Sus compañeros de redacción anunciaron este fin de semana que conducirían su propia investigación sobre la muerte, mientras señalaban acusatoriamente al entorno del primer ministro checheno, Ramzán Kadírov.
Por cierto el bisemanario para el que escribia sacó hoy un número especial dedicado a la periodista. "Mientras exista 'Nóvaya Gazetà el asesino no dormirá tranquilo", reza la portada. La primera página de la edición incluye también una nota necrológica de la periodista. El número incluye extractos de sus últimos artículos, comentarios de insignes periodistas, activistas y políticos rusos, y cartas de los lectores.
Según el Comité de Protección de Periodistas, con sede en Nueva York Politkovskaia es la periodista número 42 asesinada en Rusia desde el final del comunismo, y la la número 12 desde que Vladimir Putin llegó a la presidencia en el año 2000.
Este martes 10 de octubre será enterrada en el cementerio Troyekúrovskoye de la capital rusa. Deja huerfanos a dos hijos y sobretodo deja desamparados a miles y miles de lectores.
Nació en Nueva York en 1958, en el seno de una familia de diplomáticos soviéticos en la ONU) Politkovskaya se graduó en la facultad de periodismo de la Universidad Estatal de Moscú (MGU/ y comenzó a trabajar como periodista en 1982 en el diario 'Izvestia' y desde 1999 lo hizo para el semanario Nóvaya Gazeta;.
Su labor de denuncia fue laureada con varios premios en Rusia (La Pluma de Oro y el Premio de la Unión de Periodistas de Rusia) y en Occidente, entre ellos el Pen Club International, el Premio de periodismo y Democracia de la OSCE o el premio Vázquez Montalbán de Periodismo Internacional 2004. En febrero de 2005 presentó en Madrid su libro 'La Rusia de Putin'.
Es autora de varios libros sobre la guerra en Chechenia; entre los que destacan Terror en Chechenia, La deshonra rusa y La Rusia de Putin. Pero quizá el más conmovedor sea: Una guerra sucia: una reportera rusa en Chechenia (2000). ¡Sin duda uno de los mejores libros de reportaje escritos en décadas!
Participó en la negociación con los terroristas que secuestraron el teatro Dubrovka de Moscú en el año 2002, en el que murió cerca de un centenar de personas.
¿Quién no recuerda aquél 23 de octubre del 2002 cuando un grupo de chechenos tomó como rehenes a 916 personas, en Palacio de la Cultura de Moscú?
¡La salida política entonces fue durísima!
“El mundo se estremeció. Rusia se quedó helada. El poder parecía paralizado. Y (Putin) no pudo idear nada más humano que, a primera hora de la mañana del 26 de octubre, 57 horas después del golpe, (que) envenenar con un arma química secreta a todo aquel que se encontrara en las instalaciones del teatro. (Obviamente) Todos los terroristas fueron exterminados..., (pero) junto con ellos al mismo tiempo murieron gaseados 130 rehenes.”, dice Anna Politkovskaia, del periódico Novaya Gazeta.
Escribió sobre ese tema: “el 23 de octubre del 2002…Un grupo de combatientes chechenos, acompañados por mujeres, decididos a morir pero al precio de detener la guerra, fueron a Moscú y tomaron como rehenes a 916 personas, los espectadores y actores del musical Nord-Ost, que se representaba en el Palacio de la Cultura de Moscú. El mundo se estremeció. Rusia se quedó helada. El poder parecía paralizado. Y no pudo idear nada más humano que, a primera hora de la mañana del 26 de octubre, 57 horas después del golpe, envenenar con un arma química secreta a todo aquel que se encontrara en las instalaciones del teatro. Todos los terroristas fueron exterminados, sin dejar testigos que pudieran explicar de qué manera habían llegado los asaltantes casi al mismo centro de la capital, y junto con ellos al mismo tiempo murieron gaseados 130 rehenes. ¿Le enseñó algo a la sociedad rusa esta terrible tragedia? ¿Surgieron tal vez dudas sobre si el Kremlin acertaba al aplicar en Chechenia una política de tierra quemada que en la práctica hacía inevitable el terrorismo?
