8 oct 2007

El Gernika



  • El otro "Guernica/ Iñaki Unzueta
Publicado en EL CORREO DIGITAL, 08/10/2007;
Una capa de nubes bajas de metal cubría el cielo. Desde tierra, semejaba una techumbre plomiza con nervaduras que le proporcionaban firmeza. Tan sólo una pequeña grieta permitía la entrada de finos haces de luz que acariciaban la superficie queda de la ría. A los bombarderos, con su ronroneo seco y fatigoso, les sucedían los cazas que perforaban el manto de nubes, arrancando con sus hélices sonidos desgarrados y virutas chirriantes. Un obús había abierto un boquete en la fachada principal de una casa, en su interior había un caballo con el vientre despanzurrado y dejaba ver una masa de órganos que se agitaban con convulsión; a ratos estiraba bruscamente la cabeza y el ronzal le oprimía la garganta y le hacía abrir la boca, mostrando unos dientes grandes, gastados, amarillos y con manchas renegridas. Una vieja de luto corría encorvada por un cantón, llevaba un pequeño bulto entre sus brazos y mascullaba quejas y aienés. Un joven buscaba la protección de un muro cuando una cercha segó su pierna y del muñón de su rodilla salieron dos culebras de sangre que dibujaron una curva y bisbisearon en la arena. Un perro famélico se paseaba solitario por mitad de la calle, cabeceando de un lado a otro, como si tuviera el trabajoso cometido de hacer una evaluación de los daños sufridos…
Picasso pintó el ‘Guernica’ con esas imágenes últimas que deja toda guerra: personas sencillas atropelladas y anegadas por el dolor. Goya solía decir que un cuadro lo pinta el tiempo. Picasso quería completar la tarea de Goya, y los dos, con ‘Los fusilamientos de la montaña del Príncipe Pío’, ‘Los desastres de la guerra’ y el ‘Guernica’, nos han legado obras que han ganado con el tiempo y, hoy, nos interpelan con más fuerza que nunca sobre la sed de sangre de los dioses, sobre las consecuencias perversas e inhumanas de determinados sueños de la razón. La destrucción de Gernika fue un ensayo de las potencialidades que encerraba la modernidad, esto es, la idea de que las cosas se pueden y deben forzar para que sean diferentes a lo que son. Poco después, el nazismo y el estalinismo radicalizaron este planteamiento y alcanzaron el paroxismo con el Holocausto y el Gulag, donde, obsesionados por el orden, la clasificación y la pureza, procedieron con determinación a la eliminación de categorías humanas fallidas. También Gernika constituía una mancha en el orden nacional y fue por ello objeto de un experimento de ingeniería social. Para los diseñadores de la construcción nacional, lo que no se ajusta bien y desentona debe ser eliminado. Y como, por lo general, se trata de un proceso sin fin, siempre aparece una vanguardia que retoca el proyecto y eleva el grado de calidad y excelencia del diseño, siempre surgen patriotas que quieren ir más allá, buscando con denuedo fallos y anomalías que reparar, tachas que eliminar: la pureza demanda más pureza.
El nacionalismo sacraliza la entidad metafísica ‘pueblo’ y remarca la existencia de una ‘nación natural’. Esto significa que el futuro se encuentra sujeto a una suerte de teleología, a unas leyes históricas que encauzan la evolución del pueblo y de la nación. Constituyen así comunidades de destino prepolíticas con un devenir prefijado e independiente de la voluntad y opinión política de los ciudadanos. En estas circunstancias los usos de la memoria son determinantes en la construcción de la identidad nacional. Se trata de elaborar relatos que refuercen el espíritu nacional. Es importante la selección de aquellos episodios que den cuenta de la existencia del pueblo y de la nación. Por ello, el bombardeo de Gernika por la Legión Cóndor ha pasado a constituir uno de los episodios claves de la memoria histórica vasca. Y el ‘Guernica’ es constantemente utilizado para remarcar el simbolismo de la ciudad sagrada de los vascos, su carácter totémico e indomable del que renacerá el autogobierno destruido. Los nacionalistas reivindican sin cesar la llegada del cuadro de Picasso a Gernika, ya que así la ciudad se convertiría, como dijo Arzalluz, en «un lugar universal de peregrinación». Pero la batalla por el cuadro no es más que un jalón, eso sí, importante, en la construcción de la identidad, del ‘nosotros’. Por eso, el mismo Arzalluz señalaba que «nosotros pusimos los muertos y ellos disfrutan el cuadro». U Oteiza que, a propósito de la instalación del cuadro en Madrid, decía que «es un escarnio, una traición a Picasso y a nuestro pueblo vasco, a nuestra capital religiosa y política». Cualquier elemento sirve en la lucha contra la ambivalencia, que es tenaz, constante y, a veces, a muerte. Como los perros con la orina, el nacionalista tiene que marcar constantemente los límites, desconcertándole la presencia del extraño, o del nómada que traspasa las fronteras y hoy esta aquí y mañana allí.
Por todo ello, la contradicción del nacionalismo vasco con respecto al ‘Guernica’ es muy grave, ya que utiliza para sus objetivos políticos y de construcción nacional la misma razón identificante que guió a los que destruyeron la villa foral. Entiéndase bien, no estoy diciendo que nacionalismo y nazismo se puedan en todos los casos equiparar. Lo que sostengo es que, en los dos, está inficionada la misma razón que identifica y separa, la misma lógica identitaria que clasifica, ordena, controla y, en algún caso, desecha. El nazismo es una variante extrema del nacionalismo y éste, una excrecencia heredada de la modernidad, con la gravedad de que, ‘extra tempora’, sigue empeñado, a veces a cualquier precio, en modificar las cosas para que sean sustancialmente diferentes a lo que son. De esta suerte, la reivindicación del ‘Guernica’ se convierte en un hongo podrido que se deshace en la boca de los nacionalistas; y, le sucede lo mismo que a valores como la integración, la solidaridad o la libertad, que en sus manos quedan recortados y envilecidos. La libertad que propugna el nacionalismo es una libertad encapsulada, en tanto en cuanto no existe libertad para elegir aquello que debe elegirse y, además, no se puede ser libre cuando no se acepta la libertad de los demás. El llamado ‘derecho a decidir’ no es más que una reivindicación política ya prefijada y que se apoya en la mera razón identificante y aritmética. La integración que propugnan es restrictiva, pues se trata de la solidaridad particular entre aquéllos que se identifican como miembros de una comunidad política y culturalmente diferenciada.
