Reforma, 17 Ene. 11;
Parece imposible estar en contra de la campaña. Basta de sangre, basta de violencia, basta de muerte. El país no puede acostumbrarse a escuchar el reporte de muerte como si fuera aviso del clima. No podemos tolerar esa frenética carrera de violencia y salvajismo. Cada vez más muertos pero también, cada vez más arrogancia criminal, cada vez más terrorismo intimidatorio. Por supuesto: necesitamos poner fin a la violencia que desangra al país, que nos llena de miedo, que amenaza con sumirnos a la barbarie. Necesitamos escapar de este círculo de sangre si no queremos perder una generación de México. Pero detrás de un lema inobjetable se presenta una lectura inadmisible: el problema que padecemos es de hechura exclusiva del gobierno. El presidente Calderón es el causante de una guerra costosísima y sólo a él corresponde declarar de inmediato el armisticio. Él inventó una guerra y a él toca pararla. El "Ya basta" se dirige al gobierno, ¡no a los criminales!
¿A qué se le convoca? ¿A cesar las hostilidades contra los criminales? ¿A pactar con ellos? ¿A cederles el terreno que consideran suyo? ¿A pedirles una disculpa? El hartazgo de la violencia puede incubar una tentación realmente peligrosa: llegar a la conclusión de que los costos del enfrentamiento son tan altos que más vale dejar de pelear con los criminales. Negociar con los criminales en aras de la paz. Eso es lo que se lee entre líneas cuando se habla de terminar de inmediato con "la guerra de Calderón"; cuando se considera que el responsable de la violencia mexicana no son los secuestradores, los narcotraficantes, los sicarios, los decapitadores, los extorsionadores sino el gobierno federal que los ha enfrentado desde el inicio de esta administración. Estamos perdiendo de vista lo elemental: el crimen organizado, no el gobierno, es el responsable de la violencia que padecemos. Si exigimos que cese la violencia deberíamos dirigir nuestro llamado a las bandas criminales; no al presidente Calderón.
Al presidente Calderón hay que exigirle que cumpla con la ley. Nada menos pero también algo más que legalidad: resultados. Por eso tiene que perseguir a los criminales, pero hacerlo con eficacia. Castigar el delito es obligación primaria del Estado. Dejar de hacerlo, como se hizo durante mucho tiempo, es invitar al cáncer a dormir en nuestros pulmones, pensando que, por firmar un convenio, el cáncer se conformará con la tos. No tengo duda de que el presidente Calderón tuvo razón en encarar al crimen organizado desde el arranque de su administración. Tenía que hacerlo. Su estrategia, sin embargo, puede ser cuestionable. A la luz de sus resultados lo es, sin duda alguna. No partió de un diagnóstico realista del problema, ni conocía la confiabilidad de sus recursos. No ha dado resultados y, en muchos sentidos, ha agravado el problema. Pero Felipe Calderón no inventó la inseguridad que alcanzaba ya niveles dramáticos en el sexenio de Vicente Fox. La ocupación de Michoacán no fue producto de su fantasía; la descomposición de Ciudad Juárez le precede muchos años; el fortalecimiento militar, económico y político del narcotráfico no son farsas propagandísticas para justificar una guerra. Frente al crimen organizado no había otra alternativa: era necesario encararlo. Para enfrentarlos, desde luego, había otras opciones. Pero ya no era posible cerrar los ojos ante un enemigo que se hacía de territorio, que decidía en muchos lugares lo que la prensa publica, que disponía de arsenales monstruosos, que corrompe y controla porciones amplias del Estado.
Al presidente Calderón hay que exigirle que se conduzca con responsabilidad y con inteligencia. Hay que exigirle cuentas y, sobre todo, resultados. El gobierno debe perseguir al crimen organizado con los instrumentos de la ley y sólo con ellos. No hay justificación alguna para el abuso, para la violación de los derechos humanos. Pero no podemos equivocar el blanco de nuestra indignación. Si no estamos dispuestos a aceptar la muerte como escenario cotidiano, más nos vale ubicar quién la provoca. No es el gobierno. Son los criminales. Eso que parece de elemental sentido común, empieza a escapársenos. No juguemos tampoco con la idea de la equivalencia moral: tan malos los unos como los otros. No perdamos esa sensatez elemental: los canallas que raptan e intimidan; los que mutilan y matan son los criminales. Que el gobierno de Felipe Calderón haya politizado irresponsablemente la lucha contra el crimen organizado, que haya sido ineficaz en su actuación, que la inseguridad haya empeorado significativamente en su administración no niega el dato central: la mayor amenaza de México es el crimen organizado. El país no tendrá futuro si no logra derrotar a los criminales. Por eso el gobierno tendrá que perseverar en su lucha contra los violentos. Deberá reconsiderar su estrategia, replantear sus prioridades pero no debe desistir de su encomienda elemental: recuperar para todos la paz.