Texto publicado en el número 9 de Vanguardia Dossier
Anna Politkovskaia - 05/09/2004
En Rusia hay una guerra en curso. Ya vamos por el quinto año consecutivo, por lo que en cuanto a duración ya es más importante que la Segunda Guerra Mundial, y la campaña electoral a la Duma transcurrió en general sin tocar este tema crucial: ¿por qué la guerra pese a todo no ha terminado? ¿Cómo poner fin a la guerra de Chechenia y al derramamiento de sangre de conciudadanos?
Ningún debate público, ninguna reclamación ni promesa... Silencio total, a pesar de que decenas de miles de personas –de todo tipo: militares federales, soldados de la resistencia chechena, población civil atrapada entre los dos bandos combatientes – han muerto ya; no se adivina un punto final, y cada día se suceden las muertes...
¿Por qué se ha llegado a tal extremo de monstruosidad y salvajismo? ¿Dónde ha ido la democracia, a cuyos brotes, aunque no muy numerosos, tanto nos aferramos hasta la misma llegada de Putin al poder?
Chechenia se ha convertido hoy en día en una verdadera gangrena y un callejón sin salida para los rusos, pero al mismo tiempo en un punto de referencia de la Rusia de Putin. Resulta que, en el caso de Chechenia, con ayuda de la guerra, se ha demostrado extremadamente cómodo regresar a nuestro pasado reciente, y precisamente en Chechenia el poder ha puesto a prueba todos los métodos de transformación del país en un Estado no soviético: con propiedad privada, pero con una única ideología imperante, un renacer del liderazgo unipersonal desenfrenado, un menosprecio a los derechos humanos y a la idea difundida mediante propaganda de la obligatoria subordinación de los intereses individuales a los intereses de un supuesto Estado.
¿Cómo ha surgido esto? ¿Y por qué resulta crucial en este caso precisamente la guerra de Chechenia? En nuestro país, como es de sobras conocido, gobierna Putin, presidente de Rusia según las elecciones celebradas en marzo de 2000. En vísperas de la segunda guerra de Chechenia, en 1999, Putin era en principio un coronel poco conocido que recibió el cargo de director del FSB (actual designación de la KGB), y después saltó con rapidez a las alturas y se transformó en sucesor presidencial y primer ministro, por voluntad del presidente Boris Yeltsin –aquejado en aquel entonces de permanentes problemas de salud– y de la familia (el círculo más cercano al trono del Kremlin).
Pero, a pesar del salto en su carrera, Putin era una absoluta terra incognita para Rusia, y entonces la familia de Yeltsin decidió que no había mejor camino que una guerra para darle desarrollo con rapidez al sucesor que prometía conservar los capitales familiares. Así, Putin le declaró la guerra a Chechenia, agradecido por la oportunidad de darse a conocer (en Moscú y Volgodonsk se habían producido unos atroces atentados que habían destruido varios bloques de viviendas, y las bandas de Basaiev y Jattab atacaban Daguestán).
Ejército de huérfanos
A la guerra se le otorgó el título oficial de “operación antiterrorista en el Cáucaso norte”, es decir, una lucha contra el terrorismo, mientras los chechenos, todos a una, fueron declarados desde arriba, en boca del Kremlin, una nación de bandidos y terroristas sin excepción, obligados a cargar con la responsabilidad colectiva de las acciones de unos delincuentes individuales de su país (de los que existen en cualquier pueblo). Al mismo tiempo, se prescribió que todos aquellos no chechenos que decidieran declararse contrarios a la guerra recibieran la calificación de “enemigos”, “cómplices de los chechenos” y “antipatriotas”. Se organizó un potente lavado de cerebro a la población, al que se consagró una subdivisión especial de la administración del presidente, y el lavado funcionó.
De buen principio la sociedad, llevada por la inercia de los tiempos de Yeltsin, se rebeló con timidez contra las operaciones militares a gran escala en forma de lucha contra grupos terroristas; en esencia, los contestatarios fueron soldados que no querían ir a combatir a Chechenia, sus madres y un estrecho círculo de intelectuales de la capital y San Petersburgo.