Si Picasso quiso que su cuadro se instalara en el Museo del Prado cuando en España se restablecieran las libertades públicas, ¿por qué aquí no se respeta su voluntad? Si nadie sensato exige que ‘La Rendición de Breda’ se instale en Breda, ¿por qué aquí sí? Lo que el ‘Guernica’ proclama, es, frente a localismo, universalismo; frente a lógica identitaria, lógica dialógica; frente a razón identificante, razón comunicativa. Si ésos son, creo, los valores que Picasso quiso con su cuadro resaltar, asumiré el riesgo del ejercicio contrafáctico siguiente: si Picasso viviera hoy, su pintura sería un homenaje a los centenares de víctimas que el nacionalismo radical propició y el resto consintió. Y ésa debería ser también la principal tarea de los nacionalistas hoy, romper con la dialéctica ellos-nosotros y aproximarse realizativamente a las víctimas. Sin embargo, la paradoja es que se encuentran impedidos para ello. Es decir, si el nacionalismo es una perfecta fábrica social de producción de extraños, luego no puede identificarse con ellos. Si el nacionalismo es un constante productor de distancia social, todo acercamiento a la víctima será hueco, falso y estratégico. ¿Cómo podemos re-conocer a una víctima que no es de los nuestros y se encuentra al otro lado del ‘limes’ que nosotros hemos trazado? ¿Como podemos identificarnos con las víctimas si la nación se construye sobre sus despojos?
La tarea que hoy se les plantea a los partidos democráticos vascos es tan simple como rotunda y exigente: primero, acabar con la violencia y proceder a una profunda y sincera reflexión sobre nuestro pasado-presente criminal (autoconciencia); y, segundo, buscar conjuntamente fórmulas de articulación de la convivencia (autodeterminación). Pero para afrontar este reto se necesitan ideas claras y un cuerpo teórico ordenado y bien articulado. El Proyecto de Ponencia Política 2007 de EAJ-PNV vuelve a ser un amasijo de hierros, un ‘totum revolutum’ donde se amontonan identidad, soberanía, derechos históricos, territorio, pluralidad, bienestar, solidaridad… Josu Jon Imaz quiso introducir cierta coherencia en todo ello, pero su propuesta seguía siendo insuficiente y escondía algunos cadáveres en el armario: territorialidad, pueblo, etcétera. Si Imaz avanzara en su proceso de clarificación teórica, se daría cuenta de que las aporías que ha encontrado y le preocupan no tienen solución en un marco nacionalista. En fin, que entre otras cosas tenemos esto, y el Gobierno del lehendakari con Azkarraga y Madrazo, que me recuerda a ese cuadro de Brueghel que tanto admiraba Canetti -’La parábola de los ciegos’-, en el que unos invidentes, atados unos a otros, se dirigen hacia el precipicio

Shaima y el hiyab

  • El pañuelo no es la batalla/Francesc-Marc Álvaro
Publicado en LA VANGUARDIA, 08/10/07):
Un poco por imitación de lo francés y un mucho porque es fácil simplificar las posiciones, el reciente caso de una escolar marroquí cubierta con el pañuelo o hiyab en un colegio de Girona ha provocado un debate muy confuso sobre varios aspectos relacionados con la inmigración, los derechos y los deberes. Intentando huir del exceso de prejuicios que todos llevamos a cuestas, he pensado en lo que muchos expertos en Europa llaman los básicos: los valores nucleares que informan la vida de nuestras sociedades y a los cuales no podemos renunciar, pues, en caso de hacerlo, retrocederíamos y lanzaríamos por la borda conquistas muy costosas que tratan de preservar y ensanchar la libertad y la dignidad humanas. A partir de esta premisa, me hago la pregunta: ¿la presencia en la escuela pública de niños con prendas o complementos de significado religioso y/ o cultural es una amenaza para nuestros básicos y, por tanto, para nuestra convivencia?
Antes de ensayar una respuesta, consideremos que el uso de ciertas prendas relacionadas con los creyentes musulmanes - como aprecian los eruditos en la materia- puede tener distintas lecturas, según los contextos y los casos. Así, mientras el niqab o la burka (que esconden el rostro de la mujer) impiden la comunicación normal y se relacionan directamente con el sometimiento de la mujer a unas normas integristas, el chador y el hiyab tienen una significación más abierta y ambigua, no siempre única o preferentemente de tipo religioso. Ello aconseja prudencia de juicio a nuestra sensibilidad occidental, deudora de un progreso irrenunciable que todavía guarda en la retina las imágenes de nuestras madres y abuelas, sometidas a los rigores del machismo legal y estructural en la Catalunya y la España de no hace tantas décadas.
Precisamente porque asumo que la clara separación entre Estado e iglesias es un bien que debe mantenerse y profundizarse para blindar la democracia de fundamentalismos locales y de importación, intuyo que convertir en gran batalla el asunto del pañuelo en la escuela - como hicieron en Francia- es un error que nos distrae de otros frentes donde sí nos jugamos de verdad los básicos de nuestra sociedad. Debemos ser geométricos, económicos e inteligentes, y eso implica plantear sólo las batallas estrictamente necesarias para que nuestro sistema de reglas y valores no sea vulnerado ni distorsionado por fenómenos y factores de regresión. El derecho a la educación y la igualdad entre hombres y mujeres están en el primer cajón de nuestros básicos, es lo que debemos tener presente en todo momento a la hora de analizar estas situaciones. Como recuerda acertadamente Agustí Colomines, director de Unescocat, una cosa es acudir a la escuela con el hiyab y otra muy distinta sería negarse a participar en la clase de gimnasia o rechazar a los profesores que fueran mujeres. La presencia de chicas con hiyab puede y debe gestionarse evitando que la diferencia derive en conflicto, mientras que los otros dos ejemplos citados constituyen en sí mismos un desafío abierto que debe cortarse de raíz, en beneficio de nuestras libertades y del futuro de los hijos de los inmigrantes.
¿Dónde ponemos la raya? El pañuelo de las mujeres musulmanas no puede ser el campo de batalla elegido. Aunque los movimientos radicales de reislamización en Europa utilicen también los símbolos de identidad cotidianos para fidelizar a los inmigrantes más desconcertados y vulnerables al desarraigo, ello no hace del pañuelo algo sospechoso, faltaría más. Aunque ciertos imanes llegados a nuestros barrios dicten a los maridos cómo deben comportarse las esposas y las hijas a la hora de vestirse y salir a la calle, no podemos interpretar lo más visible como expresión exacta y unívoca de un tipo de actitud familiar en una comunidad dada. El problema es el imán integrista que revienta los básicos de nuestra sociedad, no el pañuelo que pueda lucir una mujer.
Gilles Kepel, analista acreditado de los movimientos religiosos contemporáneos, sostiene que se libra en Europa una guerra o fitna por la evolución del islam, entre los promotores de una fusión dialogante con los valores de la modernidad y los partidarios de una vía fundamentalista que propugna una sociedad separada dentro de un Occidente que considera “territorio infiel”. La única vía para asegurar cohesión social e integración es prestar apoyo a un islam abierto que, en igualdad de trato con las demás confesiones, no niegue los básicos que nos definen como europeos de hoy. Las batallas improcedentes o mal escogidas, como podría ser la del pañuelo, sólo sirven para alimentar de manera fácil los discursos islamistas radicales, siempre prestos a etiquetar de islamofobia o de prosionismo cualquier crítica. En otro sentido, la magnificación de asuntos como el del pañuelo también engorda cierto populismo xenófobo local, capaz de mezclar explosivamente conflictos reales con polémicas artificiosas.
