Dos lecturas:
México, ¿tercer golpe a la democracia?/ Por Enrique Krauze, escritor mexicano, director de la revista Letras Libres
Tomado de El País, 06/09/2006
Para ponderar el grave peligro que se cierne sobre la democracia mexicana, considérese la siguiente estadística. En los 681 años transcurridos desde la fundación del imperio azteca (1325 D. C.) hasta nuestros días, México ha vivido 196 bajo una teocracia indígena, 289 bajo la monarquía absoluta de España, 106 bajo dictaduras personales o de partido, 68 años sumido en guerras civiles o revoluciones y sólo 22 años en democracia.
Este modesto tres por ciento democrático corresponde a tres etapas, muy distanciadas entre sí: once años en la segunda mitad del siglo XIX, once meses a principio del XX, y la década de 1996 a 2006. En el primer caso, el orden constitucional establecido por Benito Juárez fue derrocado por el golpe de Estado del general Porfirio Díaz. En el segundo episodio, otro golpe de Estado orquestado por el general Victoriano Huerta derrocó al llamado “Apóstol de la democracia”, el presidente Francisco I. Madero. Esta tercera etapa, ¿será definitiva o correrá la suerte de las anteriores?
Hace apenas cincuenta años, en México, grupos armados del PRI asaltaban las casillas electorales con pistolas y metralletas, balaceaban a los votantes sospechosos y se robaban urnas. En aquel tiempo votaban por el PRI hasta los niños, los enfermos terminales y los muertos. Hace apenas veinte años, el PRI -que había refinado sus métodos- se preciaba de ser una maquinaria casi infalible, la inventora mundial de la “alquimia electoral”. El Gobierno y el PRI (entes simbióticos) manejaban cada paso de la elección, desde la elaboración del padrón y la emisión discrecional de credenciales, hasta el conteo de los votos. Muchos burócratas y gran parte de las organizaciones de obreros y campesinos eran acarreados hasta las casillas en transportes públicos donde recibían la consigna de sufragar en masa por el candidato oficial, elegido, como en una monarquía, por el presidente saliente. A los votantes se les repartían tortas y regalos; a los líderes se les daban puestos públicos, prebendas y dinero. Muchas veces los votos estaban previamente cruzados, se depositaban días antes de la elección en urnas llamadas “embarazadas”; era común la instalación de casillas clandestinas y había personas registradas varias veces.
Hace apenas cincuenta años, en México, grupos armados del PRI asaltaban las casillas electorales con pistolas y metralletas, balaceaban a los votantes sospechosos y se robaban urnas. En aquel tiempo votaban por el PRI hasta los niños, los enfermos terminales y los muertos. Hace apenas veinte años, el PRI -que había refinado sus métodos- se preciaba de ser una maquinaria casi infalible, la inventora mundial de la “alquimia electoral”. El Gobierno y el PRI (entes simbióticos) manejaban cada paso de la elección, desde la elaboración del padrón y la emisión discrecional de credenciales, hasta el conteo de los votos. Muchos burócratas y gran parte de las organizaciones de obreros y campesinos eran acarreados hasta las casillas en transportes públicos donde recibían la consigna de sufragar en masa por el candidato oficial, elegido, como en una monarquía, por el presidente saliente. A los votantes se les repartían tortas y regalos; a los líderes se les daban puestos públicos, prebendas y dinero. Muchas veces los votos estaban previamente cruzados, se depositaban días antes de la elección en urnas llamadas “embarazadas”; era común la instalación de casillas clandestinas y había personas registradas varias veces.
Toda esta comedia vergonzosa terminó a partir del momento en que el presidente Ernesto Zedillo echó a andar una profunda reforma democrática. Las elecciones en todos los niveles dejaron de ser manejadas por el Gobierno y pasaron a ser jurisdicción de un Instituto Federal Independiente, el IFE, sujeto a un Tribunal Federal Electoral. A un costo sumamente alto, se construyó un patrón de electores completísimo que incluía la fotografía del ciudadano, la misma que aparece en su credencial y en las listas de votantes registrados para cada casilla, y que permite cotejar las tres cosas: presencia física, credencial y registro. El IFE ganó muy pronto una notable credibilidad. En todo el país, los ciudadanos comenzaron a votar con libertad, en un marco de limpieza y transparencia. A pocos sorprendió que en 1997 el PRI perdiera por primera vez la mayoría en la Cámara de Diputados y que el candidato de la izquierda, Cuauhtémoc Cárdenas, alcanzara la importantísima posición de jefe de Gobierno del D. F. Tres años después, el PRI perdió la joya de la corona, y la corona: Vicente Fox, del PAN, ganó la presidencia de México.