Sin embargo, las protestas se fueron apagando gradualmente. El Kremlin respondió con una típica treta al estilo de la KGB. En primer lugar, empezó a enrolar hacia Chechenia a soldados escogidos de entre antiguos internos en orfelinatos. Huérfanos: nadie iba a interceder por ellos y no tenían madres que los lloraran, que exigieran compensaciones por su fallecimiento, que gritaran, hicieran mítines y acaso se abrieran paso hasta la prensa; y en la actualidad los antiguos internos de orfanato son la categoría de soldado más extendida. En segundo lugar, empezó a emplear mercenarios en Chechenia, cada vez más. Se trata de combatientes por contrato, que guerrean por dinero, de entre las filas de todos los que se mostraron dispuestos. Y de este modo, al poco tiempo se desplazaron a Chechenia unidades militares con toda clase de gentuza criminal y seudocriminal. Militantes de agrupaciones delictivas de todo el país, a los que se les iban los dedos por disparar. Una masa de antiguos delincuentes que no había encontrado en qué emplearse después de la cárcel. Parados enfurecidos contra el mundo, de los que contamos con centenares de miles. Y, por supuesto, fascistas declarados, miembros de grupos nacionalistas rusos que sueñan con la aniquilación de todos los negros (así es como llaman en Rusia a los oriundos del Cáucaso).
Y se empezó... Las comprobaciones de pasaporte en las aldeas se convirtieron en atroces operaciones de castigo. Los cadáveres desfigurados de personas caídas en las garras de los federales pasaron a ser el pan nuestro de cada día en Chechenia. Muchos empezaron a desaparecer sin dejar rastro: los detuvieron los militares y ya nunca más se supo de estos secuestrados. Poco a poco las ejecuciones sin juicio y los raptos se convirtieron en la tarjeta de visita de la “operación antiterrorista” y de las acciones de los militares en su territorio. El terrorismo de Estado empezó no sólo a rivalizar en crueldad con el no estatal, sino a superarlo. Por Chechenia campaban escuadrones de la muerte, pequeñas unidades de limpiadores del bosque, como se hacen llamar, cuyo fin no era otro que el aniquilamiento a su propia discreción de personas sobre las que nadie tenía información probada de que combatieran en las filas de la resistencia, simpatizaran con ella o fueran extremistas religiosos. En este caso los rumores eran del todo suficientes para ejecutar la sentencia.
¿Quién ejecutaba la sentencia? Verdugos con galones de federales, mantenidos por el Estado, con su tácita bendición. Asesinaron en Chechenia –y asesinan hoy en día– y regresan a sus casas y ciudades de Rusia. Y en la actualidad ya más de un millón de combatientes que pasaron por la segunda guerra chechena viven entre nosotros, desacostumbrados a solventar los conflictos de otro modo que no sea con el puño o el kalashnikov...
Cerrada a cal y canto
Sin embargo, ¿quién estaba al corriente de esto? ¿Quién lo está? Y en ese caso, ¿quién pensaba en ello? ¿Y quién piensa? Por desgracia, un número muy limitado de personas. El Kremlin cerró Chechenia sin cumplidos a los testigos innecesarios. En primer lugar, a los representantes de las organizaciones internacionales, que sólo podían trabajar allí bajo un estricto control de los militares, encontrándose sólo con quienes esos mismos militares pusieran al alcance de sus oídos. En segundo lugar, a los medios de comunicación. La administración del presidente introdujo normas de acreditación tales que los periodistas pudieran disponer exclusivamente de la información filtrada a través de los servicios de prensa militares, mientras que estaba prohibido verificarla en los pueblos y ciudades chechenos. Los periodistas no tenían derecho a abandonar las posiciones de las unidades de combate, y quien lo hiciera perdía la acreditación y se ganaba la expulsión de Chechenia: así la trampa informativa se fue cerrando poco a poco. Y poco a poco sucedió que casi nadie hizo un especial esfuerzo por salirse de esa trampa. Aquellos medios de comunicación que intentaron transmitir información independiente poco a poco fueron cerrando. Por supuesto, no como resultado directo de la presión de la administración presidencial, sino, naturalmente, bajo los pretextos más dispares, aunque hay pocos que tengan dudas sobre las auténticas raíces. El sigiloso Putin estuvo detrás de todas y cada una de las liquidaciones de los medios de comunicación que intentaron criticar la suicida política de tierra quemada en Chechenia, o lo que es lo mismo, su política particular, a lomos de la cual acababa de llegar a presidente.