No nos sirve aquí ni el hiperlaicismo francés jacobino ni el multiculturalismo buenista e inoperante. Debemos encontrar nuestro camino. Partiendo de esta realidad, el legislador catalán y español debería asumir que, tarde o temprano, habrá que pensar con coraje ciertos aspectos que hoy dejamos a la inercia, a la suerte y a la buena voluntad de los agentes sociales. La inmigración y la convivencia se merecen un poco más de valentía institucional.

La opinión de Moisés Naím

  • La gran paradoja del comercio internacional/Moisés Naím, director de la revista Foreign Policy.
Publicado en El País, 8/10/2007;
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.
Una de las tendencias más desconcertantes de estos tiempos es que las negociaciones para facilitar el comercio entre países regularmente fracasan, mientras que el comercio internacional rompe récords de crecimiento con igual regularidad.
Durante más de una década, las iniciativas de los gobiernos para alcanzar un acuerdo mundial que reduzca las barreras comerciales no han llegado a buen puerto. Para describir dichas conversaciones, los medios utilizan repetidamente adjetivos como “enconadas”, “paralizadas” o “estancadas”. En contraste, el comercio internacional se califica habitualmente de “floreciente” o “en enorme auge”, y casi todos los años su crecimiento se alaba diciendo que “ha registrado un nuevo récord”. No es de sorprender, por tanto, que los negociadores gubernamentales sean hoy un grupo muy desanimado. En cambio, los exportadores e importadores están de fiesta.
La última vez que los negociadores oficiales tuvieron razones para celebrar algo fue en 1994, cuando 125 países acordaron reducir considerablemente las barreras comerciales y crear una nueva institución encargada de supervisar y liberalizar el comercio internacional: la Organización Mundial del Comercio (OMC). Desde entonces, los esfuerzos por liberalizar el comercio mundial mediante negociaciones entre gobiernos se han paralizado. En muchos países, los acuerdos de libre comercio se han vuelto políticamente radiactivos. Se ha hecho habitual culpar a las importaciones de la pérdida de empleos, la reducción de salarios, el incremento de la desigualdad y, más recientemente, incluso de la pasta de dientes tóxica o de medicamentos que en vez de curar matan.
Además, la liberalización de las importaciones es siempre un cangrejo político para los gobiernos: mientras que los beneficios de un comercio más libre son inevitablemente promesas de futuro, los impactos negativos son inmediatos. Aún más, los costes se concentran en grupos muy específicos que los sienten -o pueden anticipar- de manera tangible, visible e inmediata. Los beneficiarios de las reformas comerciales en cambio obtienen las ventajas de manera más difusa y hasta menos reconocible a nivel individual. Así, los opositores tienen fuertes razones para organizarse y bloquear las reformas, mientras que los beneficiarios tienen menos incentivos para organizarse en apoyo de las mismas. Disminuir, por ejemplo, los aranceles agrícolas, puede beneficiar al conjunto de la sociedad al reducirse el precio de los alimentos. A la larga el ahorro acumulado es muy importante, pero de manera inmediata el impacto poco identificable en los precios, los aumentos en la calidad o la diversidad de los productos disponibles. Sin embargo, la reducción en los ingresos de los agricultores es inmediata y muy clara, lo cual genera enormes estímulos para organizarse con el fin de bloquear tratados con otros países que disminuyan los obstáculos a las importaciones. Lo mismo pasa con los trabajadores y los dueños de fábricas obligadas a competir con importaciones mucho más baratas. Es más fácil organizar una marcha de trabajadores de fábricas de juguetes para protestar contra las importaciones baratas que una de consumidores de juguetes, por ejemplo.
Esas realidades sociales y políticas explican en gran medida por qué el entusiasmo por alcanzar acuerdos comerciales se ha venido agotando en muchos países. Esta tendencia se notó claramente en 1999, cuando el intento de lanzar una nueva ronda de negociaciones comerciales fracasó estrepitosamente en Seattle. Ahora, la cumbre ministerial de Seattle se recuerda más por los violentos choques entre la policía y los manifestantes contrarios al comercio internacional y la globalización que por el hecho de que los negociadores regresaron a casa sin tan siquiera haberse puesto de acuerdo en cómo iniciar las conversaciones. Irónicamente, los activistas protestaban contra un acuerdo que en cualquier caso no se habría producido.
Dos años después, los ministros del ramo se reunieron de nuevo en Doha, Qatar, y decidieron iniciar una nueva ronda de negociaciones que, según acordaron, se concluiría en cuatro años. No iba a ser así. Esa fecha límite -y otras- pasaron sin pena ni gloria. El pasado mes de junio, después de seis años de conversaciones, los negociadores abandonaron las reuniones de la Ronda de Doha acusándose mutuamente de intransigentes y miopes.
Mientras tanto, el comercio mundial ha continuado creciendo a ritmo frenético.
En 2006, las exportaciones mundiales de mercancías crecieron en un 15%, mientras que la economía mundial aumentaba en torno al 3,7%. En 2007 se espera de nuevo que el incremento del comercio mundial sobrepase la tasa de crecimiento de la economía del planeta. Este boom del comercio internacional hizo que entre 1980 y 2005 el volumen de exportaciones de mercancías del mundo se multiplicara cinco veces. Un número sin precedente de países, ricos y pobres, está viendo que sus economías han mejorado mucho gracias a que se han disparado sus exportaciones.
¿Cómo se explica esta paradoja de que la búsqueda de acuerdos comerciales a nivel gubernamental esté estancada mientras que los flujos comerciales experimentan una enorme expansión? En el último cuarto de siglo, las innovaciones tecnológicas -desde Internet a los contenedores de carga- redujeron los costes de vender y comprar a largas distancias y entre países. Además, en ese mismo periodo, un entorno político más favorable a la apertura internacional creó oportunidades para reducir las barreras que obstaculizaban el comercio. China, India, la antigua Unión Soviética y muchos otros países lanzaron profundas reformas económicas que aumentaron sus vínculos con el resto del mundo. Sólo en los países en vías de desarrollo, los aranceles a las importaciones cayeron desde un promedio del 30% en la década de 1980 hasta menos de un 10% hoy día. De hecho, una de las sorpresas registradas en los últimos 20 años es lo mucho que los gobiernos han reducido los obstáculos comerciales, y de forma unilateral. Entre 1983 y 2003, el 66% de las reducciones arancelarias aplicadas en el mundo tuvo lugar porque los gobiernos decidieron por su propia cuenta reducir los impuestos con los cuales gravaban las importaciones; el 25% a consecuencia de acuerdos alcanzados en negociaciones comerciales multilaterales, y el 10% gracias a acuerdos comerciales regionales con países vecinos. En vista de todo lo anterior, resulta muy tentador concluir que los tratados de liberalización comercial entre gobiernos no sirven para nada. Si el comercio internacional se las arregla perfectamente sin tratados gubernamentales, ¿para qué perder tiempo en ellos? Esta idea es tan tentadora como errónea.