El 2 de julio de 2006, esa misma organización electoral independiente, integrada por 909.575 ciudadanos (no funcionarios), tuvo en sus manos el manejo de una elección ordenada y sin incidentes, en la que votaron más de 42 millones de personas. Intervinieron -vale repetirlo- casi un millón de representantes de todos los partidos, cerca de 25.000 observadores nacionales y 639 internacionales. A fin de cuentas, el candidato presidencial por el PRD obtuvo la vo-tación más alta para la izquierda en la historia de México; de hecho, estuvo a escasos 240.000 votos de ganar la presidencia.
Lo que ocurrió a partir de ese momento ha puesto a México al borde de un estallido social. ¿Qué opinaría un ciudadano español si después de una campaña electoral tan enconada como la de Zapatero y Aznar, el candidato perdedor se hubiera declarado triunfador la misma noche de la elección, a los pocos días denunciara un “gigantesco fraude”, y armara un plantón con sus partidarios (muchos de ellos, pagados por el gobierno local, ligado a él) en la Plaza Mayor, la Gran Vía, la Puerta del Sol y la Castellana, bloqueando el libre tránsito por las calles aledañas, y afectando a comercios y oficinas de gobierno? Eso, precisamente, ha hecho Andrés Manuel López Obrador.
En artículos y entrevistas recogidas en la prensa internacional (escritas en un engañoso tono de civilidad, contrario al de sus arengas incendiarias), AMLO ha dañado severamente a la joven democracia mexicana al sostener lo insostenible: que el México de hoy es el mismo que el de tiempos del PRI. Y ha omitido muchas cosas: ha omitido que el candidato que más gastó en la campaña electoral por televisión fue él; ha omitido que en la misma jornada electoral que le parece “una cochinada”, su coalición de izquierda logró convertirse en la segunda fuerza en el Poder Legislativo (aumentando considerablemente su posición en ambas Cámaras), mientras que su candidato al Gobierno del Distrito Federal triunfó con el 47%; ha omitido mencionar que las casillas sujetas revisadas por el Tribunal Electoral del Poder Judicial (el 9% del total) no fueron una muestra aleatoria (que sería más que suficiente para determinar si hubo fraude generalizado), sino que estaba cargada a favor de AMLO porque él seleccionó las casillas donde esperaba demostrar el fraude (sin éxito, ya que la diferencia resultante, según el fallo del Tribunal, fue mínima); y ha omitido, en fin, haber declarado que aun si se hiciera el recuento del 100% de las casillas, tampoco aceptaría los resultados.
Muchos ciudadanos que votaron por él, hoy se manifiestan no sólo decepcionados, sino temerosos. Según encuestas recientes, la mayoría de los ciudadanos reprueba las acciones de López Obrador y apoya el desempeño del Tribunal. Si las elecciones presidenciales tuvieran lugar hoy, Calderón ganaría por un 54% sobre un 30% de López Obrador. AMLO se queja del miedo infundido en su contra, pero el verdadero miedo lo ha infundido él al “mandar al diablo las instituciones”, declarar repetidamente que “México necesita una revolución”, y comparar la actual situación con la que dio inicio a la Revolución de 1910. Pero la comparación es totalmente equivocada: Andrés Manuel López Obrador no es el heredero de Juárez y Madero, los demócratas liberales, sino de Porfirio Díaz y Victoriano Huerta, los golpistas que ahogaron los dos ensayos iniciales la democracia mexicana.
Tras haber ordenado a sus huestes sabotear la lectura el Informe del 1 de septiembre, en los próximos días, López Obrador se autoproclamará “Presidente de la República” ante un remedo de la “Convención Francesa”, y quizá hasta asentará su “territorio” en los estados del sur de México (Oaxaca, Chiapas, Tabasco, Guerrero) y en la propia capital del país. López Obrador no es un demócrata. Es un revolucionario con mentalidad totalitaria y aspiraciones mesiánicas que utiliza la retórica de la democracia para intentar acabar con este tercer ensayo histórico de democracia en México.
Sería una desgracia que lo lograra. México no es una democracia más en el mapa mundial: es el fiel de la balanza para que América Latina marche por el camino de Brasil y Chile, no el de Cuba y Venezuela. El apoyo y la comprensión de la opinión española a la democracia sin adjetivos que hemos conquistado son ahora más necesarios que nunca.