Chechenia se fue convirtiendo en el instrumento con cuya ayuda Putin no sólo se hizo con el Kremlin, sino que emprendió su tentativa de estrangular la sociedad civil y la libertad de expresión. El 99 por ciento de los medios de comunicación rusos, como resultado de las manipulaciones de Putin en lo relativo a Chechenia, transmitían –y transmiten– desde la zona de “operación antiterrorista” sólo aquella información que le apetecía –y le apetece– a la Administración. Y esa información se divide en dos flujos. El primero: la heroica vida de combate de las unidades federales, las cuales, naturalmente, ejecutan las tareas que se les han encomendado de forma brillante y exclusivamente dentro de la ley; ninguna operación de castigo, sólo “comprobaciones regulares de identidad”. El segundo caudal son las crónicas sobre lo malos que son los chechenos y sobre quién debe dirigirlos.
Y nuestra población poco a poco se lo ha creído. Y así, precisamente desde Chechenia, desde la segunda guerra chechena, empezó la nueva Rusia post-Yeltsin, posdemocrática y no soviética, donde lo principal –como en los tiempos del comunismo–, no era lo que sucediera en realidad sino de qué modo lavar el cerebro a la población al respecto. En el caso de Chechenia el poder adoptó la conocida táctica soviética de la mentira total sobre lo sucedido con el fin de camuflar la verdad.
Rusia empezó a caer en una trágica inadecuación de enfoques. A veces incluso sin darse cuenta. Por el país se extendió el totalitarismo, y las masas nacionales lo saludaron y lo llamaron “advenimiento del orden”. Primero, en Chechenia; luego, en toda Rusia. La muerte de personas en la guerra empezó a percibirse como algo que se daba por sentado: víctimas justificadas del advenimiento del orden. Íbamos volando hacia el infierno...
Y allí llegamos. A finales del 2001, una chica de 18 años, cuyo hermano y marido habían desaparecido sin dejar rastro a manos de los federales, se acercó mucho al general Gadzhiev, comandante militar de la región Urus-Martan de Chechenia, al que consideraba culpable de lo sucedido a sus allegados, y el cual tenía fama de ser uno de los más crueles verdugos de Chechenia y uno de los organizadores de los escuadrones de la muerte; se acercó al máximo y saltó con él por los aires. Llevaba en el cuerpo un artefacto explosivo de fabricación casera; más tarde se aclaró que lo había ensamblado ella sola. No era una extremista religiosa. No era una fanática de la resistencia. Hubiera acabado llegando a adulta...
Era sencillamente una típica chechena en tiempos de la segunda guerra. Cuando se es persona en Chechenia, no se es persona en el sentido occidental de la palabra, sino un sujeto biológico carente de cualquier derecho y de posibilidades de ampararse en ninguna estructura de fuerza: el ministerio público, la policía y los tribunales no funcionan, y apenas exhiben una fachada de funcionamiento.
Y así, en respuesta a esto, una joven medio viuda, medio esposa de Urus-Martan, escogió tomarse la justicia por su mano como única oportunidad de vengar a sus seres queridos. Los medios de comunicación rusos trataron el homicidio del general Gadzhiev en tonos patéticos: él era un “héroe caído”, mientras que la asesina era una “perturbada” y una “enemiga”. O lo que es lo mismo, una vez más la sociedad rusa prefirió no ver la verdad que tenía ante los ojos. Putin no quiso ni oír hablar de la posibilidad de un arreglo pacífico en Chechenia y se tomó cualquier conversación al respecto como una ofensa personal. Europa –los líderes europeos, el Consejo Europeo, la OTAN, el Parlamento Europeo– después de oponerse un poco, se dejó llevar por las riendas de Putin y le vino a decir que hiciera lo que quisiese... Y una parte de los líderes –Schröder, Blair, Berlusconi– empezó a dar muestras de un gran amor por Putin. Los chechenos no entraban en las cuentas de nadie, y ellos se convencieron por completo de que sólo podían contar con ellos mismos.
Palestinización del conflicto
Así, a continuación comenzó la palestinización de la crisis chechena, enquistada hacia dentro y en profundidad. La causa principal de esa palestinización fueron los métodos adoptados hacia la población en el transcurso de la segunda guerra chechena. A lo largo de todo el año 2002 las fuerzas de la resistencia se radicalizaron a marchas forzadas, y las mujeres de Chechenia empezaron a soñar con repetir el camino de la heroína de Urus-Martan; las soluciones más drásticas empezaron a verse como heroicidades.