Hoy más que nunca necesitamos de estos tratados de libre comercio. Por más que el comercio esté creciendo, son enormes los obstáculos que aún perduran. Renunciar a reducir las considerables barreras comerciales que siguen existiendo -en agricultura, en servicios o en los productos manufacturados que comercian los países pobres- sería un error histórico. Hasta los pronósticos más pesimistas demuestran que la adopción de reformas como las contempladas por la Ronda de Doha reportarían considerables ventajas económicas, situadas entre 50.000 millones y los varios cientos de miles de millones de dólares. Además, según el Banco Mundial, en 2015 cerca de 32 millones de personas podrían salir de la pobreza si la Ronda de Doha tuviera éxito.
Y no sólo se trata del dinero. Si el flujo comercial sigue aumentando, se agudizará la necesidad de contar con normas más claras y eficientes. En este siglo, contar con normas fiables sobre la calidad de los productos que se comercian entre países será tan importante como lo fue en el pasado el aumento de la cantidad de productos comercializados internacionalmente. Los recientes casos de productos chinos altamente tóxicos (alimentos para animales, juguetes o jarabes para la tos) son sólo una pequeña muestra de los retos que se nos avecinan.
Ningún país será eficaz al afrontar estos retos si actúa a solas, sin la colaboración de muchas otras naciones. Las reglas de calidad y su definición, monitoreo y control, o la necesidad de restringir el comercio de productos que no cumplen con los estándares, sólo puede hacerse bien a través de una organización multilateral como la OMC. Además, un sistema normativo aceptado por la mayoría de los países puede proteger a las naciones y empresas más pequeñas de las prácticas abusivas de los países y conglomerados más grandes. El imperio de la ley siempre es mejor que la ley del más fuerte.
No obstante, quizá lo más importante sea no perder de vista que, pese a todos los recelos que suscita el comercio internacional, la economía de los países cuyas exportaciones están en expansión crece a un ritmo un 1,5% mayor que el de las economías de los países donde las exportaciones están estancadas. Y aunque sabemos que el crecimiento económico por sí solo no es suficiente para reducir la pobreza, también hemos aprendido que sin crecimiento económico los demás esfuerzos para ayudar a quienes menos tienen no consiguen un impacto duradero.
Este argumento debería bastarnos para animar a los negociadores gubernamentales a que sean tan exitosos concretando sus tratados de liberalización comercial como lo son quienes, con o sin tratados, siguen impulsando el comercio mundial a niveles sin precedentes.

Chávez y las FARC


El presidente Hugo Chávez solicitó a su homólogo colombiano Alvaro Uribe garantizar la seguridad de los jefes guerrilleros de las FARC cuando éstos se reúnan con el gobernante venezolano para tratar un canje humanitario en el caso colombiano.
Durante su programa televisivo dominical Aló,Presidente, Chávez confirmó que se suspendió el encuentro pautado para este 8 de octubre en Venezuela con Manuel Marulanda, jefe de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, por "falta de seguridad''.
'No ayudaron mucho las declaraciones del ministro de Defensa de Colombia cuando, una vez anunciada la reunión, él dijo que los representantes de las FARC se moverían a su "cuenta y riesgo" y que ellos seguirían haciendo operaciones para tratar de capturalos'', dijo Chávez.
A propósito de la presencia de la senadora colombiana Piedad Córdoba, quien asumió la función de mediadora en el caso, Chávez insistió en que la reunión con el jefe guerrillero sería "la más importante, por eso yo le agradezco al presidente Uribe su apoyo... El ha considerado que mi intervención puede ser útil. Gracias, ahora yo le pido apoyo. Creo que el gobierno de Colombia debe facilitar y no obstaculizar la reunión''.
'' ¡Marulanda, te espero en la raya!'', dijo al jefe de la FARC en alusión a la línea limítrofe colombo venezolana, luego de reiterar que espera seguridad del gobierno colombiano en su territorio, ''compadre Uribe, usted tiene que ayudarme a que él (Marulanda), llegue a la raya'', enfatizó.
El gobernante venezolano aseguró que ambas partes quieren el acuerdo humanitario porque se lo han comunicado, tanto el gobierno colombiano como las FARC. Así desestimó un análisis publicado recientemente en prensa venezolana que asegura que ''Chávez estaría siendo usado por el gobierno colombiano para atrapar a los guerrilleros... Yo no quiero ni pensarlo, yo estoy seguro que eso no es así'', puntualizó.
''Uribe para tu reflexión, tu madurez y tu inteligencia: pero yo sé que allá en Colombia hay factores que quieren desmontar esto y trancar el juego'', dijo con respecto a las negociaciones.
Chávez dijo que tratará este tema en el encuentro con Uribe y el presidente ecuatoriano Rafael Correa el próximo 12 de octubre en la Goajira, (región fronteriza colombo venezolana con salida al Mar Caribe) .
Fuente: Agencia AP, foto de Joaquin Gómez (Mono Jojoy y Tirofijo)

El laicismo

  • Defender el laicismo/María Amparo Casar
Publicado en Reforma, 8, 10/2007;
Ya preocupa. Ya van muchas. Ahora fue la declaración de Dominique Mamberti, secretario para las Relaciones con los Estados del Vaticano: "...proponer nuevos caminos del marco jurídico actual con vistas a una plena garantía a la libertad religiosa de todos los ciudadanos, superando limitaciones y equívocos que se perciben en las normas vigentes". Pero hace unos meses fueron la entrevista del cardenal Rivera, el comunicado de la Arquidiócesis y las declaraciones de su vocero, Hugo Valdemar, y de su asesor jurídico, Armando Martínez.Todas van en la misma dirección: influir en la emisión de una nueva reglamentación de la Ley de Asociaciones Religiosas para transitar del concepto de libertad de cultos y creencias al de libertad religiosa.
Detrás del atractivo concepto de libertad religiosa está la justificación para la reforma que quiere la jerarquía católica. Se trata de un concepto que, a diferencia del de libertad de creencias y de cultos, hace referencia al derecho de los ciudadanos a ejercer su religión en actividades privadas pero también públicas. Detrás de ese concepto está el convencimiento de que la libertad de creencias y de cultos es limitativa pues encierra la práctica religiosa en el recinto eclesial y no le permite salir a otros campos como el educativo, el económico, el de la comunicación mediática o el político. En contraste, el de libertad religiosa es un concepto abierto que elimina limitaciones como las que establece y castiga la ley de Asociaciones Religiosas. Ésas que impiden a los ministros de culto asociarse con fines políticos, realizar proselitismo o propaganda a favor o en contra de candidatos o partidos y convertir actos religiosos en reuniones de carácter político. Ésas que hacen vigente la separación entre Estado e Iglesia, entre religión y política, entre el reino de los hombres y el reino de Dios. En suma, ésas que hacen vigente el Estado laico.
