía tener que supiera que en los siglos XV y XVI los tigres habían campado por sus respetos en Anatolia? ¿Qué sentido tenía saber la influencia de la literatura india en la poesía de Asaf Halet Çelebi, un poeta que ni siquiera el lector turco conocía bien? Tampoco me parecía tan importante saber que detrás de los saqueos de las casas y las tiendas de las minorías ortodoxa y judía y los asesinatos de sacerdotes de los días 6 y 7 de septiembre de 1955 en Estambul estaban tanto los servicios secretos turcos como los ingleses, que no querían que Chipre fuera completamente griego, ni leer lo que hablaron Atatürk y el Sha de Persia durante un paseo por el Bósforo. Notaba la inutilidad del esfuerzo de todos los que habían escrito monografías, novelas y libros de historia sobre aquellos temas. Como el historiador Faruk, uno de los protagonistas de mi segunda novela, La casa del silencio, que leía documentos centenarios en los archivos otomanos y que recordaba todos los hechos sin olvidar ni uno, pero que era incapaz de relacionarlos, yo también, en mis momentos más pesimistas, empezaba a preocuparme por la "importancia" de los detalles de toda una historia, una cultura y una lengua que había conseguido proteger en mi biblioteca. ¿Qué importancia tenía quién había provocado el gran incendio de Esmirna? Me daba la impresión de que las razones que se ocultaban tras el golpe del 27 de mayo o la fundación del Partido Democrático después de la Segunda Guerra Mundial sólo le interesaban a tres o cuatro tipos como yo. ¿Quizá porque la cultura turca estaba demasiado politizada? ¿O porque generalmente se expresaba a través de la política la vida del país? ¿O bien porque el estar lejos del centro y el sentimiento de provincianismo provocaban que para ti perdiera su valor tu propia biblioteca nacional?
La idea de que los hechos de los libros con los que tan a gusto llenaba los cuartos de mi casa no fueran tan importantes para otras naciones, para el resto del mundo, como me habría gustado, me ponía de mal humor con una cierta sensación de inutilidad. Pero a los veinte años, aunque de vez en cuando me molestara que mi universo se encontrara tan lejos del centro del mundo, esa sensación no me impedía amar mi biblioteca. A los treinta, cuando fui a los EE UU y me encontré con la riqueza de otras bibliotecas y otras culturas, me dio pena ver lo poco que se sabía en el mundo de la cultura turca y de su biblioteca. Al mismo tiempo, ese dolor era para mí una advertencia como novelista que me aconsejaba que diferenciara mejor entre los aspectos transitorios y los fundamentales de mi cultura y mi biblioteca y que observara más "profundamente" la vida y mis libros.
En La lentitud de Milan Kundera hay un personaje checo que en una reunión internacional empieza a hablar cada vez que puede diciendo "en mi país..." y que precisamente por eso resulta gracioso. Con toda la razón, los demás desprecian a dicho personaje porque es incapaz de pensar en nada que no sea su propio país y porque no sabe ver la relación que existe entre su propia humanidad y la Humanidad entera. Pero leyendo la novela yo no me identificaba con los que despreciaban al que decía "en mi país..." sino con ese personaje ridículo. No para ser como él, sino para no serlo. En los años ochenta comprendí que sólo podría -por decirlo en palabras de los personajes de El libro negro- "ser yo mismo" no despreciando la miseria de aquel a quien Naipaul llamaba "el hombre imitación" a causa de todo lo que hace por librarse del provincianismo y la opresión, sino identificándome con él y comprendiéndolo.
Como los turcos nunca hemos sido a lo largo de nuestra historia una colonia occidental, imitar a Occidente, como quería Atatürk, nunca ha sido algo humillante y agobiante, como sugieren Kundera, Naipaul o Edward Said, sino una parte importante de la identidad turca moderna. Lo que le demuestra al lector turco la simpática ridiculez de Efruz Bey, el más querido -o más odiado- de los personajes literarios turcos creados para criticar la pijería y el esnobismo del ansia por occidentalizarse, no es la riqueza imprescindible de la biblioteca turca, sino sólo que el cuentista nacionalista y polemista Ömer Seyfettin (1884-1920), que a veces llegaba a creer en el racismo de la sangre, veía el occidentalismo como un movimiento de una clase alta despegada del pueblo.
En estos asuntos me siento próximo a Dostoievski, que se enfurecía con los intelectuales rusos porque conocían mejor Europa que Rusia. Pero tampoco puedo darle toda la razón en esa furia que le llevó a odiar a Turguenev. Porque sé por mí mismo que detrás de que Dostoievski se dedicara con tanto entusiasmo a la defensa de la cultura rusa y del misticismo ortodoxo -¿lo llamamos la biblioteca rusa?- subyace una reacción sentimental a que los intelectuales rusos desconocieran toda aquella cultura, y no sólo los occidentales.
A lo largo de los treinta y cinco años que llevo escribiendo novelas he aprendido a no tirar en un rincón por ridículos ninguno de los libros de mi biblioteca turca, ni siquiera los más tontos, provincianos, fuera de lugar y de época, pasados de moda, absurdos, erróneos o raros. Pero el secreto de que me gusten no consiste en que los lea como a sus autores les habría gustado, sino en leer esos libros extraños, inconexos y en ocasiones extraordinariamente bellos, poniéndome en el lugar de sus autores. La vía para huir del provincianismo no está en huir del campo, sino en identificarse hasta el final con ese sentimiento. Así fue como aprendí a sumergirme en profundidad en mi biblioteca, cada vez más grande, y, al mismo tiempo, a mantener las distancias con ella. Fue así como comprendí a partir de los cuarenta años que la razón más poderosa para que me gustara mi biblioteca radicaba en que ni los occidentales ni los turcos la conocían.
Ahora me dicen: "Ha ganado usted el Nobel, este año es el año de Turquía en la Feria del Libro de Francfort, ¿podría presentarnos su biblioteca de libros turcos?". Estoy dispuesto a hacerlo, a conseguir que guste la biblioteca turca, pero me da miedo perderle el cariño que le tengo al hacerlo.