¿Y cómo estaba el resto de Rusia? Seguía sin saber. Para ser más exactos, prefería desconocer. Y así se hizo evidente que el culpable de la situación ya no era sólo el Kremlin, que continuaba en el Cáucaso septentrional su política de callejón sin salida para el país, sino también la sociedad, que en la práctica permitía la conducción de tal política suicida. Su silencio, el despertar de su racismo y los esfuerzos en todo punto insuficientes de intelectuales y periodistas condujeron a que la sociedad chechena, sin salida, continuara su acusada radicalización. Ese proceso se convirtió en la respuesta a los conceptos absolutamente retrógrados y retorcidos establecidos en Rusia bajo la influencia del presidente Vladimir Putin. Lo correcto entre la intelectualidad fue resignarse con la prolongación y el recrudecimiento de la guerra. En consecuencia, lo incorrecto y poco intelectual era cualquier intento de llamar a las cosas por su nombre: a los asesinatos cotidianos, asesinatos; a los secuestros, secuestros; a la descomposición del ejército y el pueblo, descomposición... Lo intelectual era callarse. Lo no intelectual, escuchar a las víctimas de la guerra...
Y el 23 de octubre del 2002, menos de un año después de la muerte del general Gadzhiev en el centro de la región de Urus-Martan, y después también de varios atentados en Chechenia, organizados al modo palestino y a los que casi nadie prestó atención, la sociedad rusa obtuvo una respuesta. Un grupo de combatientes chechenos, acompañados por mujeres, decididos a morir pero al precio de detener la guerra, fueron a Moscú y tomaron como rehenes a 916 personas, los espectadores y actores del musical Nord-Ost, que se representaba en el Palacio de la Cultura de Moscú. El mundo se estremeció. Rusia se quedó helada. El poder parecía paralizado. Y no pudo idear nada más humano que, a primera hora de la mañana del 26 de octubre, 57 horas después del golpe, envenenar con un arma química secreta a todo aquel que se encontrara en las instalaciones del teatro. Todos los terroristas fueron exterminados, sin dejar testigos que pudieran explicar de qué manera habían llegado los asaltantes casi al mismo centro de la capital, y junto con ellos al mismo tiempo murieron gaseados 130 rehenes.
¿Le enseñó algo a la sociedad rusa esta terrible tragedia? ¿Surgieron tal vez dudas sobre si el Kremlin acertaba al aplicar en Chechenia una política de tierra quemada que en la práctica hacía inevitable el terrorismo?
Tal vez surgieron, pero no por mucho tiempo. Se manifestaron y escandalizaron sólo las víctimas del Nord-Ost: las familias de los fallecidos. Con Putin el país ha empezado a recobrar los valores soviéticos. En especial los peores de ellos: la brutal idea fundamental estalinista. Recuerdo que rezaba así: no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos. Stalin se refería con ello a las personas que debían entregar su vida en aras de un futuro radiante, tal y como él lo entendía. Es decir, caer bajo la locomotora de la historia para que los demás supuestamente vivieran mejor. Vimos realizarse de nuevo esta perniciosa y medieval idea estalinista en Chechenia. Nos enteramos de las ejecuciones sin juicio previo de todo aquel que se encontrara a mano, de la tortura y secuestro de personas. Precisamente eso se ha convertido en el símbolo de lo que se ha venido a llamar “operación antiterrorista”. Sí, respondían las autoridades, la lucha contra el terrorismo internacional se cobra víctimas, y en ocasiones mueren inocentes. Pero también eso era un pretexto, porque el Kremlin declaró sencillamente que toda aquella persona que se encontrara en el territorio de la “operación” debía cargar con la responsabilidad colectiva de la actividad criminal de unos ciudadanos en particular.
Manipulación
Ese mismo método fue adoptado en toda Rusia a resultas del atentado del Nord-Ost. “Alguien tiene que morir”, gritaban los políticos-marionetas en la televisión, y el propio Putin se manifestó en este mismo sentido. Y el mismo país a finales del año 2002 ya difería a grandes rasgos de lo que había sido antes de la llegada al poder de Putin y en cuanto a lo que pensaba la gente en vísperas de la segunda guerra chechena. El poder consumó su manipulación y la mentira total dejó de sorprender a la mayoría. La parte pensante de la sociedad se sometió y calló; desde los tiempos de la Unión Soviética a esto lo llamamos emigración interior. Y como hacía falta un poder, Putin tomó la iniciativa, o para ser más exactos, ni siquiera la tomó, sino que se limitó a hacer lo que deseaba, y a Rusia se le informó de que ahora empezaba en Chechenia “un proceso de regulación política y pacífica”. El proceso concluiría con la celebración de un referéndum para la aceptación de la nueva Constitución de Chechenia y las consiguientes elecciones a presidente de la república .