La palabra escrita del cardenal no deja lugar a dudas: "Los ministros de culto no pedimos fueros o privilegios, simplemente que se nos trate en igualdad con el resto de ciudadanos mexicanos"; "se trata de que la libertad religiosa pueda ser reconocida como derecho humano"; "...los rubros que deben ser reconsiderados son en materia de ministros de culto, quienes no tienen reconocidos sus derechos políticos... de poseer y administrar medios masivos de comunicación por parte de las Asociaciones Religiosas, de educación religiosa en escuelas públicas... y muchas más". Más claro ni el agua.Pero si sus palabras no fueran contundentes, o dieran lugar a dudas respecto a que esta concepción quiere llevarse a las leyes mexicanas, en el semanario Desde la Fe se establece: "Todavía son imperiosas nuevas reformas que perfeccionen la ley, especialmente en materia de ministros de culto". Más todavía. En el comunicado de la Arquidiócesis refiriéndose a la Iglesia se afirma que "su misión no puede supeditarse al interior de los templos y a la práctica del culto, los pastores... tienen la obligación de orientar a los fieles en todo aquello que afecta sus vidas y la dimensión política es un aspecto importante".
Lo que está a discusión es si el Estado laico, uno de los pilares de nuestro pacto social, está en peligro. Si las reformas planteadas por el cardenal y reiteradas por Mamberti alterarían el principio de laicidad, el carácter laico del Estado mexicano.Creo que sí. Las propuestas de reforma alterarían la relación Estado-Iglesias. Tener a uno o varios ministros de culto sentados en San Lázaro o Xicoténcatl, en un Palacio Municipal o en la casa de gobierno de una entidad federativa altera la laicidad del Estado.
Pero no se trata únicamente de levantar la restricción al voto pasivo, de defender el derecho a ser votado, se trata de que las reformas se proponen alterar la relación Iglesia-política, Iglesia-economía e Iglesia-sociedad. En el prolongado conflicto entre Estado e Iglesia ésta perdió tres cosas: sus privilegios económicos, sus privilegios sociales y sus privilegios políticos. Los primeros se perdieron cuando se despojó a la Iglesia de sus bienes y de la posibilidad de volverlos a adquirir, los segundos cuando se estableció la educación laica, y los terceros cuando se establecieron las prohibiciones políticas que hoy se quieren anular.
Lo que ayer sugirió el cardenal Rivera y hoy machaca Mamberti es ni más ni menos recuperar esos privilegios o, para no faltar a la verdad, una plataforma desde donde la Iglesia pueda recuperarlos: la urna, el aula y los medios. Los instrumentos por excelencia para tener poder político, social y económico.Por fortuna podemos terminar con una nota de optimismo. Florencio Salazar, subsecretario de Población, Migración y Asuntos Religiosos, ha declarado que el gobierno federal tiene el compromiso de preservar la laicidad del Estado; que no es conveniente que los ministros religiosos actúen en política nacional y que las iglesias tienen en el Estado laico al garante de la libertad religiosa. Así sea.
Columna Horizonte político/José A. Crespo: “Libertad” religiosa
Publicado en Excelsior, 8/10/2007;
No debe extrañar la pretensión de la Iglesia católica de incrementar su participación política de manera más directa. El enviado del Vaticano, Dominique Mamberti, pide participación directa de la Iglesia en política y viste esta solicitud de “libertad religiosa”. Una libertad religiosa que la Iglesia se negó a permitir durante siglos, aun en México, donde, bajo su influjo, las constituciones de Apatzingán y la liberal de 1824 establecían al catolicismo como religión oficial, “sin tolerancia de ninguna otra”. Y en 1857, cuando se estableció la laicidad estatal, la Iglesia excomulgó a todo aquel que jurara la nueva Carta Magna. Vaya libertad religiosa, misma que ya existe en México gracias al Estado laico.
Y no debe extrañar el empeño eclesiástico de incrementar su presencia política pues, aunque el cristianismo que se supone pregona la Iglesia es una religión y filosofía antipolítica (es decir, que el ejercicio del poder es incompatible con la misión espiritual), la Iglesia es en esencia una institución política desde que el catolicismo fue proclamado por Constantino de la Cruz como religión oficial del Imperio Romano. Decisión que ese emperador tomó por motivaciones políticas y circunstancia que los obispos y otros prelados católicos aprovecharon para incrementar la riqueza material y el poder político de la jerarquía eclesiástica (que no el de su feligresía). A partir de entonces, el poder de la Iglesia se incrementó, al grado de convertirse en la antítesis de lo que en términos cristianos se considera el reino espiritual. La Iglesia dispuso, como cualquier Estado secular, de jueces, burocracia, cárceles, ejércitos, gran riqueza económica, bancos, y ejerció así un enorme poder temporal y directo durante siglos. La secularización de la cultura en Occidente dio lugar al Estado laico, lo que fue minando el poder eclesiástico y limitando su capacidad de injerencia directa en los asuntos públicos. Pero aún mantiene un buen caudal de influencia política, ejercida a través de su ascendencia sobre los fieles, sobre todo en países con un nivel bajo o medio de modernización social (como México). Pero no le basta. La Iglesia quiere regresar por sus fueros, no sólo emitiendo desde el púlpito sus opiniones sobre tal o cual partido, candidato o política pública, lo cual podría ser compatible con la existencia de un Estado laico. Pero el Colegio de Abogados Católicos en México pide la participación directa del clero en política, por medio de asociaciones políticas y el derecho de ocupar cargos de elección popular. Sin embargo, los derechos ciudadanos como todos encuentran sus límites en donde puedan afectar el derecho de los terceros o bien la viabilidad del Estado. Y dada la esencia de la Iglesia católica, su enorme poder económico y su trayectoria histórica en nuestro país, su participación directa puede todavía representar un desafío al Estado mexicano. Curiosamente, el creador del Estado laico en México, Benito Juárez, promovió una reforma mediante la cual los clérigos pudieran ocupar cargos de elección popular. Reforma que el Congreso, todavía unicameral, rechazó justo para defender la laicidad del Estado que el Benemérito contribuyó a erigir. Afortunadamente, los diputados resultaron más juaristas que Juárez (como también lo fue Maximiliano antes de eso, para decepción de los conservadores que lo trajeron). Paradojas de nuestra historia.
Pero, volviendo a nuestros días, ¿cómo va a ser compatible la existencia y el fortalecimiento de un Estado laico que ahora se bate contra diversos poderes fácticos (aunque laicos) con la participación directa de los clérigos? Menos cuando el cardenal Norberto Rivera explica que la pretendida participación política de la Iglesia se concibe “una misión profética que es inherente a la misión pastoral de la Iglesia”. Sus declaraciones mismas dan la razón a quienes se oponen a la participación directa del clero de cualquier Iglesia en política. Las “misiones proféticas” son sumamente peligrosas en política, incluso cuando tienen una naturaleza secular, pero con mayor razón cuando muestran un signo religioso. También dice el arzobispo primado que la injerencia de los clérigos en temas políticos busca “el bien común, salvaguardar los valores cristianos e inclusive defender a la sociedad de sí misma cuando pierde el rumbo, tergiversa los valores y empieza su camino de deshumanización” (4/Oct/07). Pero si lo que se quiere es “defender a la sociedad de sí misma” habría que preguntar, ¿según quién? Cada sector social, ideológico, económico y cultural tiene su propia visión de por dónde debe marchar el país y de qué políticas pueden provocar que se “pierda el rumbo”. Lo que para unos es un acto de liberación social (por ejemplo, la despenalización del aborto o la promoción gubernamental del uso del condón o la prevención de la homofobia), para otros es un claro signo de perdición. Y por eso, en un Estado laico y democrático, todas las visiones deben convivir y dirimir sus diferencias en el marco de las instituciones.