México: ahora toca gobernar/Por Carlos Malamud, profesor de Historia de América de la Universidad a Distancia e investigador principal para América Latina del Real Instituto Elcano
Tomado del periódico ABC, 7/09/2006
Finalmente se despejaron las incógnitas del período poselectoral y Felipe Calderón, el candidato panista, fue proclamado presidente electo por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF). Todo el proceso tras las elecciones del 2 de julio, comenzando por el escrutinio y su validación y terminando en la posterior batalla judicial, estuvo tachonado de diversos incidentes, mayoritariamente promovidos por la tozudez y la irresponsabilidad cívica de Andrés Manuel López Obrador, candidato de la Coalición Por el Bien de Todos.
Con una postura mesiánica y populista, López Obrador se ha erigido, y pretende seguir haciéndolo, salvo que alguien desde sus filas tenga la suficiente autoridad moral para que cambie de opinión, en el oráculo y portador de la verdad revelada de cuanto acontece en México. Desde la noche del domingo electoral señaló que él, y sólo él, era el verdadero, e irreversible, triunfador, por encima de cualquier otra postura, por encima de las valoraciones de los observadores internacionales y nacionales, por encima de los fallos de las distintas instancias judiciales y administrativas encargadas de velar por la pureza del sufragio y por encima de los juicios de influyentes sectores de la opinión pública internacional que lo habían apoyado, pensando que podía representar el cambio que tanto necesita México. Por eso, el político de Tabasco no se apeó de su creencia sobre el resultado. De ahí que mantenga, contra viento y marea, que él es el único vencedor y que un complot internacional, producto de la más sofisticada y extensa conspiración nunca vista en la historia universal, le robó la cartera.
Como el pueblo mexicano es el dueño de su soberanía, López Obrador, que actúa por el bien de todos e interpreta cabalmente el sentir de todos los mexicanos, es quien mejor puede decir lo que ellos quieren. Según su opinión, los mexicanos no quieren las instituciones corruptas que los gobiernan y sólo quieren convocar una Asamblea Constituyente para elaborar una verdadera constitución republicana, que restaure los valores revolucionarios y republicanos dilapidados por los gobiernos corruptos. Todavía no está claro el camino para alcanzar su fin. Puede ser un gobierno paralelo, un presidente alternativo, la resistencia pasiva, una asamblea popular, pero el pronóstico hecho por su círculo más estrecho es que el nuevo gobierno, carente de legitimidad de origen, no va a durar mucho.
Para lograr sus fines López Obrador amenaza a las Fuerzas Armadas, buscando que no intervengan en la represión de su movimiento. También confía en el pueblo y en sus más leales seguidores, movilizados en los campamentos y plantones establecidos en el Zócalo capitalino. Ahora bien, el principal problema de López Obrador para hablar en nombre del pueblo mexicano es que sólo representa (o representaba el día de la votación) a un tercio de los electores mexicanos. Según las encuestas recientes, su popularidad ha caído en picado en las últimas semanas, debido básicamente a la incoherencia, intransigencia y radicalidad de sus propuestas.
Por eso extraña que no se produzca una condena clara de los políticos más sensatos del PRD. Posiblemente estén acumulando razones para ajustar cuentas y, llegado el momento, pasar a cuchillo a todos los que, con irresponsabilidad y ansias desmedidas de poder, amenazan lo que era el mejor momento de la historia de la izquierda mexicana. No debe olvidarse que una parte importante de quienes rodearon a López Obrador en su campaña son antiguos políticos del PRI, como el propio candidato presidencial. Quienes por décadas defendieron el «status quo» como revolución institucional hoy pretenden desarrollar su revolución democrática, personal e intransferible.Durante la campaña, las acusaciones cruzadas entre los distintos candidatos muchas veces bordearon el límite, si no lo traspasaron, del decoro y buen gusto. Algunas de ellas fueron recogidas por el TEPJF, como el apoyo del presidente Fox a su correligionario o los anuncios publicitarios en televisión de una asociación empresarial.
El Tribunal también dice que aquellas no tuvieron la entidad suficiente como para decantar la elección en un sentido. En realidad el fraude es tan viejo como las elecciones, y por ello todos lo practican en algunas de sus versiones (en este caso, utilización del poder o de fondos públicos), aunque sólo lo denuncia el que pierde. Pero la pregunta de fondo es si el fraude sirve para ganar las elecciones o si, por el contrario, sigue siendo necesario, en México como en otras partes del mundo, el voto popular, precisamente lo que le faltó a Andrés Manuel López Obrador.