Y en la propia Chechenia nada cambió en lo sustancial. Todo siguió como antes: redadas, tropas mutiladas, secuestros, torturas...
Y a todo esto se le sumó sólo Kadirov , como un factor más de desestabilización y símbolo de muerte. Ajmat-Jadzhi Kadirov, antiguo muftí de Chechenia a la par que impenitente bandido, le había declarado la yihad a Rusia y había lanzado un llamamiento a matar cuantos más rusos mejor, pero en el año 2000 dejó a Masjadov para pasarse al bando del poder federal y juramentarse con él, lo cual le valió ser nombrado líder de la Administración temporal de la república en julio de aquel mismo año. A lo único a lo que se ha dedicado Kadirov desde entonces ha sido a tomar represalias contra sus enemigos personales. Más de una vez ha manifestado el parecer de que su ideal de política es el “año 37”. El “año 37” es el símbolo de las represiones estalinistas, cuando millones de personas desaparecieron sin dejar rastro en campos y prisiones sólo por haber sido declarados “enemigos del pueblo”.
En el periodo posterior al atentado de Moscú el Kremlin apostó precisamente por Kadirov, una persona a la que en la propia Chechenia nadie califica de otra cosa que de traidor. Precisamente para él la administración del presidente Putin redactó la llamada “nueva Constitución de la República de Chechenia”, la cual, pergeñados los artículos, hicieron pasar por un “referéndum nacional”; tuvo lugar el 23 de marzo de 2003 y fue anunciado oficialmente como “la entrada voluntaria de Chechenia en el cuerpo de la Federación de Rusia”.
Ahora Chechenia tiene dos constituciones: la de 1992 y la del 2003. Una parte de la población sigue la primera, y otra la segunda. El 5 de octubre, bajo la vigilancia de un contingente militar de 80.000 soldados, se llevó a cabo en Chechenia la “elección del primer presidente de la República de Chechenia”, como se denominó oficialmente. Como es natural, fue elegido Kadirov, ya en la primera vuelta, por una mayoría abrumadora de votos. A Kadirov se le había armado para ese momento: bajo tutela federal y con medios federales se fundó un ejército privado de aproximadamente 5.000 soldados, y en Chechenia comenzó una violenta guerra civil de chechenos contra chechenos, magistralmente enrevesada con la ayuda de las intrigas del Kremlin.
¿Y dónde están los calificados como “líderes de los terroristas chechenos”? En el mismo sitio que Bin Laden. Vivos y, por lo que parece, coleando. En consecuencia, salta a la vista que en la actualidad, la sangrienta política del Kremlin, mentirosa y perjudicial para el país, ha sido corta de miras, carente de sentido estratégico e inmediatista. Llámese política, dirigida sólo a la conservación del propio poder a toda costa, o juego mortífero de Putin, cuyo resultado ha sido embrollar la situación de forma definitiva. Y ahora Chechenia es un laberinto ensangrentado. Después del 5 de octubre, cuando se celebraron los comicios nacionales para elegir al “primer presidente” –se impone olvidar para siempre que Chechenia eligió su propio presidente como mínimo dos veces antes del 5 de octubre–, a la luz de los resultados, los jóvenes del país, sin alternativas, de nuevo parten a combatir en los grupos de la resistencia. Ahora los llaman “la quinta del 5 de octubre”, es decir, aquellos que se lanzaron al monte en señal de protesta contra unas elecciones falseadas por completo y la llegada al poder de un personaje como Kadirov, mentiroso, sanguinario y mediocre.
Millares de refugiados
He aquí lo que hemos conseguido con Putin. ¿Qué ha cambiado en el territorio abarcado por la llamada “operación antiterrorista”? Propiamente, nada. La economía está a cero. Los refugiados se cuentan por millares. La esfera social es un puro fraude, sencillamente no existe. Si alguien trabaja para hacerle más llevadera la vida a la gente son las organizaciones humanitarias internacionales, superando la oposición del poder. El FSB, por ejemplo, anunció de manera oficial a finales de 2003 que antes de Año Nuevo se efectuaría una comprobación total de las actividades de dichas organizaciones, porque el FSB sospecha de muchos representantes internacionales como posibles espías. Continúan las torturas... Todo sigue...