Es cierto que Rivera aclara que incluso la ley canónica prohíbe a los clérigos contender por cargos de elección popular, por lo que solicita simplemente el derecho del clero a emitir opiniones políticas, lo cual en un Estado moderno es perfectamente compatible con la democracia y la pluralidad ideológica. En eso se podría dar ya el paso legal, siempre dentro de los límites que protegen la institucionalidad de los poderes formales, como se exige también a los partidos políticos. Además, debieran plantearse las opiniones en términos seculares, no religiosos o sobrenaturales, como amenazar que quien vote por tal partido o candidato conocerá la ira de Dios o exhortar al incumplimiento de una ley, por no ser grata a la Iglesia, facultad legal que indebidamente sí exige la jerarquía católica

El EPR

  • ¿Dialogar con los violentos?/Benito Nacif
Publicado en Excelsior, 8-Oct-2007;
Después de los atentados a las instalaciones de Pemex, el EPR ha decidido cambiar de estrategia. A la declaración de guerra contra el Estado mexicano ha seguido la oferta de suspender sus actos de sabotaje a cambio de la satisfacción de ciertas demandas. A los empresarios les ha pedido que presionen al gobierno para que “presente vivos” a dos de sus milicianos —Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Cruz Sánchez—, presuntamente detenidos y desaparecidos desde mayo pasado en Oaxaca. En una carta a Ruth Zavaleta, presidenta de la Cámara de Diputados, demandan también una amnistía para los “presos políticos”, es decir, miembros de la banda que han sido aprehendidos y sentenciados por diversos delitos.

¿Puede la derecha ser moderna?

  • ¿Puede la derecha ser moderna?/Roger Bartra
Publicado en Letras Libres, Octubre de 2007; http://www.letraslibres.com/
En este ensayo, correlato de "Fango sobre la democracia", Bartra hace el catálogo de los lastres de la derecha mexicana y su confusión entre moral y pública y privada, para concluir que sólo la reforma de nuestra izquierda y de nuestra derecha podrá cerrarle el paso a la restauración priista.
La vida política mexicana está atravesando una época tormentosa. Después de unos pocos años de democracia, las elecciones presidenciales de 2006 precipitaron al país en una aguda y peligrosa confrontación entre la izquierda y la derecha. Aunque muchos políticos rechazan esta polaridad, que consideran anacrónica, una gran parte de la ciudadanía y de los analistas utiliza estas dos nociones para entender y describir la dinámica política mexicana. El problema consiste en que mientras muchos políticos aceptan gustosos ser considerados de izquierda, son pocos los que aceptan la etiqueta de derechistas. Sin embargo, si se abandona el uso de los términos de derecha e izquierda para adjetivar y descalificar al adversario, me parece que podemos utilizarlos con provecho para orientarnos en la geometría política mexicana. Yo usaré aquí estos términos sustantivos para proponer una idea sobre la situación que atraviesa México. Mi propuesta se puede resumir de la siguiente manera: las grandes dificultades que enfrentamos provienen en gran medida de las tensiones internas que podemos observar tanto en el espacio político de la derecha como en el de la izquierda. Creo que las contradicciones en el interior de cada polo afectan profundamente la coyuntura política actual e imponen una dinámica de enfrentamientos dañina que enloda nuestro precario y aún poco consolidado sistema democrático. Ya he expuesto y criticado las contradicciones que atraviesan el territorio de la izquierda y que le ocasionan una agresividad desmedida, una incoherencia aguda y un retroceso alarmante. He señalado la presencia de una trágica paradoja: las corrientes de izquierda moderna de corte socialdemócrata se encuentran atadas a un movimiento populista de tintes conservadores e incluso, en ocasiones, reaccionarios.1 Quiero ahora abordar críticamente algunos de los problemas que enfrenta la derecha y señalar cómo con frecuencia contaminan el conjunto de la vida política.
La derecha en México ha sufrido un problema crónico: la dificultad de conciliar las tradiciones católicas conservadoras con el liberalismo moderno. La derecha que se expresaba a través del PRI durante el antiguo régimen autoritario resolvió aparentemente esta tensión mediante el expediente de ocultar hipócritamente el problema y de aplastar las voces críticas que intentaban expresarse fuera del sistema oficial. En cierta forma, este conflicto es similar y paralelo al que sufría la izquierda, con su dificultad para conciliar las tradiciones comunistas autoritarias con la democracia moderna.
Las tensiones entre las tradiciones católicas y el pragmatismo liberal han tenido manifestaciones y avatares de gran complejidad, y por supuesto no es mi intención repasarlas aquí.2 Estas tensiones son parte inseparable del tejido histórico que fue convirtiendo al Partido Acción Nacional en la poderosa organización política que hoy gobierna al país. En cambio, quiero indagar si las añejas contradicciones tienen una expresión hoy en día. Yo creo que estas tensiones se siguen manifestando. Quiero reflexionar sobre sus consecuencias en el desarrollo del PAN y, especialmente, sus efectos en la situación de todo el sistema político.
Las posiciones cristianas parten de la idea de que la democracia moderna no es capaz, por sí misma, de generar la legitimidad necesaria para que sobreviva y se reproduzca. De aquí su propuesta de que es necesario buscar una legitimidad metademocrática en la “persona humana”, que es –como se suele pensar desde una perspectiva cristiana– un cuerpo espiritualizado o un espíritu encarnado. Cuando se habla de persona humana se suele aceptar, implícitamente, la existencia de personas no humanas, es decir, divinas. En la persona están inscritos preceptos morales absolutos que cristalizan en la familia, en la sociedad civil y en el Estado nacional. Sólo la persona es capaz de reaccionar moralmente ante el secularismo individualista y hedonista que, se supone, corroe a las instituciones. De alguna manera, la subjetividad de la persona aflora en un orden cultural que se expresa como una identidad popular profunda. Así, se cree que el gobierno sólo se puede legitimar verdaderamente si es capaz de apoyarse en este ethos nacional, en cuya base se encuentra el fenómeno religioso, la identidad cristiana de los mexicanos. Las consecuencias políticas de estos postulados son obvias: la legitimidad no se puede generar dentro del sistema democrático, debe buscarse un sustento ético más allá de las instituciones. Por ello Rodrigo Guerra ha concluido que “la soberanía cultural de la nación tiene primacía sobre la soberanía política del Estado”.3 Como puede comprenderse, ésta es una versión religiosa de las tesis nacionalistas que durante decenios afirmaron la legitimidad del gobierno revolucionario institucional por ser una emanación de la identidad nacional del mexicano. Esta identidad fue concebida como una entidad extrasistémica que daba sustento al Estado autoritario.
Hay que señalar que durante los últimos años, en las formulaciones políticas del PAN, nociones como las de persona humana –junto con las ideas concomitantes de solidaridad, subsidiariedad y bien común– han ido retrocediendo y diluyéndose, y se ha abierto el paso a nuevas ideas.
En contraposición a las viejas nociones católicas, podemos observar las ideas de quienes consideran que la acción política misma puede legitimar a los partidos y los gobiernos. La influencia liberal aquí es evidente, aunque no ha sido articulada en forma coherente y sistemática dentro del PAN. Y sin embargo es la expresión política que más triunfos políticos le ha dado al partido. El liberalismo es una presencia amplia pero difusa en el PAN y se observa en la acumulación de pragmatismo durante las campañas electorales, la gestión municipal o la administración de empresas. Esta presencia liberal, según algunos, se puede rastrear desde los orígenes en el pensamiento de Manuel Gómez Morín. Es fácil advertir la influencia liberal en la preferencia por los valores individuales de los ciudadanos con derechos, que votan, luchan y ocupan posiciones en un sistema cada vez más democrático. Aquí el individuo encarna en los mecanismos de representación y gestión que crecen en el seno de un Estado de derecho. El sistema político tiene sus propios procesos de legitimación, lo mismo que los partidos, y no se considera necesario acudir a fundamentos religiosos externos. Lo importante es la construcción de un aparato electoral, el impulso a un proceso gradual de gestación de un partido moderno de centro-derecha capaz de asumir tareas de gobierno y de gestionar el desarrollo del capitalismo industrial y financiero. En los años setenta una variante de esta forma de acción política, llamada participacionista y apoyada por sectores empresariales reaccionarios, se enfrentó muy ásperamente con las corrientes abstencionistas derivadas del pensamiento social católico. Pero, una vez pasada la crisis interna, el PAN retomó sus acciones electorales y, a partir de la Constitución que nos rige –que es esencialmente liberal–, impulsó la transición democrática. Alonso Lujambio ha dicho que “son indudablemente los actores quienes definen en última instancia el carácter de las instituciones constitucionales. En este sentido es claro que el gradualismo que el PAN impulsó como estrategia a lo largo de décadas le acabó imprimiendo un ritmo al cambio político en México”.4
Esta visión de la política, que exalta la libertad individual y tiene confianza en los mercados, se opone claramente a las concepciones que, en nombre de la moral católica, rechazan la modernidad ilustrada –que estaría hoy en crisis– y atacan el pragmatismo que separa la vida pública de la fe religiosa, como lo ha señalado Carlos María Abascal.5 El problema radica en que quienes hacen política con una orientación cristiana han llegado al poder gracias al trabajo guiado por el pragmatismo liberal moderno que desprecian. Ésta es una contradicción que permea profundamente a la derecha y que no es de fácil solución.
Las visiones cristianas, al exaltar a la persona humana que debe encarnar, a través de la familia y la sociedad civil, en el Estado, están de hecho permitiendo con ello la intromisión de los poderes eclesiásticos en las esferas de la política. No sólo defienden –con razón– la libertad de toda persona para orientarse de acuerdo a sus creencias religiosas, sino que, además, introducen en la política el corpus doctrinal y material de la Iglesia católica, con toda la fuerza corporativa que tiene en México y en América Latina. Desde luego, podemos pensar que, a fin de cuentas, la política es un gran teatro donde los personajes representan fuerzas que no son aparentes. Recordemos que el término “persona” quiere decir máscara en latín. Y ciertamente la persona exaltada por el pensamiento católico es la máscara que oculta a la Iglesia. Hay que reconocer que los individuos que concibe la tradición liberal también son personajes de un teatro, son actores en el escenario del mercado capitalista, en el gran foro de las injusticias y miserias de este mundo. No es despreciable, de ninguna manera, la carga crítica de las reflexiones cristianas que han denunciado cómo, detrás de los actores liberales, se ocultan la desigualdad, la explotación, la discriminación y la violencia. Estas reflexiones han desembocado en una defensa del bien común, una idea que en ocasiones ha adquirido un tono anticapitalista y que implica la exigencia de introducir correctivos que atenúen los estragos sociales que provoca la economía de mercado. La idea de buscar el bien común, tan presente en el ideario del PAN, forma parte, como sabemos, de la doctrina social cristiana de la Iglesia y fue desarrollada con brillantez por Jacques Maritain, el gran filósofo católico.
No es difícil comprender mi resistencia –junto a la de muchísimos mexicanos– a aceptar la intromisión de la corporación eclesiástica en las esferas de la política. El mismo Manuel Gómez Morín, a quien no le agradaba la opción demócrata-cristiana, a la que veía como un movimiento confesional, dijo alguna vez que esta tendencia “no se ajusta a la experiencia mexicana de profundo anticlericalismo”.6 Yo agregaría que estas posiciones inyectan elementos conservadores antimodernos en el programa político, como por ejemplo la promoción de la familia tradicional, el respeto al llamado orden natural, la exaltación religiosa de la identidad nacional y la definición de la vida según criterios eclesiásticos no científicos. Como consecuencia, se rechaza la despenalización del aborto, se mira con aversión el uso de anticonceptivos, se impugna la experimentación con células troncales para fines curativos, se lucha contra el hedonismo, especialmente en sus expresiones eróticas, y se ve con suspicacia la divulgación de valores culturales y científicos procedentes de otros países.
Estoy seguro de que si este tipo de propuestas hubiese sido un eje importante y notorio de la campaña electoral del PAN en el 2006, hoy Felipe Calderón no sería el presidente de México. Un partido con una auténtica vocación democrática moderna no puede dejar de comprender que la familia es una institución que evoluciona, que no vivimos en un “orden natural” inamovible sino en un orden social artificial creado por el hombre, que la identidad nacional no es una esencia eterna y que la ciencia hoy en día define la vida con mayor profundidad que cualquier religión. Los políticos son por supuesto libres de tener –sobre estos temas– las opiniones que mejor les parezcan. Pero un partido político, si quiere insertarse en la sociedad como una institución moderna, no debería incorporar a su ideario tesis arcaicas que pueden enrarecer el ambiente democrático en el cual, desde hace poco, vivimos los mexicanos.