...Zeinap, de la aldea de Komsomol, a veces daba de comer a los combatientes. No porque los idolatrara, sino porque es lo debido en un pueblo caucásico: dar de comer a quien llama a tu puerta pidiendo pan. Al final, pagó por ello. Se la llevaron a un internado. Se trata de un lugar, ubicado en el mismo centro regional de Urus-Martan, que por un lado es efectivamente la antigua sede de un internado para chicas de la montaña y, por otro, un símbolo de terror, dolor y muerte. En el internado se encontraba la residencia del general Gadzhiev, hasta su fallecimiento. En la actualidad lo ocupa la dirección regional de Urus-Martan del FSB, una de las más feroces de Chechenia; es la base de uno de los escuadrones de la muerte que operan en el territorio de la república.
“Pasé dos días en el internado –cuenta Zeinap–. Me torturaron unos rusos. No chechenos. Pero los chechenos miraban y escuchaban. Eran hombres de Kadirov. Cuando me llevaron al internado me dijeron que era responsable del asesinato de cuatro policías en la aldea de Komsomol. Dijeron que bastaba con que señalara a cualquiera con el dedo. Al principio me torturaron con la corriente. Me pegaron la boca con cinta adhesiva. Con unos cordones, no sé, alambres, cables, me ataron por los dedos y me sostuvieron de pie. Cuando dieron la corriente, sentí como si me cortaran los dedos. Después me sentaron en un sillón y me ataron muy fuerte las manos y las piernas. Temblaba de arriba abajo de la electricidad, como si diera saltitos. Pero no podía moverme, porque estaba muy bien atada. Perdí la consciencia de tanto dolor, y me reavivaron con agua... Me golpearon con botas pesadas. En el estómago, en los riñones. No me dejaban descansar ni dormir. “Vosotros id a descansar, que nosotros le enseñaremos”, les oí decir, hablando entre ellos. Me parece que cambiaban y me atormentaban por turnos. Después me desnudaron y me violaron. Me violaron durante mucho tiempo. Con botellas. Por detrás y por delante”.
Zeinap sobrevivió. De milagro. Sólo porque en algún momento se hizo necesaria; decidieron condenarla con un juicio ejemplar, pues justamente se iniciaba una oleada de lucha contra las terroristas suicidas, y el poder tenía necesidad de demostrar un porcentaje de condenados por intentos de atentado. Después de la brutal violación, a Zeinap se la responsabilizó de tener armas en casa. Se celebró el juicio. Lo presidió el juez del tribunal municipal de Urus-Martan, Yandarov. El abogado asignado desde el FSB aconsejó reconocerlo todo, “o será peor”. Y el texto de la sentencia produce una impresión de novela fantástica de detectives, en cuanto que no guarda relación alguna en absoluto con la jurisprudencia, porque es imposible una sentencia que en general carezca de pruebas.
“Me pegaría un tiro...”
“Recibió de una mujer no identificada una maleta con manuales de transmisiones, dos videocasetes con grabaciones de reuniones de líderes de formaciones armadas ilegales y dos baterías para emisora de radio. De un miembro no identificado de una formación armada ilegal denominada Islam recibió una granada F-1, que guardaba en casa dentro de una caja de patatas... Reconoció plenamente su culpabilidad...”
Zeinap tiene 35 años. La condenaron a cuatro años. Nos conocimos por casualidad, y ahora nos reunimos y hablamos del futuro de Chechenia. Zeinap ve sólo un callejón sin salida tanto para Chechenia como para ella. “Me pegaría un tiro... Si es que en realidad tuviera un arma. Me pegaría un tiro al momento”, dice, convertida en una anciana.
La campaña caucásica de Rusia del siglo XXI, una vez más, se ha vuelto crónica y no tiene perspectivas. Ahora ni siquiera se habla de acuerdos pacíficos o de cualquier otro tipo. Todo se ha parado. Masjadov pierde a sus partidarios. Basaiev, un radical, los gana. Los jóvenes se inclinan, fundamentalmente, por Basaiev. La corrupción militar no deja oportunidades a una retirada de las tropas. Rusia se precipita hacia un abismo, cavado por Putin según su particular mentalidad corta de miras. Se avecina una agudísima crisis de civilización.
Anna Politkovskaia es comentarista de Novaia Gazeta (Moscú) y autora de Una guerra sucia y La deshonra rusa, ambos editados por RBA
Texto publicado en el número 9 de Vanguardia Dossier
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