Desde mi perspectiva socialista no puedo menos que expresar mi simpatía por el liberalismo ilustrado que impregna a muchos sectores del PAN. Aprecio el escepticismo pragmático y la exaltación de los valores democráticos que han ayudado a los panistas a ganar las elecciones. Pero veo con inquietud que las tendencias conservadoras han frenado considerablemente el aliento y la creatividad de las corrientes modernas. La dudosa amalgama de neoliberalismo pedestre y catolicismo trasnochado que en ciertos momentos influyó en el comportamiento de Vicente Fox –y que lo hizo trastabillar no pocas veces durante el trayecto final de su gobierno– fue un factor que contaminó y corrompió el ambiente político. Es claro que todo ello provocó un descenso de las simpatías hacia el PAN, cuyo triunfo en las elecciones de 2006 se debió en gran parte a los tremendos errores que cometió el candidato de la izquierda. El tan apretado resultado de las elecciones, que nos ha dejado una pesada herencia, es el producto de la acumulación de errores que se cometieron en todos los bandos. La presencia de fundamentalismos de izquierda y de derecha no sólo envenenó el ambiente, sino que además minó las fuerzas de los contendientes y vició su comportamiento.
En México, si queremos elevar la calidad de nuestra democracia, necesitamos que tanto las derechas como las izquierdas se modernicen. Necesitamos que la derecha se liberalice y que la izquierda se democratice. Un PAN más liberal y un PRD más socialdemócrata contribuirían a estabilizar el sistema político en un contexto internacional de inevitable globalización. Ello contribuiría a desarrollar un orgullo democrático: un orgullo basado en la confianza de que la democracia puede legitimarse dentro del sistema social que la alimenta, sin necesidad de añadir ideologías dogmáticas o doctrinas religiosas. La democracia no es una formalidad a la que hay que agregarle un contenido clasista, ni es una estructura que necesita de valores absolutos para existir. En este orgullo democrático podrían confluir la derecha y la izquierda modernas, que sin duda se disputarían un hipotético centro político. En esta situación ideal –acaso utópica, lo reconozco– habría un saneamiento de la vida política, que comenzaría por disminuir el nefasto papel del antiguo partido del autoritarismo –el PRI– que hoy para sobrevivir se aprovecha del atraso y los errores de la derecha y de la izquierda.
Pero si persisten las expresiones atrasadas y poco modernas tanto en el PAN como en el PRD podríamos presenciar una especie de resurrección del viejo PRI, que intentaría volver a ocupar los espacios que perdió en la derecha y, al mismo tiempo, reciclar las actitudes populistas que lo caracterizaron durante muchos años. No será una operación fácil, pero el previsible descenso del peso electoral de la izquierda puede acentuar estas tendencias restauradoras. Y esta restauración puede ser facilitada además si las inclinaciones liberales modernas del PAN se ven frenadas por el peso de sectores conservadores. Peor aún que la restauración puede ser el desmoronamiento de los partidos políticos, pues sin ellos –aunque no nos gusten– la democracia simplemente no puede existir. El agresivo embate de los monopolios de la televisión y de grupos empresariales contra lo que llaman la “partidocracia” es una señal muy peligrosa que envía hoy una derecha social alérgica a la democracia.
El ejemplo de Chile puede ser aleccionador. En Chile las fuerzas de la derecha pinochetista han sido afortunadamente contenidas por una Concertación que ha unido a los socialdemócratas con la democracia cristiana, una corriente que se ha movido hacia el centro del abanico político. Es un buen ejemplo de lo mucho que se puede ganar cuando fuerzas políticas de signos opuestos se modernizan e incluso llegan a aliarse para enfrentar posibles regresiones.
Cierto, la dictadura mexicana que ya no logró pasar por la puerta del siglo XXI –la última dictadura en desaparecer en América Latina, si exceptuamos a Cuba– no tuvo la dureza ni la agresividad del régimen de Pinochet. Pero los problemas de la transición democrática son similares en Chile y en México. La comparación nos ayuda a comprender la gran importancia de dejar atrás lastres políticos que frenaron el progreso de México durante el siglo pasado. Uno de esos lastres radica en las oportunidades desaprovechadas en diferentes momentos críticos para realizar una alianza, coalición o concertación entre el panismo y el cardenismo, entre el PAN y el PRD, para enfrentar al autoritarismo. Evidentemente, nadie es tan ingenuo como para pretender –después de las ríspidas elecciones de 2006– una alianza de esa naturaleza a corto plazo. Pero sí podemos aspirar a superar los resentimientos, los agravios y las amarguras que han resultado de los acercamientos fallidos que, de haber cristalizado, hubiesen facilitado una transición de más alto nivel a la democracia. Y, sobre todo, habrían contribuido a superar las monstruosas inequidades sociales que heredamos del antiguo régimen. El reciente acuerdo para la reforma electoral es un signo alentador de que la concertación puede, por ejemplo, frenar el poder voraz de los monopolios (en este caso, en la radio y la televisión).
Desgraciadamente, a causa de las agudas confrontaciones entre partidos, la democracia mexicana se encuentra en un lodazal y las reformas avanzan con extrema lentitud. Los diputados y senadores están atascados en un pantano que amenaza con ahogar las propuestas de cambio, y el desprestigio de los parlamentarios ante los ciudadanos crece notoriamente. Los partidos de la derecha y la izquierda se encuentran en una coyuntura crítica y en el umbral de cambios en sus dirigencias. Deberían, cada uno por su lado, aprovechar la coyuntura para sanear el ambiente político e inyectar tolerancia y sensatez en su comportamiento político. Ya que hay dificultades para que izquierdas y derechas lleguen a acuerdos importantes, por lo menos podemos esperar que modernicen sus respectivos partidos. El PAN tiene en ello una mayor responsabilidad, ya que es el partido gobernante gracias a la lucha democrática que impulsó durante largo tiempo. Muchos nos preguntamos si estará a la altura que requieren los tiempos críticos por los que atravesamos. El PAN, a sus 68 años de edad, debería estar maduro para una transición que nos ayude a salir de las aguas políticas cenagosas que amenazan con paralizar al país. ~
Intervención de Roger Bartra en la reunión organizada
por el Comité Ejecutivo Nacional del PAN para celebrar
el 68 aniversario de su fundación el día 14 de septiembre de 2007.
1. “Fango sobre la democracia”, ensayo publicado en 2006 en la revista Letras Libres y reproducido en mi libro del mismo título (publicado por Planeta, México, 2007).
2. Véase mi artículo “Viaje al centro de la derecha”, en el libro Fango sobre la democracia (Planeta, México, 2007).
3. Rodrigo Guerra López, Como un gran movimiento, Fundación Rafael Preciado, México, 2006, p. 39. Un precedente interesante a estas ideas puede verse en el libro de Agustín Basave Fernández del Valle Vocación y estilo de México. Fundamentos de la mexicanidad, Editorial Limusa, 1990.
4. Alonso Lujambio, ¿Democratización vía federalismo? El Partido Acción Nacional, 1939-2000: la historia de una estrategia difícil, Fundación Rafael Preciado, México, 2006, p. 93).
5. Véase Carlos María Abascal Carranza, “El futuro de las ideas humanistas y demócrata cristianas”, Bien Común 152, agosto de 2007.
6. Citado por Soledad Loaeza, El Partido Acción Nacional: la larga marcha, 1939-1994. Oposición leal y partido de protesta, Fondo de Cultura Económica, México, 1999, pp. 271-72.